viernes, 11 de febrero de 2011

El Cruce de Corin (IV)

No terminó.

Abrió los ojos cuando una lluvia helada le escupió a la cara. En las Tierras de la Peste la lluvia era sucia, como barro ponzoñoso y maloliente, a veces templada y pringosa, otras, como esta, gélida y cortante. El cielo seguía cerrado, aún estaba oscuro, y había un silencio sepulcral. Y a Ivaine le dolía todo el cuerpo.

No le costó recordar donde estaba ni lo que había sucedido. Las imágenes cayeron sobre ella al mismo tiempo que la lluvia, como martillos de acero golpeándole el alma, quebrándola. Cuando se incorporó a medias, las lágrimas le corrían por las mejillas.

- Theod... maldito seas - murmuró, en un gemido entrecortado. Echó un vistazo en torno a sí, abrazándose las rodillas y aguantando la náusea en el estómago.

Estaba en una zanja. No había allí más criaturas que las larvas hinchadas que pasaban de vez en cuando por su campo de visión, arrastrándose y dejando un rastro de moco turbio sobre la hierba muerta. "La cicatriz", comprendió, volviendo los ojos hacia los rebordes del barranco, que se abrían más arriba. Se giró torpemente para levantarse y vio la figura tendida a su lado. Una nueva tragedia le golpeó. Las lágrimas se volvieron más calientes, el dolor más punzante, quemaba.

- Vanya...

Apretó los dientes y rozó los cabellos dorados, sucios, con una mano temblorosa. La garganta se le cerró mientras se sacaba los guantes a tirones, hecha un mar de lágrimas, con el rostro manchado de sangre, tierra y sudor. Buscó el pulso del sin'dorei bajo la mandíbula, y el corazón se le animó en el pecho al percibir el suave latido, lejano, luchando por no ceder. Al moverle, una piedra púrpura, brillante, rodó desde la mano del elfo yaciente.

Ivaine la miró un momento. El último regalo de Derlen Elickatos. Le recordó, inclinado sobre Albagrana, interponiéndose entre él y los monstruos cuando el sin'dorei cayó. Recordó también otras cosas. Fogonazos entre la inconsciencia. "No permitiremos que todo se pierda", la voz de Hetmar, sus manos agarrándola de los brazos arrastrándola. "Alguien tiene que cumplir nuestras promesas". Las palabras del Eredun, cuando Derlen se recortó como una figura solitaria. La llamarada de una alta pira.
Rompió la piedra de alma en la mano del elfo, conteniendo los sollozos.

- Vuelve... cuando ya no queda nada, regresa, regresa tú... - ordenó, aunque en su interior era una súplica desesperada, un grito de socorro, buscando un asidero.

La piedra se deshizo en una nube violácea entre los dedos de Rodrith. Un destello dorado brilló en la palma, se desvaneció y entonces él se tensó, tomando aire como un ahogado. Cuando abrió los ojos, Ivaine se abandonó al llanto, dejándose caer sobre su pecho.

Había luchado. Era un soldado del Alba Argenta, sí, y era fuerte, muy fuerte, como su madre Sarah había esperado siempre de ella. Pero su fuerza no la protegía del dolor de las pérdidas, de la angustia de los horrores presenciados, del atroz sufrimiento que le provocaba la impotencia. Habían muerto, habían muerto horriblemente, todos, y no había podido defenderlos. El escudo no había estado a la altura. Se había perdido, lo más dorado, lo más valioso. La risa de Shalia, la inocencia de Berth, la lealtad de Astafirme, la fe resplandeciente de Boddli, las canciones de Gunther Arristan, la sencillez de Hetmar, la sabiduría extraña y ancestral de Helki, la presencia desapercibida de Varhys Nyghard, la mirada triste de Derlen. Habían caído todos. La Plaga se los había llevado.

Ivaine sólo tenía dieciséis años, y fue repentinamente consciente de su fragilidad. Ella, que no había llorado a su madre. No había derramado lágrimas por la muerte de Sarah Harren casi un año atrás, y ahora parecía incapaz de detener el torrente que se precipitaba por sus mejillas al pensar en cada uno de sus compañeros.

- Berth... oh, dioses - sollozó, aferrada a la pechera de Albagrana, que se esforzaba en encontrar un ritmo para su respiración y retomar contacto con el mundo que le rodeaba.

Un brazo pesado cayó sobre la espalda de Ivaine y la estrechó con vehemencia.

- Carandil... - Rodrith tosió, su voz apenas era un murmullo grave - Im harnannen...

Ivaine asintió, alzando la mirada hacia él. Se limpió los ojos a manotazos.

- Si, estás herido... los nigromantes te alcanzaron con la Sombra - respondió, sorbiendo la nariz y sujetándole el rostro con los dedos - Derlen te... resguardó tu alma en una piedra.

