miércoles, 30 de septiembre de 2009

VIII - El sin'dorei (II)


Ivaine observaba, con los ojos muy abiertos, como si fuera la espectadora de un suceso excepcional. Había visto a los elfos nobles mucho antes de conocer a Albagrana, cuando aún era una niña y los escasos viajeros del antiguo pueblo eran recibidos con asombro y cierto temor en Stormgarde. Solo de oídas había conocido los crueles sucesos que se vivieron durante el ataque de la Plaga, mientras ella permanecía en el caserón de los Samuelso
n, a salvo de aquel mal que se disponía a combatir en las filas del Alba Argenta. El reino de los elfos, que imaginaba lejano y muy raro, había sido arrasado, su pueblo se había convertido en enemigo de los hombres, habían cambiado su nombre y se alimentaban de niños y de sangre de demonio para recuperar su magia. Hasta ahí llegaban sus conocimientos.



Por eso, la escena que estaba presenciando le parecía extraña y asombrosa. Se mantuvo a distancia, mirando, mientras  el elfo abría los dedos sobre la pequeña pila y un hilo de luz azulada recorría sus palmas, disolviéndose al entrar en su piel. Él suspiró quedamente y entrecerró los ojos, que brillaban intensamente ahora, echando la cabeza hacia atrás en un gesto de absoluto placer largamente pospuesto. Ivaine se estremeció un instante, quizá con asco o puede que a causa de la expresión extasiada del soldado, cuyos cabellos ondearon suavemente con la energía que se arremolinaba en torno a sí. Le pareció verle esbozar una breve sonrisa maliciosa antes de apartar las manos y quedarse mirando la poza, lamiéndose los labios. 

Había un deseo subyacente en él y la muchacha podía percibirlo en la mano trémula que quería acercarse de nuevo al recipiente de piedra, el leve temblor de los dedos. “Cogerlo todo, absorber todo ese poder para cerrar una herida que sólo se abrirá más hasta destruirle. Los sin’dorei son así. Son adictos. Siempre quieren más y nunca están satisfechos, eso son, ¿no es verdad?” Una parte de sí misma lo comprendía más profundamente de lo que su razón acertaba a elucubrar, y sin embargo, lo sentía como si estuviera viviéndolo en su propia piel, en su propia alma.

Entonces, con un gruñido insatisfecho, Albagrana levantó la mano y crispó los dedos de nuevo para absorber más, más, la dulce magia, deliciosa magia. Antes de darse cuenta, Ivaine estaba allí y le agarró de la muñeca.

- Vámonos – exhortó con firmeza.

“¿Qué coño hago? Déjale que reviente. ¿Tu que sabes de todo esto? No tienes ni idea de lo que haces, Ivaine. Te pondrás en ridículo otra vez.”

La mirada volvió a ella y la observó con extrañeza, con cierta ansiedad. Ella crispó los dedos y tiró de él.

- Venga. Ya has hecho lo que tenías que hacer. – le vio lamerse los labios, mirar la poza, lamerse los labios de nuevo. – Vamos, tengo prisa. Me estoy meando y yo no puedo hacerlo aquí.
- ¿qué… de qué hablas…? – murmuró el elfo con voz pastosa.
- Vamos, Albagrana. Volvamos ya. A insultarnos como antes. Todo el camino de vuelta. He estado pensando cientos de insultos para decirte – prosiguió, parloteando aceleradamente, tratando de apartar la atención del sin’dorei de la fuente de poder. – Por ejemplo, engreído asqueroso.
- ¿Engreído asqueroso?

Había movido un pie y la observaba con la ceja arqueada, aun con la mirada algo perdida, así que no se detuvo y siguió tirando de su muñeca, tirando y tirando, guiándole un paso tras otro mientras volvían al camino. Habló sin cesar, le fustigó con puyas ingeniosas y se dirigió a él con desdén, hasta que el elfo dejó de volver la vista atrás y se soltó de sus dedos con un movimiento sutil.

- … y llegaste con esos aires…”Soy los refuerzos” – decía ella, echándose el pelo hacia atrás. - ¿Por qué eres siempre tan gilipollas?
- La respuesta más sencilla es que soy un gilipollas.

Ivaine reprimió una sonrisa. Era la primera vez que él respondía desde que se habían alejado de las ruinas.

- Desde luego que lo eres, no tengo ninguna duda al respecto.
- Si preguntas que por qué soy siempre tan gilipollas, es que crees que puedo ser de otra manera.
- No, en realidad no – dijo, echándose la capa por delante. “Sí, en realidad sí. He mirado a través de tus tormentas”, se dijo. Inmediatamente se rectificó a si misma. – La pregunta es… ¿Siempre has sido así de gilipollas o has tenido que entrenarte?

El elfo la sujetó un instante por el brazo y la apartó, señalando un montoncito de nieve vagamente. Ivaine imaginó que debajo había otro agujero, y su gesto le hizo sentirse incómoda.

- Hasta ahora había sido autodidacta, pero quizá te pida que me instruyas. Se te ve con experiencia.
- Para nada. Has superado mis capacidades sólo a lo largo de este tiempo.- replicó ella, mordiéndose el labio con cierta confusión.

“No he venido a esto”, se reprochó a sí misma. “No debería divertirme con esto. Odio a este tipo, ¿no?” Su mente no contestó.

- No mientas, sé que aún no has demostrado todo tu potencial.
- En esto sí te dejaré ganar.


Continuaron caminando hasta llegar a Vista Eterna, discutiendo apaciblemente, si es que eso es posible, pero a ella se lo parecía. Cuando entraron a la posada, Ivaine se sentó al lado de Berth y le cogió la mano fofa, hablándole con tranquilidad, diciéndole que se recuperaría y que todo iba a salir bien. Albagrana se retiró a un rincón y se envolvió en la capa, cerrando los ojos. Ella no volvió a mirarle mas que un par de veces hasta que quedó dormida.

Desde aquel día, no dejó de seguir al elfo a la poza de magia cada vez que iba hacia allí. Nunca supo si él era consciente o no de que ella caminaba tras sus pasos en aquellas noches de invierno, pero tenía la sensación, en algún lugar recóndito de su corazón, de que él lo sabía. Porque nunca más volvió a dudar al apartar la mano del poder chispeante y tentador que fulguraba sobre la piedra.

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