martes, 19 de abril de 2011

I.- La Reina entre las nieves

Cuna del Invierno - Ocho meses más tarde


El venado estaba inmóvil. Había oído algo y permanecía quieto sobre la loma, como una estatua, con el rostro vuelto hacia el lugar donde la muchacha esperaba, escondida. Ivaine tenía la espalda pegada al tronco y el arco en la mano. Colocó la flecha y tensó la cuerda muy lentamente, intentando no hacer el menor ruido. Tenía viento a favor y una posición privilegiada. No podía fallar.

Respiró hondo y aguantó el aire. Se giró para salir del escondite y disparar. El ciervo se dio la vuelta para huir hacia el este. La flecha silbó y atravesó el cuello del animal, que cayó de lado sobre la nieve, emitiendo un gañido desesperado y removiendo las pezuñas frenéticamente. Ivaine sonrió, satisfecha. Comenzó a trepar a la colina a buen paso, arrastrando el trineo tras de sí. La ventisca arreciaba, amenazando con cubrir de blanco los caminos y las veredas. Tenía que darse prisa. Cuando llegó a la loma, comprobó que el venado había muerto antes de atarle las patas y encaramarlo al trineo.

Cuando terminó, estaba acalorada y se había hecho daño en la espalda, había soltado tantas maldiciones que haría enrojecer a un pirata y se encontraba, en resumen, con un ánimo de lo más belicoso. Se golpeó las palmas de las manos enguantadas con los puños. Llevaba ropa de lana y cuero, una capa de piel con una gruesa caperuza peluda y botas forradas con las suelas tachonadas para evitar accidentes en el hielo. Su aliento se condensaba en el aire, pero no tenía frío.

- Bueno. Vas a ser nuestra comida y cena durante unos días. Bendito seas – dijo, atando bien el animal – Haremos ropa con tu piel y tallaremos cuchillos con tus cuernos. Pero no pienso perdonarte si mañana no puedo ponerme derecha.

Se ajustó las correas en la cintura y los hombros y comenzó el trabajoso descenso de vuelta a su casa.

Tres horas más tarde, el sol estaba a punto de ponerse y la nevada ya era intensa. Entró al refugio reformado tirando de las patas del venado, maldiciendo entre dientes y hecha un desastre. El fuego ardía en la chimenea, y Rodrith se cruzó de brazos y se pegó a la pared para hacerle sitio. Ella le dirigió una mirada asesina.

- No digas nada.

Él arqueó las cejas y levantó las palmas de las manos con un gesto pacificador. “Demonios. Es insoportable”, se dijo Ivaine, cerrando tras de sí. El ciervo muerto estaba en el centro del refugio, manchando de sangre la madera del suelo. Bien, Ivaine tenía que admitir que el elfo había hecho un buen trabajo transformando aquella choza polvorienta en un hogar. También tenía que admitir que había tenido razón al decirle que ir sola a cazar un ciervo iba a ser problemático. Seguramente lo hubieran hecho mejor entre los dos, y habrían tardado menos. Pero Ivaine a veces seguía siendo testaruda solo por el placer de serlo. Formaba parte de su terrible carácter, y ella quería conservarlo intacto. Aún no había nacido hombre o elfo que pudiera cambiarla.

Miró el ciervo. Comprendió que destriparlo, desollarlo y limpiarlo allí, sería un desastre para la casa, y además le llevaría toda la noche.

- Demonios.

Rodrith se estaba riendo. Lo sabía. No necesitaba mirarle ni escucharle, sabía que estaba riéndose en silencio mientras la observaba con semblante serio pero ese brillo en los ojos que delataba su hilaridad. Ella apretó los labios y suspiró, quitándose la capa.

- ¡Demonios!

- Mientras invocas al vacío abisal, voy a llevarme tu pieza al almacén – dijo el sin’dorei, echándose el animal sobre los hombros y abriendo la puerta.

Una ráfaga de viento descontrolado hizo bailar las llamas y casi levantó del suelo la pesada alfombra de piel de oso.

- Ten cuidado, idiota.

- Lo tendré, estúpida.

Le siguió con la mirada a través del cristal de la ventana, sucio de escarcha. El almacén era en realidad una pequeña caseta de madera que habían levantado junto a la casa. Allí guardaban los suministros que conseguían en Vista Eterna o en la Aldea Estrella Fugaz a cambio de pieles o de algún trabajo sencillo. Rodrith solía herrar los caballos cuando se lo pedían, pero la mayor parte del tiempo, esa clase de cosas las hacía gratis. A él le gustaba más vivir de lo que mataba que de lo que producía. Era un consumado cazador, y había enseñado a cazar a Ivaine. También era capaz de curtir y coser pieles. Ella, sin embargo, no era muy capaz de hacer nada de provecho que pudiera resultar útil para la subsistencia, de modo que había puesto todo su empeño y el ardor de su mal humor en aprender todas aquellas cosas de él. Se había estado sintiendo exageradamente inútil y humillada hasta que fue capaz de igualar sus habilidades en todos los aspectos. A partir de ahí, las cosas fueron mejor.

Sonrió a medias y abrió la faltriquera, sacando el montón de huevos que había encontrado. Los dispuso sobre la repisa de la chimenea y levantó la tapa de la caldera, olisqueando la sopa con la que su querido compañero pretendía alimentarla. Hizo una mueca de asco: fuera lo que fuese, apestaba.

- Por todos los dioses, ¿qué has echado aquí? ¿Ojos de perro? – exclamó, cuando escuchó abrirse la puerta tras ella.

- No, es algo que había en un saco.

Ivaine suspiró.

- ¿Qué saco?

- Uno pequeño que había en el rincón del almacén.

- Rodrith, palurdo, eso es abono.

La muchacha apartó la cazuela del fuego, asqueada.

- ¿Y como querías que lo supiera yo? – replicó él, indignado - No soy agricultor. Y lo has dejado junto a las cosas de comer.

