jueves, 7 de enero de 2010

XXVIII - Theod: Danza Macabra - Acto I: Trío dramático



El tiempo, dicen, es buen consejero. Los consejos del tiempo, que va dejando sus huellas entre las personas que cruzan sus caminos, habían llevado a la División Octava a una estabilidad armónica como la del oleaje del mar tras las glaciaciones, cuando ha encontrado su forma y su natural fluir, la precisa intensidad y el ritmo esencial de sus mareas. Lo que antaño fuera un grupo de hombres y mujeres de razas diversas, peculiaridades propias y virtudes y defectos que pudieran ser insalvables para otros en otras circunstancias, ahora era un batallón. Poco numeroso, pero coordinado. Dispar pero unido por lazos que se habían estrechado desde el contacto y la familiaridad, hasta la camaradería, que se había anudado firmemente en amistades sólidas forjadas a golpe de espada y combate, de apoyo y confianza cuando en poco más se puede confiar que en el brazo que sabes estará a tu lado. El sabor de la lealtad es suave y dulce al tiempo, aporta una seguridad bajo los pies de los vivos que hace que los miedos sean simples fantasmas cuando sabes, como ellos sabían, que siempre tendrás alguien cubriendo tu espalda. Que siempre se volverán los rostros hacia ti si te quedas atrás, que siempre habrá manos tendidas para impulsarte hacia adelante. Que nunca volverás a estar solo. Esa es la seguridad. Y a eso, ellos lo llamaban Luz.


Theod se apartó el cabello castaño del rostro, nervioso. Revisó el equipaje, los baúles con las armas y armaduras, una última vez. Al día siguiente, debían abandonar las tierras blancas de Cuna del Invierno y embarcarse en el viaje cuyo destino les llevaría a unirse a las fuerzas del Alba Argenta en la Capilla de la Esperanza de la Luz. En el centro de las tierras asoladas por la Plaga, cara a cara, al fin, enfrentándose a aquello para lo que habían sido entrenados. Jurarían lealtad definitiva a la Orden, vestirían las armaduras uniformadas de los Argentas, empuñarían sus armas consagradas y se entregarían a la lucha contra el Azote, prioridad actual de los hombres del sol de plata. La hora de la verdad estaba cerca, y le temblaba el alma dentro al sentirse parte de algo importante y decisivo, al sentir, como no podía ser de otra manera, el peso de esa responsabilidad, más densa con la mirada perpetua de su padre.


No necesitaba tenerle cerca para notar sus ojos serios en la nuca, atentos a todo cuanto hacía, juzgándole severamente y sin concesiones, acicateándole para hacerlo mejor, para ser mejor, para dar más, para conseguir más, para ser perfecto, intachable, perfecto. Perfecto. Ni un error. No fallarle jamás.


- Queda un día - se dijo, suspirando con la presión en el pecho. Le faltaba el aire.


Tragó saliva y cerró el último baúl, dándose cuenta de que no había prestado atención en este último recuento. Los nervios y la dispersión de su mente no se lo habían permitido. Castañeteó los dientes, frunciendo el ceño, y se ajustó la capa antes de salir al exterior del barracón, bajo el azote de la ventisca. Shalia estaba cerca, a la intemperie, recogiendo algunos copos de nieve en un cuenco, con sus ojos plateados teñidos de la calma que siempre la acompañaba, con el cabello verdoso adornado con hojas de hiedra que nunca se marchitaban ondeando libremente.


- Saludos, capitán - dijo con voz dulce, sonriéndole. Theod respondió con cierta tensión.
- Saludos Shalia. ¿El soldado Albagrana?
- Hum... - la elfa se tocó la barbilla con un dedo y señaló el exterior con la cabeza - Salió hace un rato.
- ¿Sabes dónde ha ido?
- No lo sé. Se marcharon discutiendo - sonrió a medias. - Estarán peleándose, o peleando con algo.


Theod arqueó la ceja. No necesitaba preguntar por la persona que le habría acompañado, sabía que se trataba de Ivaine. A pesar de la extraña compenetración en el combate y la estabilidad indudable del ejército, aquellos dos no dejaban de discutir, en público o en privado.


- Gracias, amiga. No te quedes mucho tiempo sin resguardo, la noche será gélida, según Astafirme.
- Eso dice - rió ella. - Yo preveo temperaturas suaves, pero veremos quien acierta esta vez.


Caminó con una suave sonrisa hacia el exterior, mirando alrededor. Si, todo iba bien. Ahora, todo iba mejor que nunca. Estaba tenso y nervioso, pero sabía que ya no tenía por qué engullir todas esas espinas a solas, o compartirlas con Albor. Podía hacerlo con Harren y Albagrana, con su hermanastra y, sobre todo, con su amigo, como llevaba haciendo durante los últimos días. Distinguió las huellas sobre la nieve a pocos pasos y las siguió, animado y emocionado ante la perspectiva.


- Deberías abrirte un poco más, Theod - le había dicho Rodrith una tarde, mientras practicaban con las monturas - Eres un buen hombre, tienes muchas virtudes. Pero te sientes apocado con demasiada facilidad.
- No me des sermones, Oso - había replicado él, mostrándole la manera correcta de hacer virar al corcel sin tirar demasiado de las riendas. - No me gusta no poder contar con nadie. Pero a veces, no queda mas remedio, en el fondo, todos estamos solos.
- Bueno, tú cuenta conmigo - dijo el elfo, con una media sonrisa brillante. - No te daré sermones, pero verás que no es tan malo no ser siempre perfecto. No se acaba el mundo.


No ser siempre perfecto. Si, bueno, Rodrith podía decir eso, tenía el ego lo suficiente sano y en forma como para mostrar indiferencia hacia las cosas que a Theod le abrumaban. Puede que él aún no pudiera hacer eso, pero se sentía crecer al lado de sus camaradas, últimamente más que nunca. Estaba descubriendo cosas, descubriéndoles, descubriéndose, y no le disgustaba el resultado. Ahora sabía que podía contar con ellos, y sabía que su espíritu se vería calmado tras una conversación con Rodrith. Siempre parecía saber qué decir y cómo hacerlo cuando Theod se encontraba en ese estado de confusión e inseguridad, y de alguna manera, bastaba empezar a hablar para ir dándose cuenta de que, como él hacía notar, nada era para tanto. Por eso caminaba con esperanza renovada y cierta ansiedad, siguiendo las huellas sobre la nieve, hasta que empezó a escuchar las voces, desde detrás de un trío de abetos que se agitaban bajo el viento. El tintineo de armaduras y un sonido metálico acompañaba sus palabras, que aún no podía distinguir, y el joven capitán meneó la cabeza, dispuesto a acercarse e interrumpir su discusión, que sospechaba, sería absurda.


