miércoles, 30 de septiembre de 2009

XII - Fuerzas

Ella las conoce, ella sabe bien que existen. Están en su sangre y en su alma desde el principio de los tiempos, desde que sólo era una niña. Son fuerzas invisibles que fluctúan en el aire y en la tierra. Tiran de las venas con violencia, despiertan los instintos difíciles de discernir, de clasificar o racionalizar.

Corre entre la nieve y pega la espalda al árbol, con la espada vibrando entre las manos, el pulso acelerado y el corazón golpeando con insistencia en su pecho. Escucha el quejido de la quimera detrás de la loma y levanta los ojos al cielo cuajado de estrellas, tratando que su respiración sea silenciosa como los copos al caer.

Irreflexiva, eso se lo han llamado muchas veces. Irracional. En el mundo del hierro y el acero, todos se empeñan en buscar los motivos de sus actos, una luz que ordene los sucesos y justifique algo tan sencillo, tan elemental y tan natural como la violencia. Ordenan la violencia en batallones, la jerarquizan, la dirigen contra lo que se considera necesario y oportuno. Se visten las armas de banderas, las corazas con tabardos que ofrecen un por qué a la sangre que los salpica. Eso es ser coherente, dicen.

Se desliza con precaución, agazapada como una pantera y se escurre hacia las rocas, sigilosa y rápida. Asomando la cabeza, atisba a la presa, que sobrevuela el valle con calma. Un reptil de alas verdosas y ojos penetrantes que se deja sostener perezosamente por las corrientes de aire, destellando bajo la luna clara.

Ella lleva el tabardo adecuado. Tiene el entrenamiento preciso y le han infundido los ideales necesarios, la han envestido con cota de malla, estructuras morales, hombreras de placas y razonamientos muy convincentes. Ella ya tiene la excusa para dejarse llevar por las fuerzas que tiran con ímpetu de su alma, y gracias a lo que le han dado, no necesita pensar. Su olfato quiere deleitarse en sangre, sus músculos, flexionarse en el pálpito agitado de la masacre, sus ojos desean vestirse de rojo hasta anegarse, y no necesita un motivo.

Los pueden buscar si quieren. Pueden analizar qué la mueve, y probablemente encuentren justificaciones convincentes que aplaquen la necesidad de comprender de las almas de los vivos. A ella no le hace falta todo eso.

Se agazapa detrás de la roca, atisbando un movimiento fortuito sobre la copa de un árbol y volviendo inmediatamente la atención hacia la presa que navega en el viento, a pocos pasos del suelo cubierto de nieve reciente. Entrecierra los ojos y se queda muy quieta, inclinada hacia adelante en tensión, preparada para saltar, ajena al frío o al titilar de las estrellas. Sólo ella y la quimera, cuyas garras indolentes están cada vez más cerca.

Cuenta para sí misma. Diez. Nueve. Un tintineo a su derecha. Ocho. Siete. ¿Que es lo que la distrae?. Cinco. Cuatro. Algo se muevo en el árbol. Ya la tiene a tiro. Tres. Dos. Un destello y ramas que se balancean...

Ivaine aprieta los dientes y contiene una maldición, con los ojos muy abiertos, desprevenida. La quimera grazna con furia y cae al suelo, arrastrada por el peso de un guerrero de metal y cabellos ondeantes.

Ve los brazos poderosos que se ciñen al cuello del animal, apretando con intensidad. El destello de unos ojos verdeantes, cortantes y de pupilas diminutas con el fragor de la tormenta, oscuros bajo la sombra del ceño fruncido. El monstruo se balancea y se debate, y un soldado se cierne sobre ella, esquivando las afiladas zarpas, con las rodillas incrustadas en la carne del reptil. Lo domina y lo inmoviliza con resuellos contenidos, y el metal reluce en la noche, desenfundándose con un roce metálico, chirriante y cantarín, antes de segar la garganta del animal y hacer brotar el rojo surtidor.

La sangre mancha la nieve, salpica el rostro del guerrero, que mantiene el brazo extendido con el arma inmensa que parece una prolongación de sí mismo y entrecierra los ojos un instante, ocultando el destello de colores esquivos, verde, azul, gris, de su mirada. El chorro cálido se derrama en su mejilla, gotea por la barbilla e inunda el tabardo cuando suspira con alivio, parpadea y vuelve a mirar a la quimera, que se convulsiona con la muerte que le llega. Ivaine rechina los dientes frustrada.

Ella conoce bien esas fuerzas. Fuerzas extrañas, poderosas e incontenibles, que tiran de los hilos de los vivos sin sentido, sin explicación alguna ni lógica que subyazca a ellas, y que si existe se escapa a su comprensión. Las conoce y las acepta con resignación. Al menos hasta ahora.