- ¿Pero es que no has notado el olor?

- A veces cocinas cosas que huelen peor. No me pareció tan raro.

- No seas cabrón – replicó ella, fulminándole con la mirada. Él sonrió con aire malévolo. “Imbécil”. Ivaine apretó los dientes, ignorando el calor agradable que le subía por las piernas hasta el estómago. – Por la Luz, saca esto fuera y tíralo en alguna parte. Me muero de asco.

Él suspiró con resignación, cogió el recipiente arqueando la ceja con aire altivo y volvió a abrir la puerta, a luchar contra la ventisca y a desaparecer en la oscuridad.

Una hora más tarde, Ivaine estaba sentada frente al fuego, en mangas de camisa, con la espalda apoyada en el costado del elfo y su brazo sobre los hombros, apurando una escudilla de huevos revueltos. La alfombra de piel de oso era mullida y agradable, y Rodrith no se había quitado la capa: les cubría a ambos con ella, mientras conversaban a media voz y el fuego cantaba y chisporroteaba.

- Los bosques tienen árboles de hojas doradas y corteza blanca como la luna. Y los dracohalcones vuelan entre las ramas, rojos, plateados. A veces gritan y arrojan fuego a través de los picos.

- ¿Arrojan fuego? – preguntó, mirando al sin’dorei de reojo.

Él asintió. Extendió la mano y le apartó un resto de comida de la comisura de los labios, luego se lo llevó a la boca.

- También tenemos linces. Son parecidos a los pumas de Tuercespina pero más estilizados y con las orejas puntiagudas, como nosotros.

- Me gustaría mucho ir a Quel’thalas alguna vez – dijo Ivaine, apartando el plato y acomodándose en el abrazo de su amante. El fuego le arrancaba destellos cálidos, dorados y cobrizos al cabello de ambos – La madre de la madre de mi madre era una elfa de Quel’thalas. Pero ella parecía más una elfa que yo.

- ¿Ah sí?

Ivaine asintió con la cabeza. Sarah siempre había sido bella. Tragó saliva, frunciendo un poco el ceño. Una amargura antigua, casi olvidada, se le enredó en la garganta. Le hizo sentirse repentinamente incómoda, allí, recostada en el cuerpo de aquel elfo alto y bendecido con la hermosura de una estatua antigua, de ojos brillantes y cabello como el oro y la plata hilados.

- Ella era muy guapa – admitió, bajando un poco el tono – Tenía los ojos azules, la piel cremosa, las manos finas, la expresión dulce y el cabello suave. Supongo que me parezco a mi padre, quien quiera que fuese.

Hubo un instante de silencio. Después, sintió los dedos de Rodrith en su nuca, y se encogió con una súbita emoción y un escalofrío. No importaba el tiempo que pasara. Aquella magia nunca parecía extinguirse. Su corazón, su alma y su cuerpo seguían reaccionando a su presencia como lo hace la tierra al sol.

La caricia se extendió sobre sus cabellos, lenta y devota. Ivaine entrecerró los ojos y su voz, grave y suave como el pelaje de un león, le llegó en un susurro arrebatado.

- Tú no necesitas nada de eso para ser hermosa, reina. Eres como las orquídeas. Tienes la misma belleza profunda y primigenia. La belleza de la vida explosiva y salvaje, la de las flores únicas y libres, capaces de llevar a la obsesión a quien las admira.

Ivaine tomó aire abruptamente. Cuando Rodrith hacía eso, los sentimientos la bloqueaban. Aquella magia nunca se terminaba.

- No tienes por qué decirme esas cosas – respondió, con sequedad, mientras por dentro se derretía – Ya no tienes que seducirme. Estoy aquí y aquí estaré hasta que me canse.

- No te estoy seduciendo – replicó él, en el mismo tono, sus dedos aún viajando por los cabellos ásperos y rojos de Ivaine. – De hecho, ahora que lo dices, tengo que informarte de que no lo hice en ningún momento.

Ella no pudo evitar reírse entre dientes y darle un codazo, aún con la emoción vibrando en su interior. "Elfo estúpido..."

- Pero qué mentira. La luz te va a castigar.

- Lo digo en serio. Yo nunca te he seducido.

- ¿Ah no? – Ivaine se removió y se dio la vuelta para mirarle con desdén infinito - ¿Y entonces como hemos llegado hasta aquí?

Él se encogió de hombros y la miró de soslayo.

- Me limité a tomar lo que era mío.

Ivaine se echó a reír y se enzarzó en una acalorada discusión acerca del tema con Rodrith, que terminaría en nada, porque ninguno de los dos daría el brazo a torcer hasta que el debate pasara de ser una broma a amenazar con herir el orgullo de ambos. Después, harían el amor sobre la alfombra hasta quedarse dormidos, y el amanecer les despertaría con el calor de las brasas ahogadas y escarcha en la ventana.

Ivaine Harren cumpliría diecisiete años al día siguiente. Llevaba tres meses viviendo en Cuna del Invierno con su amante, Rodrith Albagrana, sin'dorei de Quel'thalas. Ambos estaban en busca y captura. Eran proscritos. Ivaine Harren, sin embargo, era feliz por primera vez. Completamente feliz.

El lago

Despertó, sobresaltada y bañada en sudor frío. La hoguera seguía ardiendo y se escuchaban, lejanos, los tambores de los trols del bosque. Alzó la vista al cielo y comprobó que las estrellas no se habían movido.

“Malditas pesadillas. Malditos sueños. Ojalá pudiera no soñar”. Exhaló un suspiro cansado y se arrebujó en el manto, incómoda. Tenía la piel húmeda y la sensación de llevar pegado al pecho un sudario helado y asfixiante.

- ¿No puedes dormir?.

Al otro lado del fuego, Rodrith había abierto los ojos al oírla despertar. Con la espada en la mano, permanecía alerta, inamovible, con la mirada penetrante como una lanza escrutando la oscuridad de la arboleda de cuando en cuando.