Lo hacía, mientras el viento bramaba. Y apenas le quedaban unos pasos por recorrer, cuando el viento se detuvo. De repente, la naturaleza guardó silencio, y se paró en seco, instintivamente, al escuchar el sonido quejumbroso y confuso que pudo identificar claramente como un gemido femenino, áspero y abandonado. Después un gruñido varonil, rasposo y profundo. Vio caer al suelo, al alcance de su visión, una capa de piel y un brazal de acero. Y se quedó quieto, de pie sobre la nieve, tratando de buscar una explicación a esos sonidos en las voces que reconocía, a pocos pasos delante de él, detrás de tres árboles que volvían a abanicar sus copas cuando la ventisca sopló de nuevo, arremolinando los copos de nieve a su alrededor.


"No puede ser. Debe ser otra cosa, no es posible", se dijo, confiado. Retrocedió en silencio para rodear la loma y se deslizó, caminando lentamente, detrás de una roca viva. Asomó el rostro desde allí, ladeado, atisbando lo que tenía lugar entre los tres abetos.


- Oh - dijo simplemente.


Ni siquiera sintió dolor. Solo frío. Un frío que se derramaba en su interior, como si alguien hubiera extirpado sus entrañas anestesiándole con hielo y ahora estuviera rellenándole de nieve. 


Les veía a través de los copos furiosos con la suficiente claridad. Los cabellos dorados ondeando, salvajes, enredados por el viento, y el torso desnudo del elfo. El cabello rojo, la llamarada encendida, brillando incandescente. Su hermanastra parpadeaba, con los labios entreabiertos, y se aferraba a los hombros de su amigo y lugarteniente, con las piernas enredadas en su cintura, desnudas y blancas, flexibles y musculosas. Y él la abrazaba como si fuera suya, hundiendo la lengua en sus labios con avidez mientras ambos se movían, la empujaba contra el tronco nudoso, se enredaban, bailando o combatiendo. "No, no bailan ni combaten", se obligó a decirse. Y la voz de ella volvió a dejarse oír, en un tono que Theod nunca había escuchado y sabía que nunca escucharía, cuando jadeó y echó la cabeza hacia atrás, entre los brazos de aquel elfo que tenía todo lo que él quería tener, que era todo lo que él quería ser.


- Ah... dioses... Rodrith... - La voz de Ivaine gimiendo, entregándose, reclamando a alguien.


Cerró los ojos, tragando saliva, cuando la anestesia helada del primer impacto desapareció y dio paso al dolor lacerante de los celos y la envidia. Dándose la vuelta, Theod Samuelson caminó de regreso hacia Vista Eterna, ausente y tambaleándose como un animal herido, mientras le parecía escuchar la risa socarrona de Lord Samuelson, repitiéndole una y otra vez lo inútil que era.

XXVII - Theod: Danza Macabra - Acto I: Dúo

- Si me viera mi padre...


Risillas ahogadas en la penumbra del amanecer, mientras entraban dando traspiés en el despacho. Theod intentó fijar la vista en alguna parte de la habitación que no se moviera, pero tenía la sensación de estar en un barco que se iba irremisiblemente a pique, girando y girando.


- Shhh. Capitán, no perturbéis la paz de este templo - replicó el elfo en un susurro, tropezando acto seguido con el mueble de su izquierda y mirando con seriedad la vasija que osciló una, dos veces, a punto de caerse. - Tú, quieta... quieeeetaaaa...


Theod se tapó la boca con la mano mientras se reía en voz baja, observando cómo Rodrith exorcizaba severamente al jarrón, moviendo las manos cual hechicero, exhortándola a mantenerse sobre la estantería sin llegar a tocarla. Cuando se cayó y se rompió en pedazos, ambos la miraron desolados, estrechando los ojos ante el sonido de la cerámica al quebrarse. Luego Theod estalló en una risa seca, susurrante y contenida, que arrancó la respuesta de su compañero, contagiándose el uno al otro.


La noche había dado paso al amanecer, entre cerveza y cerveza. De jarra en jarra, la conversación ingeniosa y divertida había dado paso a las confidencias, que fluctuaban en esa extraña frontera íntima tan propia de la embriaguez, donde lo más grave parece banal, y lo más banal siempre da risa, donde se puede bromear sobre los muertos, sobre los vivos, sobre la propia desgracia desdramatizada, sobre la desgracia ajena caricaturizada. Y la luz del nuevo día, la cercanía del despertar del mundo, les empujó con determinación propia de hombres de honor a enfrentarse a la tarea en la cual se habían comprometido. Así, borrachos y alegres, se condujeron tambaleantes hacia la mesa de trabajo, apestando a alcohol y con los ojos hinchados a causa de la gloriosa y sublime borrachera que tenían encima.


- Henos aquí - dijo Theod, tratando de apartar su silla de madera labrada y derrumbándose dignamente en ella, con grave semblante. - Ardua es nuestra misión, mas si alguien puede convertir esta montaña de papeles en una gesta digna de ser cantada, somos, sin duda, nosotros.
- Acertadas palabras, milord - apuntilló Rodrith, carraspeando muy serio, volteando un taburete arrinconado y sentándose en él al otro lado de la mesa con soberbia pose, de no ser por el oscilar de su enorme cuerpo. - Comencemos pues, dicen que no hay mejor defensa que un buen ataque. ¿Puedo proponer quemar ahora todas las libranzas?
- Denegado, camarada - replicó Theod, rebuscando en el cajón con torpeza hasta extraer una pluma de escribir, larga y elegante. La agitó para desenredarla y se la tendió con solemnidad. - Empuñadla, noble elfo.


Rodrith inclinó la cabeza en un gesto de exagerada gratitud, gesto que casi le hizo volcarse de boca sobre la mesa, y tomó la pluma con las dos manos, reverente.


- Es un honor, Capitán. La usaré bien.
- Recordad mojarla en el tintero.
- Gracias por la advertencia, ya iba a bebérmelo.


De nuevo estallaron en una risa contagiosa. Theod miró alrededor, preguntándose qué demonios estaba haciendo allí, y cuando lo recordó, le pareció extremadamente ridículo. Extrajo un pliego de pergamino con serias dificultades y mojó la pluma, mientras Albagrana combatía duramente por encender la vela sin hacer arder la habitación.


- Informe de sucesos en el día de hoy - declamó el capitán, mientras escribía. - Las patrullas se han desarrollado sin novedad...
- A excepción de una reyerta sin importancia con los Nevada... - apuntó Rodrith, soplando sobre una figurilla decorativa que había incenciado, confundiéndola con el cirio.
- Cierto. A excepción de una reyerta con los Nevada, que fue solventada sin gravedad por parte de los soldados de la División.


Theod observó las líneas escritas, mientras su lugarteniente le acercaba el candelabro, al fin prendido. Todas torcidas y borrosas, no atinaba a entender lo que había escrito.


- Creo que adjuntaré un dibujo.
- Ilustradlo, regio líder. Pintadme a mí, bien grande, pisando la cabeza de un osete. A Grossen y Esposa los puedes obviar.
- Pero qué cara tienes, por la Luz - replicó, garabateando tontamente. El monigote le quedó algo inestable, pero le pintó orejas largas por si había duda.
- Me has hecho cabezón - se quejó Rodrith, inclinándose sobre la obra de arte. - Y calvo. Joder, no me merezco eso, mi pelo es demasiado hermoso para ser ignorado.
- Silencio, debo trabajar.
- Mis disculpas.