La fiera muere al fin, y los ojos del guerrero captan su mirada. Un mar de profundidades insondables se enturbia y se remueve cuando fija la vista en ella, entre las pestañas claras. Ahí están las energías, empujando irrefrenablemente, negando toda escapatoria, cuando se miran bajo el firmamento reluciente.

El pulso de sus venas obtiene una resonancia nueva, también el ritmo de su respiración. Le parece sentir sus ecos al otro lado, donde un elfo ensangrentado la observa, inmóvil, con expresión adusta, probablemente, reflejo de la suya propia. Un rugido extraño se impone en sus oídos y las rodillas tiran de ella, quieren moverse por sí solas e ir a su encuentro. ¿Por qué? No se lo pregunta. Puede que no haya ningún motivo, o que sea el mismo que hace girar los planetas y guía el ciclo de los astros, el que ha enredado sus miradas de sangre y mar.

Puede preveer la colisión. Violenta, dolorosa y que dará lugar a reacciones imprevisibles, que hará que la realidad se tambalee y que todo su mundo tenga aún menos sentido. Después de eso, es incapaz de adivinar nada. Se consumirá, y es consciente, por eso no se mueve. Por eso lucha, aun con la intuición de que todo será en vano.

Él levanta el brazo y se limpia la sangre de la cara. No le hace tener un aspecto menos amenazador, no para ella, que distingue las fauces abiertas de la fatalidad en la imagen del guerrero. No apartan los ojos.

Ivaine no necesita concentrarse para sentir las vibraciones, la corriente de energía irrefrenable y ondulante que parece circular entre los dos. "Sé lo que eres, sé como eres. Te conozco.", se dice por primera vez. Él es la tormenta. Ivaine nunca ha temido la tempestad, pero siempre ha sabido resguardarse de ella. Sabe que puede empaparte, que el olor de la lluvia se mantiene perpetuo durante horas en el ambiente, que el murmullo del trueno hace imposible escuchar nada más, y que cuando se manifiesta, nadie sabe qué puede pasar. También sabe que ella arde, que en su interior hay un violento incendio, y que el agua no la apagará, que el viento puede avivarla hasta consumir todo cuanto la rodea.

Imprevisible. Fuerzas de la naturaleza descontroladas. Quizá sea un pensamiento fatalista, pero qué mas da.

- Era mi presa - dice en un susurro cortante.
- Llegaste tarde. - responde la voz vibrante, átona, resonante. Un latido, un tirón. Toman aire a la vez, se han olvidado de respirar por un momento.
- La próxima será mía.

No intenta parecer desafiante, no intenta nada. Las palabras ruedan sobre su lengua sin que su mente tenga nada que ver en ellas, instintivas, irreflexivas. Se lo han dicho muchas veces. Irreflexiva.

- Tendrás que ser mas rápida.

Él se incorpora, frotándose la nariz y aparta los ojos de ella sólo una fracción de segundo para observar el animal yaciente que aún gorgotea a sus pies. El olor de la sangre se hace patente y se eleva sobre el aroma de los pinos, la roca y la madera. Ella no se mueve, pero baja el tono cuando habla de nuevo, casi en una confesión.

- Soy un depredador - le dice, inclinando levemente la cabeza para mirarle a través del cabello rojizo que le cae sobre la frente. Su visión se enturbia de carmesí.
- Yo también.

El viento se agita, poderoso, y les despeina. Ivaine nunca ha soñado con hombres que la abracen tiernamente, con galantes caballeros o príncipes de cuento. En sus sueños, en realidad, nunca ha habido hombres de ninguna clase. Siempre se ha visto sola en ellos, saltando a través de los riscos, agazapada, con un arma en el cinto y la única frontera de la muerte. Sabedora de su condición, ha buscado la soledad ya que ha asumido esa parte de su destino, ha buscado la emancipación, conocedora de la condena que supone cualquier pequeña cadena. "Tienes que ser fuerte, hija mía. Tienes que ser independiente, Ivaine". Y lo es... porque no sabe ser de otra forma.

Pero él también es así. Se pierde con curiosidad en la inmensidad de los ojos profundos, que la arrastran hacia el interior, y percibe el sabor de las olas y el canto de las sirenas, los brazos sinuosos de la espuma y un precipicio tan hondo como la eternidad. Y da un paso. Inseguro y breve.

La espada enorme cae al suelo cuando él la suelta y acorta la distancia de una zancada, menos insegura y menos breve. Tira de ella hacia el fondo, la arrastra, pero la mira como si fuera ella quien le arrastra a él. Podría ser víctima de un hechizo, pero qué importa. Al verle avanzar, sus propias riendas se tensan, la garganta se le hace un nudo y se da la vuelta, caminando decidida de regreso a la pequeña ciudad.

Siente los ojos del elfo clavados en ella hasta que la ladera pedregosa se interpone entre los dos, y sólo entonces, rechina los dientes y maldice por lo bajo, a todos, a él, a ella, a nadie.

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