- Un mal sueño – repuso ella, apartando la mirada.

Rodrith. Su amante, su compañero de viaje. Ivaine solo le había visto dormir unas cuantas veces desde que abandonaron la Capilla, y siempre era un sueño tenso y sin descanso. Él sólo se lo permitía a veces, cuando ella se encargaba de la guardia. En una ocasión, cayó dormido más profundamente de lo habitual e Ivaine se negó a perturbar aquel reposo hasta el amanecer. Cuando salió el sol y le tocó el hombro para despertarle, él se había abalanzado sobre ella en un único movimiento, había desenvainado y le había puesto una daga debajo de la barbilla. A Ivaine el corazón se le disparó. Cuando los ojos del elfo dejaron de brillar con fuego salvaje y apartó el arma, pidiéndole disculpas, ella aún estaba impresionada.

No había tenido ningún miedo. Había sido emocionante, de hecho. Apartó el recuerdo de un empujón, con fastidio, y negó con la cabeza.

- Necesito darme un baño.

- No sé si es muy prudente – repuso él. – Escucha los tambores.

Ivaine elevó la comisura del labio en un gesto desdeñoso, y no hizo el menor caso. Se levantó y rebuscó en su equipaje. Encontró unos lienzos y ropa limpia, y también el jabón envuelto en hojas de haya. Una punzada de dolor le atravesó el pecho. Shalia Nocheclara había hecho aquel jabón, lo había empaquetado con sus manos de dedos largos y finos y se lo había regalado. “Con aroma a acerita, Harren”. Acerita salvaje.

- Volveré enseguida.

Agarró la espada y las ropas y se encaminó hacia el lago.

Habían acampado en las Tierras del Interior, tras varias semanas de viaje a pie hacia el sur. Habían soltado el caballo rumbo a Quel’thalas para despistar a los posibles perseguidores, y decidido viajar hasta Menethil a pie. Una vez allí, tomarían un barco hacia Trinquete. Rodrith conocía muy bien los puertos y tenía experiencia en travesías por mar. Había explicado a Ivaine con todo lujo de detalles cómo iban a ser las cosas, y según su plan, todo iba a salir muy bien. Ella no había criticado su ingenuidad. Muchas veces no entendía cómo podía él estar tan seguro de que las cosas iban a ser exactamente como pretendía, pero en aquellos días, no tenía ánimos ni ganas para oponerse a su determinación.

Tras atravesar una arboleda desierta, llegó al lago. Respiró hondo, paseando la mirada alrededor. El cielo sobre su cabeza era un manto oscuro cuajado de luminosas estrellas, sin una mácula, sin una nube. El lago, como un espejo, reflejaba la exhuberancia del firmamento. Una cascada alta dejaba caer el agua con un murmullo sordo y constante, y sobre la calma superficie se balanceaban los juncos, los lirios de agua y los nenúfares. A Ivaine le recordaba al mágico paraje que había descrito en un libro de caballería que leyó en casa de los Samuelson.

Se desnudó con alivio. Cuando se despojó de la camisa, los pantalones y las prendas íntimas, el frío le besó la piel húmeda de sudor y le erizó los poros. Metió los pies en el agua y se internó en el lago con un trozo de jabón en la mano, estrujándolo para aplastarlo. El agua estaba helada. Hundió la cabeza, se lanzó en picado hacia el fondo y aguantó el aire, dejándose llevar por el gélido abrazo, dejando que la limpiara del sudario pegajoso, de la sensación de irrealidad, del cansancio y de la debilidad. Aguantó hasta que se quedó sin aire, y aún más. Cuando estaba a punto de desvanecerse, emergió, resollando y estrangulando el jabón. Se frotó con vigor, haciendo espuma en los cabellos y sobre su piel, y después se aclaró a conciencia.

Su cuerpo había cambiado. Sus músculos eran ahora más firmes, largos y torneados. Tenía marcas de esa fuerza en los costados del vientre, en la espalda y en las piernas, pero sobre todo en los brazos. Largos y elásticos, ,,si tensaba los músculos éstos sobresalían un poco, como suaves colinas. Algunos consideraban aquello un rasgo de mal gusto en una chica, pero a Ivaine le importaba un carajo, porque a ella le agradaba. Lo único que le resultaba molesto es que, de nuevo, le habían crecido los pechos. No importaba que los llevara vendados, su feminidad se abría camino a pesar de todo.

Suspiró con desazón, y volvió a cruzársele por la mente un pensamiento recurrente que la había acompañado toda su vida. “Ojalá hubiera nacido hombre”.

Entonces escuchó removerse las aguas en la orilla. Se dio la vuelta, sobresaltada y dispuesta a luchar o huir si era necesario. Pero no lo fue. Era el elfo, ese elfo estúpido y engreído que ni siquiera podía dejar que se bañara tranquilamente, que se había metido en el agua en camisa y pantalones y con la condenada espada colgando a la espalda y el semblante impasible.

Ivaine no se molestó en cubrirse. A esas alturas, era ridículo.

- ¿Qué demonios haces? – murmuró.

Los brillantes ojos del elfo estaban fijos en ella. Tuvo la impresión de que se le doblarían las rodillas, y cuando escuchó su voz, el agua, que le llegaba hasta la cintura, pareció devolver el eco, como una bóveda.

- Tienes frío.

Ivaine se le quedó mirando, sin responder. El sin’dorei detuvo sus pasos frente a ella, abrió los brazos y la atrapó contra su pecho, en una presa caliente y posesiva.

Sí, tenía frío. Dioses, él estaba caliente. El fuego en su interior se reanimó instantáneamente, una llama que se eleva de improviso con su calor, con su olor, con su presencia intensa. Sólo había necesitado eso para volver a arder. “Son las fuerzas”, supo Ivaine, apretando los dientes, cerrando los ojos con fuerza y clavándole los dedos en el pecho, sin decidir aún si apartarle o no. “Son las fuerzas que chocan cada vez que nos rozamos. Luz sagrada. Nos destruirán. Nos consumirán, si las dejamos libres.”