En un silencio sepulcral, Theod comenzó a trazar las líneas de lo que debería ser un lobo, hasta que le dio hipo, posteriormente un ataque de risa y finalmente, cayó un manchón de tinta negra sobre el papel que devoró al perro y al monigote.


- Asesino, nos has matado - se lamentó Rodrith.
- Dioses, guárdame el secreto... ¡hip!
- Mis labios están sellados - respondió el elfo, cogiendo el lacre con el sello del Alba Argenta y estampándoselo en los morros con el semblante serio y cara de circunstancias.


De nuevo la risa ahogada, de nuevo se tambalearon en sus asientos, hasta que Theod tuvo que enterrar el rostro entre los brazos para intentar hacer frente al mareo y las náuseas que comenzaban a asediarle.


- Hacía tiempo que no me divertía tanto - dijo, más para sí mismo que otra cosa. - Aunque parece que tenga un enjambre de avispas en el estómago, me siento... bien.
- Deberías divertirte más a menudo, capitán - respondió el elfo, soltando un eructo algo estruendoso. - Te vas a hacer viejo antes de tiempo.
- Ojalá tuviera tiempo... si pudiera, me iría de vez en cuando a montar a caballo. O a cazar. - murmuró. - Una justa, eso estaría bien.
- ¿Una justa? Nunca he visto una.


Theod levantó la cabeza, intentando mirarle, pero le costaba enfocar la vista. Rodrith estaba limpiándose los restos del lacre rojo con un trozo de papel secante y el ceño fruncido.


- Seguro que te gustarían. Y seguro que se te darían bien, para variar - sonrió a medias.
- Lo dudo. Apenas sé montar a caballo - respondió el elfo, tocándose la boca. Se le había quedado roja. - De pequeño a veces subía a los zancudos y me daba unas carreras por el bosque. Siempre acababa estrellándome.
- Tio, parece que te has pintado los labios - rió Theod.
- Calla coño. Con amor, Rodrith - el elfo cogió una de las libranzas, escribió su firma al final con la pluma medio seca y luego estampó un beso en el papel, que quedó marcado en un tono rojizo.


Y otra vez la risa ahogada, a dúo, otra vez se tambalean en los asientos, y acaban los dos tirados sobre la mesa, con las cabezas sobre los brazos y hablando en tono bajo, con voz espesa.


- Te enseñaré a montar a caballo y a justar - murmuró el capitán, lentamente. El sueño, pesado, caía sobre él. - Así podremos practicar de vez en cuando.
- Eso estaría bien. Gracias, tronco. Aunque mañana no te acuerdes, es un ofrecimiento muy amable.
- Me acordaré... me acordaré.
- Apúntalo si eso.


Temblaron con un nuevo acceso de risa. El universo giraba y la mente de Theod Samuelson, embotada y aprisionada entre algodones densos, parecía perdida pero más libre que nunca. "Si", se dijo, "Le enseñaré a montar a caballo y a justar". Se sentía extrañamente feliz por poder enseñarle algo a aquel tipo que parecía saberlo todo, ser perfecto en todo, pero que al parecer no lo era, y no le importaba no serlo.


- Me acordaré... - repitió una vez más, antes de dormirse,  borracho, mareado y alegre.


Y se acordó.

XXVI - Theod: Danza Macabra - Introito

Cuando Theod Samuelson, capitán de la División Octava del Alba Argenta, miraba hacia las estrellas siendo un crío, solía pedir tres deseos: Ser un gran guerrero, tener un bonito caballo y una mujer maravillosa como una princesa. Los deseos inocentes y espontáneos que albergan las mentes infantiles, los sueños de los niños, tienen siempre ese tinte fantástico y maravilloso que sólo puede dar la tierna edad, pues todo es posible cuando se tiene una vida entera por delante.


Contando con diecinueve años, Theod Samuelson ya no solía mirar a menudo las estrellas. Sus pies estaban firmemente anclados en la tierra, sus ojos, pocas veces podían mirar más allá de las ordenanzas, el tedioso papeleo, las armas de sus hombres y la vasta extensión boscosa y blanquecina de Cuna del Invierno. En las escasas ocasiones en que las preocupaciones de su cargo le permitían hacer balance, con el peso constante de una responsabilidad que se le hacía demasiado grande y la sensación de la mirada severa de su padre en la espalda, al menos podía confirmar que había obtenido lo segundo.


Se encontraba en aquel momento cepillando el pelaje de Albor, su corcel blanco. Había despedido al escudero para empuñar él mismo el cepillo de cerdas, y deslizaba la mano sobre el lomo del destrero, que relinchaba con suavidad y cabeceaba en las frías cuadras de Vista Eterna. Nadie sabía cuán pesada era su carga, no podía compartirla con nadie. Las órdenes selladas, las noticias de las tierras del Este, la situación de la orden, las exigencias en las cartas de Lord Samuelson, todo eso sólo para él quedaba. Para él y para Albor.


- Nos llamarán pronto al combate contra la Plaga - dijo suavemente al corcel, tragando saliva con una sensación amarga en la garganta. Albor asintió y resopló, como si lo comprendiera. - Nunca me he enfrentado a los muertos vivientes, pero ya nos han enviado los protocolos. Dicen que hay que quemar los cadáveres para evitar que vuelvan a alzarse. También dicen que si alguien resulta infectado, debe ser puesto en cuarentena de inmediato, y darle Paz en la Luz una vez se pierda toda esperanza. Espero ser capaz. Tengo que serlo.


El pelaje áspero de su montura resultaba un tacto reconfortante. Albor escuchaba sin responder, y eso era lo que Theod quería. Cuando había intentado hacer partícipe de sus tribulaciones a Ivaine, su hermanastra, la persona más cercana que tenía allí, ella sólo le zahería con su continuo malhumor y sus reproches. Como si no tuviera derecho a quejarse. Como si no tuviera derecho a estar nervioso o preocupado, sólo por que en su insignia había una marca que le identificaba como líder del grupo.


- Ella no quiere entenderme - dijo al corcel, entrecerrando los ojos y frunciendo levemente el ceño. En sus ojos castaños se dibujó una sombra de rencor, el resquicio de una herida. - Solo quiero acercarme, y cuanto más me acerco, más se aleja. Me confunde tanto...


Albor asintió de nuevo con un suave relincho, y frotó la testa contra su hombro. Theod sonrió levemente.


- Si, las mujeres son extrañas, ¿no es verdad? - suspiró el Capitán, palmeándole el lomo. - A veces parece venir a mi con sonrisas y amabilidad, y entonces creo que soy correspondido. Otras, de repente, me da la impresión de que me desprecia. Me siento utilizado, pero con ella... no puedo ni siquiera enfadarme. Creo que me tiene en sus manos. ¿A que es patético?


Apoyó la frente sobre el brazo un instante y tomó aire con profusión. "Ser un gran guerrero, tener un caballo bonito, casarme con una dama hermosa como una princesa". Bien... era un guerrero aceptable, tenía un caballo bonito y estaba enamorado de una muchacha dura como una fortaleza desde que solo era un niño. Ah, Ivaine... maldita fuera. Bendita fuera, que había irrumpido en su vida como un huracán y no le dejaba espacio para pensar en nadie más. Ni siquiera olvidarla le resultaba posible. De alguna manera, en aquel sentimiento casi obsesivo hacia su hermanastra, encontraba refugio de la tensión que le producía su responsabilidad.


La suave ventisca se intensificó, azotando la techambre de piel de los establos, y los murmullos en el exterior se acrecentaron a medida que los soldados regresaban de sus patrullas. Pronto tendría que hacer frente de nuevo a los informes de campo, encerrarse otra vez en el pequeño habitáculo frente al escritorio donde se amontonaban los pergaminos... ¿Era esto lo que había soñado? Supuso que, cuando uno tiene diez años no es consciente de lo que significa realmente el combate, de todo lo que hay detrás de un ejército armado: suministros, logística, salarios, estado de los útiles de combate, armas, armaduras, envíos, comunicación y coordinación de las actividades de una orden. La parte fea del combate no es la muerte, es la burocracia. Eso pensaba entonces.


Acarició el morro del animal y se apartó para dejar el cepillo, volviéndose a medias al escuchar las profundas zancadas que se acercaban a él, apartando el pellejo curado que hacía las veces de puerta de los establos. Su lugarteniente apareció, ocupando el espacio con su presencia. Le dio la sensación de que el aire se volvía más chispeante, la cuadra entera se revitalizaba y todo se volvía más veraz sólo porque el soldado Albagrana ponía los pies en el interior, rompiendo su melancolía e irrumpiendo sin concesiones en la intimidad de sus pensamientos al mirarle, con ojos claros y vibrantes que parecían arrastrarle de golpe a la realidad, sin concesiones. 


- Me han dicho que estabas aquí. - dijo el elfo, con voz clara. - Decidí arriesgarme a sorprenderte con una moza entre los montones de heno.


Theod sonrió a medias, irguiéndose.


- Pues ya ves, me sorprendes con un buen amigo - replicó, haciendo un gesto hacia el garañón.
- Bonito ejemplar.


El sin'dorei avanzó hacia ambos y pasó la mano enguantada sobre el cuello de Albor, que respondió con un resoplido y un gesto airado, apartando la cabeza del desconocido. 


- Es muy desconfiado. Ea, muchacho - Theod le dio un par de palmadas a la criatura. - A descansar, los soldados tenemos que trabajar. ¿Cómo han ido las patrullas?
- Sin novedad.


Rodrith seguía mirando al caballo, sacudiéndose los copos de nieve de la lustrosa armadura. Tenía el pelo sucio y olía a sudor y sangre. El capitán asintió con la cabeza y se limpió las manos en la capa.


- Bueno, tendrás que contarme ese "sin novedad" con algo más de exhaustividad para que lo recoja en el informe de hoy. ¿No ha habido novedades matando alimañas, o se trata de algo peor?


La risa franca del sin'dorei resonó en el habitáculo, y los ojos relucientes le observaron con una mirada burlona.


- Los úrsidos del paso hacia Frondavil tenían problemas con sus primos. Estaban dándose de hostias en el camino, así que me apresté a la colaboración con los Fauces de Madera. Ha sido sólo una reyerta sin importancia. Grossen y Esposa se lo han pasado bien.
- Aun así, habrá que dar parte de...
- Relájate, hermano - replicó el elfo. La pesada mano cayó sobre su hombro y lo palmeó con suavidad - Es tarde. Mañana te daré todos los detalles y haremos ese informe de los cojones, ¿de acuerdo? Solo son papeles, no se van a marchar, y por mucho que adelantemos siempre habrá mas.
- En eso tienes razón - dijo Theod, suspirando con hastío que no fue capaz de disimular.
- Te echaré una mano en ese infierno.


Negó con la cabeza mientras salían al exterior, arrebujándose en las capas.


- Preferiría que estuvieras con los soldados.
- Arristan es un tipo serio y concienzudo, y la división funciona muy bien. Para las patrullas cotidianas, creo que puedes confiar en él.
- Hum... - Theod se rascó la barbilla, pensativo. - ¿Tu crees?


Arristan era el mayor. Un guerrero con barba, que solía cantar a menudo, le había escuchado desde el improvisado despacho en mas de una ocasión, mientras los soldados bebían y descansaban y él trabajaba a destajo. En los entrenamientos, había demostrado su valía, pero Theod no estaba en posición de distinguir si era un tipo serio y concienzudo, como decía Albagrana. No les conocía tan bien como debería, y eso le pesaba.


El elfo asintió de nuevo.


- Las cosas están tranquilas de nuevo - le dijo, suavizando el tono de voz, volviendo la mirada chispeante hacia él. - Todo va bien, creo que pueden hacerlo. Pero si ordenas que vaya con ellos, lo haré. Aunque creo que te haces un flaco favor condenándote a la incomunicación entre esa montaña de libranzas. Al menos deja que te eche una mano por un día.


Theod sonrió a medias, mirando de reojo a Albagrana mientras caminaban, hundiendo los pies en la nieve. El sol empezaba a ponerse ya, el día tocaba a su fin. En las últimas semanas, Theod había comprendido bien por qué su antiguo rival, al que había llegado a despreciar con toda su alma, despertaba la simpatía de sus camaradas y soldados. No se sentía capaz de despreciarle ahora, después de aquella conversación en la que intentó desesperadamente apartarle de su camino, alejar esa sombra densa de su espalda, su imagen, que le recordaba constantemente que no estaba a la altura al hacerle contrastar con su propio brillo. Con una mezcla de alegría y desazón, había caído también bajo su influjo, y comprendía que no era tan malo, pues ese brillo que temía que le hiciera palidecer, se contagiaba en sí mismo, como en aquel momento, cuando las preocupaciones y la tristeza empezaron a parecerle exageraciones y dilemas absurdos. Cuando la inseguridad se esfumaba como un fantasma, exorcizada por su presencia.


- Bien, probaremos. ¿Tienes armas apropiadas para enfrentarte a la burocracia, Albagrana?
- Tengo un trozo de carboncillo en alguna parte.
- Te prestaré una pluma.
- Será mejor, sí. Nunca he hecho un informe, tendré que copiarme del pupitre de al lado, como en los viejos tiempos, en el templo...
- ¿Eras de los que copiaban?
- Por supuesto. ¿No se me nota?
- Si, lo cierto es que tienes pinta. ¿A donde me llevas? Te estoy siguiendo pero no sé donde vamos.
- A la taberna, a beber.
- Ah. Bien. Estoy de acuerdo.
- Cojonudo.