- Rodrith… - susurró, con voz áspera. Se le había hecho un nudo en la garganta. Su cuerpo estaba rebelándose contra ella, su corazón también. Ese virus terrible del deseo irracional, instintivo, invadía todo poco a poco como una inundación; incluso estaba contagiando una parte de su razón.

- Qué.

Una respuesta tajante y ruda.

Tenía miedo. Todo aquello siempre le había dado miedo, porque no le parecía normal. Ella no sabía como eran aquellas cosas para los demás. Solo sabía que lo que había entre ella y el sin’dorei era demasiado intenso, tanto que saltaban chispas y perdía por completo el control.

Alzó el rostro, apretando los dientes, buscando algo que decir. Encontró los ojos del elfo, y ahí terminó todo. Las correas con las que se sujetaba saltaron, rompiéndose, con un latigazo que casi pudo escuchar resonando en su alma.

El fuego de Ivaine estalló hasta hacer hervir las aguas del lago. El frío desapareció cuando le agarró de los cabellos y casi trepó sobre su cuerpo, salvaje y necesitada, para devorarle los labios con un beso agónico. Tenía frío, claro que había tenido frío. Había estado congelada desde que El Cruce arrasó toda su vida, las pesadillas consumían sus noches sin dormir. Se enredó en su cuerpo duro y caliente, le arrancó la camisa y le arañó. Él la atrapó entre sus brazos, le mordió la boca hasta hacerle sangrar. Ivaine le tiró del pelo para apartarle cuando le hizo daño, exhaló un jadeo y le devolvió el mordisco. Le escuchó gruñir, con un ronroneo feral e indefinido, quizá irritado, o tal vez complacido. Sus manos la estaban tocando. Le horadaban la espalda, seguían el contorno de su cintura, moldeaban sus caderas, las redondeces de sus nalgas, se cerraron sobre sus pechos, los que había maldecido minutos antes.

“Las fuerzas… son las fuerzas”, pensaba una Ivaine rendida en el centro del incendio. En el exterior, la Ivaine del fuego asediaba a su amante como una pantera hambrienta y exigente, rozándole con su cuerpo, agarrándole las manos para llevarle a donde ella quería, acariciando los surcos entre los músculos bruñidos, bebiéndose su fuerza. Y él no se quedaba atrás, la asediaba, le exigía y la rociaba con su hambre de la misma manera. Embriagada de hogueras y amapola, se sujetó a sus hombros para buscarle y llenarse de él, se aferró a su cuerpo para cabalgarle con urgencia. Las sensaciones punzantes, dulces y estremecedoras como el terremoto y el huracán, la sacudieron por dentro y comenzaron a empujarse unas a otras, a alimentarse y girar en la vorágine.

- Ni quorya…- murmuró el elfo, con la respiración entrecortada. Los cabellos rubios cayeron sobre ella como una cortina, como un telón hecho con haces de luz estelar cuando se inclinó sobre ella. Se estaba conteniendo, y ella lo sabía. – Ni quorya, Carandil.

- No…no… - ordenó ella, tajante, buscando una bocanada de aliento. – Si te ahogas, respírame.

Le clavó los talones, gimió, desgarrándole la espalda con las uñas. “Yo también me estoy ahogando. Me estoy ahogando. Eres mi hogar”. Los ojos azules, verdes, grises, destellaron con avidez. Podía oler la tormenta. Su voz grave, vibrante y átona era un hechizo arcano. La hipnotizaba. Despertaba todos sus nervios. Y sin embargo, él la miraba como si fuera ella la hechicera.

- Ae anírach…

Los dedos del sin’dorei se hundieron en sus cabellos y apuntaló la otra mano en sus riñones. Luego embistió con una energía renovada, de ritmo e intensidad primitivas, casi animales, en movimientos largos que eran más que una respuesta a los envites de la muchacha. Él se estaba haciendo con el control, y la arrastraba consigo. Ivaine tuvo que morderse los labios para no gritar, sujetándose a su cintura con las piernas y tratando de mantener su paso, pero cada nuevo impulso amenazaba con romperla, le desollaba la cordura, la empujaba más hacia el borde del precipicio. Cuando, en el frenesí de la extraña danza, la vorágine la engulló, Ivaine hundió el rostro y los dientes en su hombro, rindiéndose al éxtasis liberador que se la llevó por delante. Él palpitó en su interior y se desbordó, apretándola contra sí hasta casi asfixiarla, aún invadiéndola con poderosas arremetidas. Le escuchó resollar y gruñir, sintió sus dientes en la carne, la tensión contenida en sus músculos mientras se vaciaba. Cuando el estremecimiento se detuvo, la mantuvo sujeta y le acarició el cabello, buscando la respiración entre sus labios.

Rodrith se arrodilló sobre el lecho del lago. Ivaine, desmadejada y aún temblando, se abrazó a él, negándose a moverse, manteniéndole dentro. Apoyó la mejilla en su hombro. Los dedos del sin’dorei le peinaron los cortos cabellos, y durante minutos enteros compartieron el silencio cargado de vida que sigue a los momentos de pasión.

- La próxima vez, duerme conmigo – murmuró ella, al fin, en un susurro íntimo y apenas audible. – Quizá así puedas dormir también tú. Sé que no lo haces.

- ¿Quieres regresar y dormir? – preguntó el sin’dorei, con la voz suave, vibrante y en un punto desafiante.

Ivaine reprimió una sonrisa contra su piel y arqueó la espalda en respuesta, oscilando lentamente sobre su regazo y contrayendo los músculos del vientre. Le oyó tomar aire y percibió cómo sus brazos se tensaban.

- No me pongas a prueba, elfo engreído – susurró la muchacha.

Era imposible olvidar. Ivaine sabía bien que nunca podría arrancar de su corazón, de su alma, los recuerdos de lo que había vivido y visto en el Cruce de Corin. Pero el fuego y la tormenta demostraron ser una buena manera de exorcizar las pesadillas, de invocar al sueño calmo. Aquella noche, bajo la luz de las estrellas, ante la atenta mirada de los búhos y con los tambores de los trol y el arrullo del agua al fondo, Ivaine y Rodrith consiguieron evadir sus preocupaciones durante algunas horas.

Las fuerzas eran más poderosas que cualquier otra cosa; incluso más que el miedo y el dolor.

martes, 5 de abril de 2011

Theod: Danza Macabra - Acto II: Dueto inevitable

A media noche, Ivaine entró, sola, en su tienda. Los médicos la habían revisado a fondo, su armadura destrozada estaba en el herrero y un batallón armado hasta los dientes había partido a recuperar los cadáveres de los caídos en el Cruce. Había tomado un baño de agua hervida en una tina de madera, dentro del pabellón de la enfermería. Ausente y agotada, vacía por dentro, no le había importado que la vieran desnuda hombres y mujeres. 

Las mantas enredadas ocupaban el centro de la carpa. Se arrodilló sobre ellas, rozando una arruga de lana con los dedos. De su cabello mojado y revuelto se desprendieron algunas gotas. Afuera seguía lloviendo.

Tomó aire y se rodeó el cuerpo con los brazos, balanceándose y manteniendo los ojos cerrados. Aquellas estaban siendo las peores horas de toda su vida. Desde que entraron en el Cruce, se sentía atrapada en una pesadilla de la que no podía escapar, y cada vez que despertaba sólo era para encontrar que el horror no había terminado, que aún faltaban golpes por caer.

Todos sus amigos habían muerto. Rodrith no estaba. Le habían encadenado fuera de los muros de la Capilla, en la parte de atrás del campamento. Mañana tendría que someterse a un juicio en el que sería condenado sin ninguna duda. Le imaginó allí dentro, con ella, tironeándose de los cabellos y vendándose las manos para empuñar mejor las armas, dándole consejos que ella no le pedía, hablando, o callado. Los ojos brillando en la oscuridad.

Una saeta de dolor agudo le atravesó la garganta.

- Lo he intentado - murmuró. De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas - Lo he intentado, pero no me han escuchado. Te lo juro. Lo he intentado.

Se inclinó hacia adelante, respirando profundamente para controlar las oleadas de angustia que iban y venían.

Lo había intentado, era verdad. Cuando se llevaron a Rodrith a rastras, tardó unos minutos en volver en sí. Entonces se había abierto paso a empujones, señalando a Theod con el dedo, gritando acusaciones, intentando poner palabras a la verdad. Eligor Albar la observó con curiosidad, y puede que por unos momentos hubiera considerado creerla, si el maldito perro desgraciado de su hermanastro no hubiera mantenido el tipo y se hubiera girado a explicarle al comandante que Ivaine, como muchos podían constatar, no estaba del todo en sus cabales. Además había sufrido una violenta conmoción y se encontraba todavía en estado de shock. Eligor Albar dio orden de que la llevaran a la enfermería, y cuando las manos de dos centinelas se cerraron en sus brazos, ella perdió toda esperanza y se dejó hacer.

No iba a conseguir probar nada. Su testimonio valía tanto como un montón de barro. Theod se había encargado de hacer correr en el campamento el rumor de que Ivaine estaba un poco loca; y para colmo, había documentos que podían considerarse evidencias acerca de un supuesto motín. Varhys y los demás habían intercambiado correspondencia en los días en los que propusieron a Rodrith que se hiciera con el mando. De alguna manera, Theod había encontrado las cartas y las había aportado, con gran pesar, como pruebas incriminatorias.

No podía salvar el honor de Rodrith Albagrana. No podía sacar de su engaño a la Orden del Alba Argenta. ¿Y qué futuro le esperaba ahora? Sus amigos estaban todos muertos, su amante iba a ser juzgado y condenado, puede que su pena fuera la expulsión; y eso como mínimo. Sólo le quedaba la lucha contra la plaga y Theod Samuelson, ese traidor, ese asqueroso asesino, como una sombra negra acechando constantemente sobre ella.

Y de repente, Ivaine sintió quebrarse algo dentro de sí.

¿Era eso todo cuanto le quedaba, de verdad? No, tenía que haber algo más. Algo más para ella. Algo más que la resignación, la oscuridad, la lucha hasta la muerte y el ansia de venganza no cumplida.  "¿De verdad voy a pasarme el resto de mis días así?", se preguntó, por primera vez. "¿De verdad voy a pasar lo que me queda de vida sólo con la sangre y el acero, solo con el rencor y la ira, siendo únicamente desgraciada?"

Recordó Cuna del Invierno. Volvieron a su mente todos los momentos felices, y fue consciente de que era exactamente eso lo que habían sido: momentos felices. Y recordó unas palabras que ella misma había pronunciado en una airada discusión que terminó de un modo mucho más agradable de lo que empezó.

"¿Quieres tú gobernar un reino desierto?", había exclamado ella entonces. "¿Quieres tú sentarte en un trono de espinas, ceñirte una corona de cenizas y sostener un cetro de sangre en las manos?"

Alzó el rostro, secándose las lágrimas. El fuego volvió a encenderse en su interior y le lamió las venas, prendió el calor en su corazón cuando encontró la respuesta y supo exactamente lo que iba a hacer. "Bajo la tormenta, en un trono de piedra", se dijo, sobrecogida por una súbita emoción. Volvió a sentirse fuerte.

- No - dijo, a la oscuridad, y miró de reojo a su espalda cuando sintió el aire frío del destino, negro, de nuevo silbar en su nuca. Una media sonrisa ácida le cruzó el rostro - Puedes seguir soplando todo lo que quieras. Vete al infierno. Iros todos al infierno.