La noche se cuajó de estrellas, el firmamento se pintó de añil y la luz de la noche inquieta se reflejó en la nieve. Theod Samuelson ya no miraba los astros a menudo, pues los tiempos de la infancia habían quedado muy atrás y, abrumado por su posición, no se permitía soñar demasiado. Siempre había deseado  ser un gran guerrero, tener un bonito caballo y una mujer hermosa como una princesa, porque cuando era un niño, todo parecía posible. Ahora, con diecinueve años, él sabía que las estrellas no conceden deseos, así que había dejado de mirarlas. Porque para todos, o para casi todos, llega el tiempo y la edad en que apartamos los ojos del cielo, y dejamos de desear y de soñar para ceñirnos a lo que podemos pisar con los pies, en vez de seguir aspirando a lo imposible.

martes, 5 de enero de 2010

XXV - Momentos de intimidad

Años después, cuando recordase instantes como aquellos, Ivaine se daría cuenta de la manera en la que, inconscientemente, los había atesorado en su corazón. Se puede contar una historia de amor a grandes rasgos, y hacer hincapié en esos momentos importantes, cuando la comprensión de los sentimientos se abre paso en los corazones de los amantes, cuando la tribulación les golpea con más fuerza o los celos hacen mella. Pero las historias de amor reales, además de esas estaciones que brillan por encima de todo lo demás y marcan el antes y el después, están llenas de pequeños pasos. Como cuentas diminutas de un collar donde, de cuando en cuando, relumbra una perla más grande, pero que sin las demás, que pasan desapercibidas, sólo sería un colgante incompleto.


Para Ivaine, entre los malentendidos, los constantes arrebatos y la pasión desbordante que nunca llegaba a extinguirse, instantes como esos eran remansos de verdadera paz, de calma infinita y bienestar con el universo. Una suave penumbra, una manta polvorienta, el refugio destartalado y el cuerpo cálido y envolvente bajo ella, con los latidos del corazón en su oído y la mejilla sobre el pecho desnudo. Bueno, eso y el pensamiento pesimista de qué o quien iba a aparecer a joderle la felicidad casi onírica que paladeaba en aquel momento, mientras conversaba a media voz con su ex amante y de nuevo amante y muchas otras cosas más que nunca iba a pronunciar, por el momento.


- Era bastante frustrante al principio - decía con un murmullo perezoso, enredando los dedos distraídamente en un mechón de cabellos de oro pálido. - El castillo de Stromgarde me parecía entonces deseable, siempre lo eché de menos. Ver entrar y salir a los caballeros, ya sabes, polvorientos, con la armadura hecha una mierda...
- ¿No regresó nunca?


La voz del elfo era suave y ronroneante, vibraba su cuerpo cada vez que hablaba. Aun en susurros, su voz lo llenaba todo. Le pareció hermosa, siempre se lo había parecido. Ahora le apetecía admitirlo. Una voz que resuena en todas partes sin irrumpir, que arranca vibraciones de cada molécula, que no deja espacio a la soledad.


- No, mi madre nunca volvió a Stromgarde. Los Samuelson nos trataban bien, tuvieron mucha paciencia conmigo. Sarah siempre quiso que yo fuera fuerte, y gracias a ella y a ellos, aquí estoy.


El cosquilleo de los dedos ásperos en su espalda era una caricia cercana, delicada y cálida. Degustó su nombre en la mente, repitiéndoselo como una quinceañera. Hoy se lo permitiría. "Al fin y al cabo, soy una quinceañera", se excusó.


- Tienes muchos cojones, Ivaine. Probablemente seas la persona con más cojones que he conocido nunca.
- ¿Eso es un cumplido? - Replicó, incorporándose a medias para mirarle, con la ceja arqueada.
- Por supuesto que no.


Tan serio y tan engreído. ¿Como podía el condenado mantener ese fondo cálido en la mirada mientras esbozaba esa expresión odiosa de superioridad? Ivaine nunca había soportado a los engreídos, no se explicaba cómo esa característica del sin'dorei se convertía en un encanto devastador tratándose de él.


- Empezaba a asustarme. Y sí, creo que tengo pelotas. Imagino que Sarah y el entrenamiento hicieron bien su trabajo.


Se arrebujó un poco más en las mantas, deslizando el brazo sobre el torso musculoso de su compañero. El frío comenzaba a retornar al ambiente tras el intercambio apasionado, y se le erizó la piel. Como si pudiera percibirlo, con una naturalidad que hacía difícil reparar en el hecho de que él estaba atento a todas sus sensaciones, el soldado Albagrana la estrechó hacia sí y la envolvió con su cuerpo.


- Hicieron bien su trabajo. Y tú también lo hiciste. Eres terriblemente joven, y mírate - replicó la voz grave y cálida.


Se acercó más a él, respirando sobre el pecho fornido, degustando su olor potente, primitivo. Un recuerdo abrasador con su propia impronta, la sal y el metal, como una piedra bañada en sangre o una estatua viva, con un toque chispeante de magia. Era acogedor. Era suave y dulce, y apasionado y violento, y sensible y también frío, era estúpido y maravilloso, posesivo y dominante, y atento y entregado. Era demasiadas cosas. 


- Si vas a alabar ahora mis dotes para el combate, tendré que preocuparme seriamente - susurró ella, esperando la respuesta irónica.


Pero algo espeso y denso se extendía en la penumbra de la habitación, donde las motas de polvo brillaban con los tenues haces de luz que las ventanas selladas dejaban pasar. Un ambiente demasiado íntimo, demasiado personal, que goteaba despacio desde su presencia. El elfo no respondió. Ella paladeó de nuevo su nombre entre los labios, sin llegar a pronunciarlo. Y él habló, como si le costara mucho.


- ¿Y qué si lo hiciera? Hay... muchas cosas por las que alabarte.


La superficialidad y el sarcasmo fueron exorcizados con aquellas palabras. Tuvo la certeza de que él hablaba en serio, y algo se le anudó dentro, muy profundo, al darse cuenta del modo en el que anhelaba escuchar algo como eso, escuchar más de eso. Sentirse importante para él, admirada, reconocida.


- A pesar de ser insoportable, hay muchas cosas por las que alabarte a ti - replicó sin poder contenerse, con una voz más suave de lo que le hubiera gustado.
- Mejor no lo hagas. De ego voy sobrado.
- Ya me he dado cuenta.


Ambos rieron levemente, estrechándose más. El corazón de Ivaine parecía haberse encogido sobre sí mismo como un pollito mientras contenía el torrente de emociones que latía en sus venas, su cuerpo se caldeaba sólo de pensar en las palabras que estaba pensando. Pero en lugar de decirlas, se incorporó a medias y le miró a los ojos, contenida y desafiante. Él la observó, curioso y con la melancolía perpetua en la mirada, que, ahora lo sabía bien, no era tristeza, sino ese fondo sensible y emotivo que el elfo nunca jamás dejaría que trascendiera más allá del reflejo en sus ojos.


- ¿Cuántos años tienes, Rodrith? - preguntó Ivaine, y saboreó su nombre una vez más, esta vez al pronunciarlo, potente, áspero, vibrante.
- Pues... para vosotros, supongo que unos... treinta
- No. Cuántos años has vivido. - replicó ella, negando con la cabeza.
- Ciento setenta y siete


La muchacha parpadeó y se quedó mirándole, anonadada. Intentó imaginar lo que era vivir tanto tiempo, permanecer así, joven y con esa belleza ultraterrena de los hijos del Sol, los elfos, un pueblo tan distinto pero que, en el fondo, sentía en su corazón lo mismo que podía sentir una humana algo mestiza de quince años. Lo mismo... o algo muy parecido. "¿Lo mismo?", se preguntó. "Le quiero", se respondió.


Rodrith la miraba, confuso. Porque Ivaine se le había quedado mirando, con la expresión de haber descubierto algo que le hacía mucho daño, que se le clavaba dentro con una mezcla de pesar, alegría, frío, calor, miedo y paz que no era capaz de explicarse. Le pareció que su corazón se detenía y se le cortaba el aliento en los pulmones. Así, de esa manera tan tonta, tan improcedente, sin grandes momentos en una puesta de sol, Ivaine descubrió que amaba. "Le quiero", se repitió.


Una mano cálida, rasposa, se deslizó por su mejilla, y el soldado Albagrana se incorporó sobre el codo, ahora observándola con obvia preocupación.


- ¿Estás bien? ¿Qué sucede, Carandil?


El pelo trigueño cayéndole insistente sobre el rostro, la barba recortada y las ásperas mejillas donde el vello plateado despuntaba, el ceño fruncido, los ojos profundos e insondables. "Son esos ojos", se dijo, al borde de las lágrimas. "Es esa mirada. Oh dioses... qué voy a hacer ahora. Me he enamorado".


- Nada... es sólo que... - se lo pensó un instante antes de hablar. Y un acceso de inseguridad la encadenó por dentro. Ciento setenta y siete años, y hasta donde sabía, una vida en el mar, muchas mujeres. No era ningún jovencito adolescente, no tenía por qué ser lo mismo. Podía quedar como una idiota confesando aquello y descubriendo que no era correspondida, o que sí lo era, así que mintió. Mintió, sintiéndose sucia. - Eres demasiado viejo para mí.
- Vete un poquito a la mierda... ¿No hablarás en serio?
- Son muchos años, Rodrith.
- No soy viejo, coño. ¿De verdad te parece un problema?


Él la miró, serio. Ella se mordió el labio y negó con la cabeza. Luego le abrazó, estremecida e inconsciente, mientras el sin'dorei, Rodrith Astorel Albagrana, sin comprender nada y completamente confuso, la abrazaba a su vez, profundamente preocupado por su edad y por el impedimento que ello pudiera suponer para retener consigo a la mujer que amaba.

XXIV - Complicado

El escudo resonaba como una campanada cada vez que la espada de Berth golpeaba contra él. A pesar de que el joven soldado no era lo que se dice el más fuerte de la división, maldita fuera su estampa, en aquel momento estaba haciéndole daño de verdad. Y la Roja Ivaine se cagaba en los dioses a voces, sin escatimar en tacos ni insultos, cada vez que su brazo dolorido recibía una descarga nueva.


- Deberíamos dejarlo, Iv - dijo Theod, resollando y mirándola con cara de preocupación.
- Y una mierda. Me voy a recuperar pero YA.
- Iv, solo han pasado tres semanas. No deberías...
- No te atrevas a decirme lo que tengo que hacer y golpea, marica.


Theod abrió mucho los ojos, pero no tuvo condescendencia con él. Estaba de un humor de perros.


- Estás más borde que nunca - replicó el joven, haciendo un mohín. Con un destello herido en la mirada, volvió a soltar espadazos sobre el escudo, esta vez desganado.
- Tu que vas a entender, coño - resolló ella, manteniendo la plancha de metal firme ante sí, resistiendo las ganas de llorar y el dolor infame. - Los demonios se han reagrupado y estáis combatiendo a los incursores sin mí. Tengo que volver a estar en forma enseguida, el tiempo apremia.
- Arristan y Boddli llevan los escudos, Ivaine. No tienes por qué machacarte así.
- Tengo por qué. No pienso quedarme al margen, ¿te enteras?. Y dale mas fuerte, cojones.


Berth prosiguió con los ejercicios, mientras Ivaine aguantaba los golpes y desgranaba sus maldiciones mentalmente. Bien es cierto que no parecía contenta con nada. Debería estar exultante, ahora que las cosas habían mejorado tanto en la división. El nombramiento de Albagrana como segundo al mando había sido acogido con entusiasmo por los soldados, y el ambiente se había distendido considerablemente. Theod había mejorado mucho, y no sólo a los ojos de sus hombres. Su manera de dirigirse a ellos era mucho más natural ahora, que había descargado parte de su peso en aquél que antaño lo había causado, y quien fuera su peor enemigo se había convertido en su mejor aliado. Tenía que admitir que la jugada había sido magistral. Rodrith no se excedía en sus funciones, y ella sospechaba que gran parte del tiempo que su hermanastro y su ex amante pasaban cuchicheando en el despacho o en el campo de entrenamiento, no sólo les servía para estrechar lazos en una curiosa amistad que ya se hacía evidente, sino también para discutir en privado y con buenas maneras sus desacuerdos hasta llegar a puntos comunes. Sutiles cambios habían tenido lugar en la División, y todo transcurría de una manera tan fluida como los engranajes que se ajustan a la perfección después de agitar un reloj a mala hostia durante unas cuantas horas. Y sin embargo, Ivaine no estaba contenta.


Apretó los dientes cuando de nuevo le llegó una embestida del acero de Berth, y maldijo entre dientes al sin'dorei. "Maldito capullo estúpido", se dijo, sintiéndose indignada de nuevo. Y es que Rodrith no le había dirigido una palabra, ni una mirada, desde el día del combate en el puente.


- ¡Agh! - exclamó, dando rienda suelta a su frustración cuando la espada del joven soldado volvió a caer sobre el escudo y el dolor lacerante alivió en cierto modo su tribulación emocional. - Vale. Suficiente, coño. Mañana más.


Soltó la placa de acero y se frotó el brazo, frunciendo el ceño. Berth la miró con desdén, y ella respondió con gesto desafiante, aguantándole la mirada hasta que el muchacho suspiró, se dio la vuelta y se marchó. De nuevo, maldijo a todo el mundo, caminando a largas zancadas hacia el exterior. Tenía un nudo en la garganta, y sospechaba que podría ponerse a llorar en cualquier momento, por muchos motivos, pero la excusa del dolor físico le venía de maravilla. ¿Por qué nadie podía hacer ni siquiera un leve intento por comprenderla? ¿Tan difícil era darse cuenta de lo herida que se sentía, de cuánto le afectaba ser prescindible en la lucha, ser prescindible para el jodido infame y odioso sin'dorei, ser prescindible para todos? Les maldijo, una y otra vez, y maldijo su fortuna, mientras caminaba hacia el viejo refugio abandonado, hundiendo los pies en la nieve y envolviéndose en la capa. Sólo quería estar sola. Estar sola por un momento, durante unas horas, lamentándose y autocompadeciéndose un poquito para luego volver con más fuerza, cimentada y bien ensamblada. Pero la Providencia tenía la costumbre de reírse en la cara de Ivaine, algo que ella detestaba, por supuesto. Cuando abrió la puerta desvencijada, el corazón le dio un salto en el pecho, se detuvo y después se puso a latir como un loco.