Se puso en pie, salió de la tienda y se dirigió en silencio hacia la de Albagrana, en el otro extremo del campamento. Tenía que hacerle el equipaje.


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Minutos antes del amanecer, Ivaine Harren se acercó al poste que había detrás de la Capilla, cerca del cementerio. Normalmente se utilizaba para atar caballos o mulos. Aquella noche habían encadenado allí a un elfo. Había sido imposible contenerle de otra manera, y ya que insistía en comportarse como una bestia, los centinelas no habían tenido más remedio que tratarle como tal.

Había dejado de llover. El elfo estaba sentado, con la espalda pegada al poste y las manos encadenadas sobre las rodillas. Tenía la camisa y los pantalones sucios de barro, le habían despojado de la armadura y las insignias. El cabello le cubría el rostro, y no podía decirse si estaba dormido o despierto. Los dos centinelas que le vigilaban parecían cabecear a pocos metros, apoyados en las lanzas. Ivaine comprobó que no llevaban yelmo.

Cogió dos piedras pesadas del suelo, se echó las manos a la espalda y se acercó a los guardias, saludando y sonriendo.

- Vengo a hacer el relevo.

- ¿Qué relevo?

Abrió los brazos y estrelló los adoquines en las sienes de los dos centinelas con tanta fuerza que se desplomaron al momento. Luego las dejó caer. Estaban manchadas de sangre. Se inclinó y rebuscó con rapidez en sus cinturones hasta dar con las llaves de los grilletes. Se acercó al prisionero a la carrera, buscó la cerradura y soltó las cadenas.

- Elfo. Elfo, vamos.

Rodrith alzó el rostro. Los ojos brillantes habían perdido el resplandor, Ivaine se encontró con una mirada azul verdoso, perdida y desconfiada. Impaciente, le sujetó el rostro con las manos, le apartó el cabello con los dedos y le observó con fijeza, obligándole a prestarle atención.

- Rodrith, tienes que escapar - le apremió, en un susurro insistente - ¿Comprendes lo que te digo?

El elfo pareció volver en sí. Asintió y se puso en pie ágilmente, con un movimiento felino. Cuando se irguió, Ivaine se sorprendió de su gran envergadura aún sin los atavíos de combate, como si fuera la primera vez que se fijaba en ello. Quizá en realidad, en ese momento le parecía mas alto por algún motivo que se negaba a analizar. El primer rayo de sol se deslizó a través de las nubes pardas. Le emborronó la visión y creyó percibir un resplandor lejano, un brillo áureo, orlando su figura por un instante. Después, la ilusión se desvaneció.

- Necesito mis cosas - dijo él, echándose el pelo hacia atrás. Un elfo alto, decidido y atractivo, pero sin ninguna luz dorada alrededor ni apariencia de gigante. - Y tú vas a tener dificultades para explicar eso.

Señaló a los guardias inconscientes.

- Me las arreglaré - respondió ella, sacudiendo la mano - Venga, vamos. Tienes un caballo esperando y te he hecho el equipaje.

No se detuvo a esperar un agradecimiento ni a deleitarse en su mirada. Odiaba las despedidas, y aquella iba a odiarla especialmente. Se dirigió hacia el cementerio, seguida por los pasos pesados del sin'dorei. 

Tras los restos de la valla, el corcel esperaba. El elfo se adelantó en unas zancadas y abrió el petate que Ivaine le había preparado. Echó un vistazo rápido, luego cogió el jubón de cuero tachonado y la capa que ella había preparado para él sobre la silla de montar y los vistió. Se colgó la espada a la espalda y se recogió el cabello con un trozo de cuerda dispuesto a tal efecto junto a los arneses.

- Veo que no has olvidado nada - Luego la miró, con un brillo intenso en los ojos, e inclinó la cabeza en un gesto de severa gratitud - Estoy en deuda contigo. 

- No lo estás - dijo ella, haciéndole un gesto con la mano de nuevo - Lárgate, antes de que se despierten. 

Rodrith miró el caballo, miró el equipaje en el suelo y luego la miró a ella. Sus ojos se quedaron ahí, escrutándola. Parecía que estuviera esperando algo. ¿Qué quería, una maldita despedida romántica? Ivaine se obligó a no tragar saliva, le apremió de nuevo con el mismo ademán, endureciéndose por dentro y por fuera.

- Vete de una vez.

Rodrith arqueó la ceja con extrañeza.

- No voy a ir a ninguna parte sin tí.

Pronunció aquellas palabras como si fueran una obviedad, algo evidente como el amanecer. Y sin embargo, su efecto fue devastador. La sangre de Ivaine se convirtió en un torbellino desquiciado, empezaron a zumbarle los oídos y el corazón se le hinchó en el pecho hasta cortarle la respiración. Todos aquellos estúpidos síntomas le hacían odiarse a sí misma, al menos un poco. Pero cada vez menos. Buscó una excusa.

- No puedo - dijo ella, tragando saliva. - Quiero decir, sí que tenía pensado irme. Pero aún no, y no contigo.

Rodrith arqueó la ceja. Luego meneó la cabeza, se rió entre dientes y ajustó el petate sobre la grupa del corcel. Apoyó el pie en los estribos, se impulsó y montó. Acto seguido, le tendió la mano y la miró con aquellos ojos que no daban tregua.

- No quiero perderte. Y no lo voy a hacer. - La voz del elfo caía sobre ella a mazazos. Cada palabra era un golpe seco, pronunciada con la seguridad que dan las certezas. Las mismas certezas de las que Ivaine trataba de esconderse, él las empuñaba para acorralarla contra una realidad ineludible - Sube conmigo o tendremos una escena. Discutiremos, acabaremos peleando y esto se resolverá con un secuestro o con una ruptura. Y yo no voy a romper contigo ni a dejar que lo hagas tú, ni ahora ni nunca. Así que, por lo que más quieras, Harren: sube al jodido caballo y quédate conmigo.

Ivaine resolló, con los ojos abiertos como platos.

Era una humana y tenía dieciséis años. Todos sus amigos estaban muertos. Reinar bajo la tormenta, en un trono de piedra. "Qué demonios. Al infierno con todo". Resopló, miró alrededor, sacó las espadas de los cintos de los centinelas inconscientes y se las enganchó a su cinturón. También les robó una capa. Se acercó al corcel en dos zancadas y golpeó con desdén la mano tendida del sin'dorei.

- Ahórrate caballerosidades conmigo, elfo engreído - dijo, impulsándose en el estribo y montando delante suya, arrebatándole las riendas de las manos - Yo nací en Stromgarde. Voy a enseñarte cómo cabalgamos los señores de Arathor.

Rodrith se rió entre dientes. Ivaine espoleó al corcel y atravesó los campos muertos al galope, en dirección al noreste. Dejó atrás un pasado calcinado y su mirada se fijó en el horizonte de un futuro incierto, con el soplo oscuro de la fatalidad acariciándole los oídos y el aire fresco y límpido de la esperanza sobre el rostro. Ivaine siempre había vivido fluctuando entre ambas. Pero estaba dispuesta a esquivar la fatalidad y eludir el destino tanto tiempo como le fuera posible. Aún merecía la pena. Aún había cosas que merecían la pena.

Y si después de lo que había visto y vivido en los últimos días podía pensar así, es que la vida no era tan mala.

domingo, 3 de abril de 2011

Theod: Danza Macabra - Acto II: Nocturno Lacrimoso


La lluvia se había convertido en una cortina densa y parda. Apenas podía ver nada a través de ella. El hedor de la putrefacción se acentuaba alimentado por el agua, el suelo era una ciénaga de barro y hierbas muertas y viscosas hinchadas por el chaparrón sobre el cual las botas se escurrían. Ivaine había perdido todo sentido de la orientación y el tiempo hacía rato. Simplemente avanzaba. Había pasado un brazo alrededor de la cintura del sin'dorei y él le rodeaba los hombros con el suyo. En la otra mano, la pesada espada. En la de Ivaine, los restos del escudo, que alguien había dejado junto a ella.

Su cabeza era una bola de cristal rellena de falsa nieve. Cada vez que se movía, los pensamientos flotaban, revoloteaban y viajaban de abajo a arriba, de arriba a abajo. Los rostros de sus compañeros volvían a ella constantemente, el guiño de Varhys y los gritos desesperados de Berth. Era una pesadilla continua que se repetía una y otra vez mientras caminaba a zancadas hacia donde quiera que iban.

- ¿Sabes donde estamos?

Rodrith asintió con la cabeza. No había vuelto a hablar, y su semblante era de una severidad aterradora. Ivaine prestó atención a sus andares decididos y a la llama viva y furiosa que ardía en sus ojos, a la línea tensa de su mandíbula. No, Rodrith no se tambaleaba a duras penas abatido y en shock. El elfo tenía el aspecto de quien sabe a dónde va y lo que va a hacer.

Ivaine resbaló, él la levantó por el brazo casi con rudeza.

- No estás bien - murmuró ella.

No hubo respuesta. La mirada fija hacia adelante, la lluvia escurriéndose por los cabellos y la armadura. Ivaine suspiró y tragó saliva, decidiendo si dejarle en paz o no. Al fin y al cabo, cada uno lidiaba con el dolor a su manera. Pero al menos, una palabra.

- Por la Luz, Rodrith, dime algo. Háblame. Solo di cualquier cosa para que sepa que sigues aquí - dijo de nuevo.

Había querido que fuera una petición, pero su tono, su voz, siempre iban por su cuenta. Sonaba a orden seca. Ahora, sin embargo, parecía importar bien poco. El hecho es que el elfo reaccionó, y aunque no la miró, tuvo respuesta.

- ¿Ves esa loma? - señaló hacia adelante - La Capilla está detrás. Ya casi hemos llegado.

Ivaine asintió, conformándose con aquello, y apretó el paso. Caminaron, pisando el silencio embarrado. Sin soltarse el uno del otro, recorrieron los últimos pasos que les separaban del alto edificio de piedra, de los campamentos que lo rodeaban, hundiendo las botas en el dolor y la angustia, que se pegaba a sus pies y que, por mucho espacio que recorrieran, nunca conseguían dejar atrás. Vacía y arrasada como la Cicatriz Purulenta, Ivaine notaba el roce áspero del metal afilado en alguna parte de su alma, en los bordes de una grieta aullante y profunda, negra y fría como la pérdida, que ahora mismo parecía más poderosa que cualquier otro sentimiento que pudiera habitar en su corazón.

Y a pesar de todo, al ver los estandartes, éste le dio un vuelco. La oscuridad se había hecho más densa, la noche acechaba, pero los colores del Alba Argenta relucían, puros, entre el aire viciado y la lluvia sucia.

Resolló y agarró la mano del soldado Albagrana, dejando que las lágrimas volvieran a escurrirse por sus mejillas, mezclándose con la lluvia.

- Ahí está. Corre. ¡Corre!

Como volver a casa. El estandarte ondeaba, sucio, mojado, borroso. Tiró de él, resbalando y volviendo a recuperar el paso, intentando dilapidar los metros que faltaban hasta las tiendas blanquecinas agitadas por el viento y la torre de la Capilla, ahora visibles con claridad. "Estaremos a salvo. Podremos llorar las pérdidas, podremos hacer justicia con Theod. Quizá envíen un equipo de rescate para buscar los cadáveres de la pira. Tienen que ser enterrados en las criptas, con todos los demás. Oh, Luz Sagrada, estaremos a salvo. Ya no perderé nada más. A nadie más. Una vez crucemos el cerco no le perderé, a él no, no puedo perder a nadie más, no quiero quedarme sola, por favor, por favor, corre."