El elfo levantó la vista hacia ella y la miró, atravesándola. La muchacha que había entre sus brazos se apartó el pelo rojizo del rostro, con las mejillas arreboladas, y se levantó de su regazo con cierta precipitación, observándoles a ambos.


- Um ... no me dijiste que seríamos tres - murmuró la chica, con expresión confundida, sosteniéndose el vestido desatado para que no se le abriera en el escote. Estaba despeinada. Y tenía un mordisco en los labios.


Ivaine la miró. La reconocía, no había muchas putas en Vista Eterna, pero Sabine era una de ellas. Alguna vez habían compartido una jarra en el patio, por la noche, poniendo a parir a los hombres. Ahora mismo, a quien quería poner a parir era a ella, o mas bien desollarla viva.


- No vamos a ser tres - dijo finalmente Albagrana, poniéndose en pie con toda naturalidad y anudándose la guerrera de cuero. Lanzó un saquito de monedas a Sabine y se inclinó con cortesía, una cortesía que Ivaine detestó profundamente en aquel momento, y esta vez con toda su alma. - Puedes volver ya.
- Pero si no hemos hecho nad...
- Que te largues - escupió Ivaine sin poder contenerse. Algo en su mirada debía ser muy amenazador, porque Sabine dejó la boca abierta sin llegar a replicar y se echó la capa por encima, corriendo hacia el exterior.


Cuando se hubo marchado, todos los instintos asesinos de Ivaine se proyectaron hacia el elfo que tenía enfrente, mordiendo las palabras que pugnaban por salir de su boca y que finalmente se precipitaron hacia él como un torrente de despecho y frustración.


- Eres un cabrón y un hijo de puta, maldito seas, cerdo - dijo con voz trémula, apretando los puños. Sentía algo abrasador y punzante mordiéndole dentro del pecho, que hacía palidecer su rostro y arderle las cuencas de los ojos. Ella sólo había venido a llorar sola. Era injusto. Era una mierda. - Nunca había conocido a nadie tan rastrero y sucio como tú. Me das asco.


Al otro lado, sólo encontró indiferencia. Un rostro impasible que apenas la miró de soslayo mientras se ajustaba el cinturón, entre los cabellos pálidos. Los ojos fríos, blindados, no expresaban más que un vacío insondable, un muro que no era capaz de franquear ahora. Y la voz que llegó a sus oídos no era menos gélida.


- ¿Has venido para decirme eso?
- No. Venía para estar sola - confesó. Y la amargura se le desbordó como un torrente, pintada de decepción. - Venía para estar sola, con mi brazo inútil, con la única compañía que ahora puedo tener, que al parecer es la única que me soporta y ni siquiera a mí me gusta. Pero sabes, no necesito nada más. Al menos puedo mirarme al espejo por las mañanas, sabiendo que soy honesta conmigo misma.
- Acostarme con una puta de vez en cuando no me impide mirarme al espejo - replicó el elfo, con la voz melódica, aséptica, mientras se envolvía en la capa. - Al fin y al cabo, no le debo nada a nadie. No estoy atado por ningún compromiso. No sé que ves de reprobable en algo tan natural. 
- Nada - respondió ella, tras una larga pausa. Algo la había abofeteado con violencia, y esta vez reconoció claramente el rechazo - Nada, la verdad. No hace falta que te vayas. Ya me voy yo.


Se dio la vuelta, casi tambaleándose a causa de la fuerte impresión de sus propios sentimientos. Un dolor peor que el de su brazo, que la estaba ahogando. Prescindible. Prescindible por completo. Intentó no pensar en aquel refugio destartalado, en las manos enredándose en sus cabellos, en el susurro arrebatado y trémulo en su oído, "carandil, vanya... Mentiras, todo mentiras". Dioses, como dolía cada paso sobre la nieve mullida. Dioses, cómo se clavaba ese nudo espinoso en el alma a medida que se alejaba, y las lágrimas ardían en las mejillas. Se las limpió, tragándoselas, ahogándose con ellas antes que permitir una revelación tan obvia de su fragilidad, aunque sólo los árboles pudieran verla ahora, sólo la nieve, sólo el cielo blanquecino. Se detuvo un momento, tratando de recuperar la compostura y el ritmo de la respiración temblorosa, tragando el sorbo amargo y gélido que se le ofrecía y al que no podía rehusar.


"Acostarme con una puta de vez en cuando..." Acostarse con ella. Estaba a la misma altura que las golfas de pago. Genial. ¿Qué coño había esperado, de qué se extrañaba? Había sido una estúpida. Sopesó la opción de regresar al refugio y golpearle, gritarle a la cara el daño que le estaba haciendo, lo que le había hecho, prender fuego a la estructura, inmolarse con él dentro, maldito fuera, maldito... pero ¿qué derecho tenía? Ninguno. Ni siquiera el derecho a sentirse herida, al parecer.
Prescindible. Absolutamente prescindible.


Levantó el pie para seguir avanzando y casi se cae cuando unos dedos férreos se cerraron en su muñeca. Reconoció el contacto enseguida y se giró, rechinando los dientes, lanzando un puñetazo con el brazo bueno.


- Suéltame, desgraciado - gritó, fuera de sí. Un atisbo de la mirada azul, verde, gris, cielos tormentosos en ebullición, cuando Rodrith esquivó su golpe. - ¡Déjame en paz! ¡Olvídame!
- Eso intentaba, pero no parece funcionar - replicó él, casi en un susurro, tapándole la boca con la otra mano para que dejara de vociferar. La tenía sujeta por el brazo aún herido, y cada vez que se movía en la presa de sus manos, el dolor le arrancaba un gemido. Mordió los dedos, con la mente teñida de rojo a causa del torrente de sensaciones violentas, confusas y contradictorias que la azotaban desde todos los frentes. - Harren... no es... no lo entiendes.


¿Que no lo entendía? ¿Que no lo entendía? Oh dioses, quería matarle en aquel preciso momento. "Eres tú quien no entiende nada", quería decirle, pero no podía. Estaba mordiéndole, y aunque ya sentía el sabor de la sangre en la lengua, él no apartaba la mano, no la soltaba.


- Escúchame... por favor, escúchame. Deja de hacer eso, cojones, duele... - suspiró, el arrebato vibrante de sus palabras se escurría en su oído. Maldito gilipollas. - Esto es una puta mierda.
- LO ES!! - gritó ella, cuando el sin'dorei la liberó al fin. Le encaró con brusquedad, levantando la barbilla como una reina digna. - ¡No quiero escucharte! No tienes derecho a pedirme eso, ya he oído suficiente de ti. Puto mentiroso.
- Nunca te he mentido - destellaron los ojos brillantes del elfo y su mandíbula se tensó en un rictus.


Ivaine había llegado a conocer a Rodrith mejor de lo que ella misma discernía. No sabía cómo ni por qué, pero así era. Y reconocía aquella mirada, aquel gesto y la postura corporal, tensa, alerta. Era la que adoptaba siempre que se sentía amenazado. "O asustado... ¿asustado?"


- Tienes que creerme. Lo sabes. No te he mentido, jamás - insistió, haciendo hincapié en la última palabra. Ella se inclinó hacia adelante, desafiante y dolorida.
- ¿Qué coño está pasando? Si no me has mentido, si... ¿Es que te has cansado? ¿Qué coño era eso de ahí dentro, qué coño soy yo? Me estás evitando, hace semanas que me evitas.
- Es... es complicado - replicó el elfo, pasándose la mano por la frente y apartando la mirada.
- Pues explícamelo. Y mírame cuando me hablas. Soy una persona, ¿sabes? Y tengo jodida DIGNIDAD. - gritó ella de nuevo. No iba a darle tregua. "A la mierda, jódete. No puedes hacerme esto y pretender que entienda a saber qué hostias".
- ¡Vale, joder!¡No me presiones más! - el bramido del sin'dorei la hizo estremecerse un momento, pero también despertó una maligna satisfacción. Ser capaz de sacarle de sus casillas era estimulante de un modo algo infantil, pero... si, le gustaba. - ¿Por qué tengo que darte explicaciones? Sabes que no te he mentido, eso debería...
- ¡Eso nada!
- Qué dificil te pones, Carandil - resopló él, levantando la barbilla y volviendo los ojos al cielo.
- ¿Dificil yo? Pero tendrás cara... ¿Yo soy la difícil? Eres TU el que me evita después de... después de haber estado revolcándonos casi a diario durante los últimos meses, eres TU el que se trae una puta al refugio y me trata como a una de ellas. - estalló, escupiéndole a la cara todos sus reproches. - Eres TU el que después me dice que no me ha mentido. Yo no te pedí nada, es verdad que no... no tenemos nada, pero coño... supongo que sí, que creía que teníamos algo, ¿vale? No te pedí nada, pero tú te explayaste a base de bien, con todas esas palabras bonitas en Thalassiano y tus gestos, y tu...
- Calla de una vez.


Ivaine tenía que admitir que Rodrith, pese a ser un verdadero desastre para expresarse verbalmente en asuntos emocionales, poseía la virtud de ser muy expresivo con el lenguaje corporal. El beso con el que la silenciaba en aquel momento era un torrente de calidez apasionada, ávida y sedienta, que le puso el vello de punta y la hizo marearse, borrando de un plumazo el fantasma de la superficialidad, aquel sentimiento vacuo de ser sustituible y sellándole los labios con una certeza de necesidad que arrollaba todo lo demás. Hubiera debido apartarle. Golpearle. Esto último lo hizo vagamente, pero sin mucho convencimiento. Pese a sus esfuerzos, estaba respondiendo al beso, y todo su cuerpo lo hacía con un magnetismo demasiado violento para molestarse, a estas alturas, en ponerle trabas. Cuando se separaron, jadeando y tratando de recuperar el aliento, no le soltó más que un instante para abofetearle con el dorso de la mano buena mientras le confesaba su alivio al volver a sentirle así como mejor sabía hacer Ivaine.


- Gilipollas - le dijo.
- Estúpida - replicó él, frotándose la mejilla. El amor es un misterio, porque ambos estaban más tranquilos tras ese intercambio de pareceres. - No me he acostado con nadie, coño. En eso sí te he mentido.
- Ni que me importara.
- No empieces. - la cortó en seco, con ese otro gesto, el que iba en serio. Ivaine se calló, pero no lo hizo por obediencia. Sino porque sabía que iba a tener la explicación que había exigido. - Tú... tú no me has ocultado nada, ¿verdad?


Ivaine parpadeó y arqueó la ceja con extrañeza. ¿A qué coño venía eso ahora?


- ¿Ocultarte qué? ¿De qué estás hablando, elfo?
- En el puente, cuando combatimos con la Legión... - prosiguió él, muy serio, y de nuevo con el gesto defensivo. Dioses, qué claro podía verlo ahora ella. - El Capitán está... dice que estáis prometidos.
- Yo lo mato - se le escapó, sacudió la cabeza y apretó los puños. - Yo lo mato.
- Vale, vale, eso es un no - replicó Albagrana, sujetándola. Porque Ivaine ya se había vuelto hacia la ciudad y avanzaba con evidentes intenciones violentas. - Es un no, ¿verdad?


¿Como se había atrevido? Maldito Theod, mal rayo le partiera.


- ¡Claro que es un no, pedazo de animal! ¿Todo esto es por culpa de ese merluzo? Dioses, le voy a arrancar la piel a tir...
- Ivaine


El tono de su voz le hizo detenerse. Cerró la boca y se dio la vuelta, mirándole. El soldado Albagrana estaba muy serio, y del hielo en su mirada ya no quedaban ni los vestigios. Cuando se ponía así, tan grave y tan digno, con esa melancólica preocupación, Ivaine se sentía más conmovida de lo que quería admitir. Si, había llegado a conocer bien a Albagrana. "Demasiado bien. No lo suficiente".


- No estoy comprometida. Con nadie - dijo finalmente, más tranquila, contagiada por su serenidad. - Solo tengo compromisos con mis propias emociones, a ellas no las traiciono jamás.


Era consciente de que estaba reprochándole lo que había pasado aquellos días. Lo entendía, sí. Pero se lo reprochaba igualmente. "Yo no lo hubiera hecho", se dijo, y lo tenía muy claro. Cuando le vio asentir, el alivio se dibujó en la mirada del sin'dorei un instante breve, el preciso momento que utilizó en apartarse el cabello de la frente.


- No quería empeorar las cosas. Theod no es un mal hombre, sólo está bastante confundido con respecto a ti. Supongo que piensa que estáis destinados a estar juntos. Es evidente que tú no opinas igual.
- Evidentemente. Estoy aquí montándote la escenita a ti. ¿Qué opinas tú al respecto, tienes algo que decir acerca de mi destino? - replicó, aún malhumorada, poniendo los brazos en jarras.


El elfo apretó los dientes y la atravesó con los ojos, abrumándola con el peso de aquella mirada intensa, que la joven resistió sin llegar a derretirse del todo. Lo cual le costó lo suyo.


- Desde luego que sí - respondió el susurro cortante, contenido. El destello de la mirada ardiente se veló cuando el beso la atrapó de nuevo y la muchacha cerró los ojos, dejándose arrastrar, empujándole a su vez, al conocido combate.


Sí, Ivaine tenía que admitir que Rodrith, pese a ser un absoluto desastre para expresarse verbalmente en asuntos emocionales, poseía la virtud de ser muy expresivo con el lenguaje corporal, una vez más. En las horas que siguieron, a pesar del brazo roto y los jirones de despecho que quedaban en ella, Ivaine se abandonó a su oratoria en una conversación de piel, saliva y cuerpos enredados que no sólo le quitó las ganas de llorar y limpió por completo su tristeza, sanando la soledad y el malestar de aquellas semanas, sino que le devolvió una seguridad fortalecida respecto a aquellas emociones que, para bien o para mal, siempre se negaba a traicionar.