- Ya estamos aquí - jadeó, en cuanto cruzaron la primera línea de vigilancia. Los soldados les miraban, decían algo, pero Ivaine no les escuchaba - Hemos llegado, Rodrith.

Al verles llegar, varios hombres acudieron a recibirles. Ivaine, ajena a todo, cayó de rodillas, alzando el rostro al cielo y dando gracias a la Luz al tiempo que maldecía, confusa y aliviada. Ahí arriba, las nubes estaban apretadas como haces de humo denso. La lluvia era tan violenta que le hacía daño en la piel al caer sobre su rostro, pero tuvo la sensación de que también le lavaba. Durante un largo rato, se limitó a sentir la lluvia en el rostro y a flotar en aquel estado de alivio y catarsis. Sólo volvió la atención a la realidad cuando el revuelo que se había organizado a su alrededor se hizo demasiado intenso para ser ignorado. Se puso en pie con dificultad, ayudada por un joven de otro batallón, y observó a los cinco soldados que hablaban con el elfo, unos pasos delante suya.

- ¿Estás bien?

Apenas hizo caso al chico. Asintió con la cabeza. Algo no iba bien.

- ¡Eh! ¿Qué pasa? - gritó, intentando hacerse oír.

El grupo de enfrente no le hizo el menor caso. Los cinco soldados miraban a Rodrith, uno tendía la mano hacia él, como reclamándole algo. Rodrith parecía en guardia y ponía distancia entre él y los soldados, que llevaban las armas desenvainadas y estaban rodeándole de una manera poco amistosa. Luego le vio negar con la cabeza, y de repente, se le echaron encima. Comenzaron a forcejear.

"¿Qué demonios?"

Empujó al tipo que estaba sujetándola del brazo y se abalanzó hacia el grupo.

- ¡EH! ¡Parad! ¿Qué demonios estáis haciendo? - chilló, tirando de la capa de uno de ellos.

La ignoraron absolutamente, y por mucho que empujó, no fue capaz de abrirse hueco.

- ¡Colabora, maldita sea! - decía uno de los soldados

- Quitadle la espada. Es peligroso.

Rodrith espetó algo en su idioma y propinó un codazo a la primera cara que tuvo cerca. Alguien se quejó. Los ojos del elfo relampaguearon y mostró los dientes, como un animal defendiéndose. Su rugido se elevó por encima del entrechocar de las armaduras y las órdenes confusas de los guardias.

- ¡Quitadme las manos de encima!

- ¡Prendedle de una vez! - bramó entonces una voz autoritaria.

Ivaine, desconcertada, alzó la mirada hacia las escaleras de la Capilla. Theod Samuelson estaba allí, junto con el comandante Eligor Albar, quien había dado la orden. El caballero llevaba puesta la armadura de metal y cuero de los Inquisidores, con el rostro cubierto por una máscara, grandes hombreras ornamentadas y una toga monacal tachonada con láminas de acero bendecido y tres veces consagrado. Intentó comprender qué estaba sucediendo, mientras el corazón le galopaba como un loco en el pecho. Miró alrededor y observó cómo arrastraban a Rodrith hacia las escaleras. Le habían quitado la espada y estaba sangrando por la nariz. Le tenían cogido de los brazos y colgaba como una enorme presa en manos de los cazadores. Impulsivamente, se arrojó hacia adelante para ir a su lado, pero una mano rígida la cogió del brazo.

- Quieta. Quédate aquí, es peligroso - murmuró el joven que la había ayudado a levantarse del suelo.

- ¿Qué tonterías dices?

No es que no fuera verdad, a su manera. Ivaine intentó explicar algo, pero no fue capaz. Agotada, confusa y al borde del colapso, contempló la grotesca escena que estaba teniendo lugar en las escaleras de la capilla con completa impotencia. Eligor Albar descendió cada uno de los peldaños y se situó frente al detenido. Los ojos de Rodrith seguían teniendo la misma expresión, aún mantenía los dientes apretados. Animal acorralado.

- Rodrith Albagrana - dijo entonces el Comandante - Has sido acusado por tu superior de desobediencia, amotinamiento, desacato a la autoridad e intento de asesinato. ¿Dónde está el resto de tu división?

Hubo un silencio sepulcral. Ivaine sintió que la sangre le huía del rostro y el estómago se le volvía del revés. La voz del sin'dorei tardó un rato en hacerse escuchar, y cuando lo hizo, fue un gruñido rasposo y amenazador.

- Todos muertos.

Ivaine alzó la mirada hacia Theod Samuelson. El fuego estalló en su pecho, y un odio visceral, más poderoso que todo cuanto había sentido jamás, empezó a abrasarla por dentro hasta casi marearla. La voz de Eligor Albar le pareció lejana cuando volvió a escucharle hablar.

- Hay testimonios contra ti, y documentos de correspondencia entre tus compañeros que confirman esta acusación. Así pues, quedas expulsado del Alba Argenta, y serás juzgado por tus crímenes. Has deshonrado a tu división, a esta institución y a los ideales que representa. Aguardarás veredicto en el exterior.

El Comandante desenvainó una daga y rasgó el tabardo del elfo. Ivaine aguantó un estremecimiento y volvieron a llenársele los ojos de lágrimas. Quería moverse pero no era capaz. Paralizada, con el rostro desencajado, contempló como llevaban al elfo hacia el lateral del edificio. Rodrith ofreció una resistencia leve al principio, pero después comenzó a revolverse como un animal salvaje. Cuando le escuchó gritar con un nuevo rugido, desgarrador, lleno de ira y desesperación, se tapó los oídos y agachó la cabeza.

El corazón se le partió por la mitad como una manzana y cayó, destrozado, al barro.

Las nubes se apartaron cuando el viento arreció. Dos estrellas tímidas saludaron desde un jirón de cielo negro, antes de que la bruma volviera a engullirlas.