El sin'dorei asintió. Tenía los ojos vidriosos y el rostro blanco como la cera, la mirada fija en la nada. Ivaine apretó los labios, inquieta y expectante, observando cómo en las pupilas de Albagrana iba creciendo una llama viva y furiosa, percibiendo la progresiva tensión en los músculos. Le vio apretar los dientes hasta que rechinaron. "No, él no llorará", comprendió enseguida.

- ¿Solo quedamos nosotros?

La voz del sin'dorei, áspera y rasposa como un cuchillo de piedra, despertó entonces en Ivaine algo diferente a la angustia y la tristeza que la asolaban por sus propias pérdidas. Un sentimiento que conocía poco: la compasión. Le miró, rozándole la mejilla con los dedos.

- Eso creo... pero podemos echar un vistazo desde lejos.

"Él no llorará... dioses, se destrozará. Le está destrozando por dentro. Como una serpiente mordiéndole las entrañas a dentelladas", pensó, incorporándose con toda la entereza que fue capaz de reunir. Le tendió la mano, sin mirarle, y sorprendentemente, el elfo la aceptó, apoyándose en ella para levantarse a duras penas. Luego se quedó apoyado en la pared un largo rato, con la cabeza gacha. Ivaine hizo otro tanto, a su lado, mientras la lluvia repiqueteaba en las armaduras y les empapaba los cabellos sucios.

- Deberíamos intentar...

Las palabras se quedaron ahí, flotando, sin completarse. Ivaine, tragando saliva a través de los espinos de su garganta, terminó la frase de su amante lo mejor que pudo, con lo único que encajaba y que no era una locura.

- Regresar a la capilla. ¿Puedes andar?
- Si... si, puedo andar.
- Entonces vamos. Tienen que atenderte los médicos.
- Te sangra la cabeza, Harren... Ivaine. Tienes... tienes heridas en la cara.

Ella le miró. Se llevó los dedos a la sien. Luego asintió.

- No es nada - dijo, tirando de un jirón de la capa destrozada para improvisar una venda - alguien me golpeó y quedé inconsciente.

Recordó que se había arañado el rostro en algún momento. Dioses, al menos él estaba vivo. No podía ni imaginar... era incapaz de imaginar lo que supondría lo contrario. De hecho, lo había creído. De hecho, se había rendido al verle caer. De hecho, sabía que jamás podría soportarlo si ocurría, por eso se había abierto la piel con las uñas, suplicando el fin, cualquiera, solo el fin. Pero eso no iba a decírselo.

Se anudó el trapo a la cabeza lo mejor que pudo, manteniendo su mirada. Leyó en ella, y vio que estaba cargada de ira, de rabia ciega. Pero detrás de esa primera cortina, también había abandono y desesperación, culpa y responsabilidad. Y dolor. La mirada del elfo era una verdadera carga sobre la suya, no podía imaginar cuán pesada debía sentirse su alma en aquel momento. La angustia se anudó con más fuerza en su garganta, como el nudo corredizo de una soga. Las lágrimas volvieron a quemarle los ojos. Al menos él estaba vivo. Pero a qué precio.

- Lo hice lo mejor que pude - dijo ella - He fallado.
- No digas nada - dijo él, meneando la cabeza - No empecemos con eso o... vámonos. Vámonos. Theod Samuelson tiene que pagar.
- Nunca nos iremos - murmuró Ivaine.

Rodrith asintió. Levantó la mano y le limpió las lágrimas con los dedos desnudos.

- No... hay una parte que se queda aquí, Ivaine - respondió, en tono bajo y grave - no podemos huir. Ninguno. Pero hay que seguir.

Aquellas últimas palabras le despertaron una llama en el corazón. Hay que seguir. Él no se rendía nunca. Buscó su fuerza para continuar, mientras intentaba ofrecerle la suya para soportar las cargas, cualquiera que fuese su peso terrible, tendiéndole la mano. El elfo la cogió, finalmente, y la apretó con fuerza. Echó a andar, sin mirar atrás, e Ivaine caminó con él, pero ella sí volvió la cabeza.

Miró atrás, y vio una columna de humo que aún se levantaba, fina y gris. Recordó a Derlen, una visión entre la inconsciencia. Le recordó, haciendo llover el fuego sobre los camaradas muertos y los enemigos que los asediaban, incinerando los cadáveres para impedir que fueran torturados y levantados. El brujo. El brujo había salvado muchas almas ese día, y eso, al menos, le arrancó un suspiro de alivio entre tanto horror.

Se alejaron, trepando por la abultada fachada de la Cicatriz, cogidos de la mano y apoyándose en el otro cuando se tambaleaban. Rodrith arrastraba aún la espada. Ivaine conservaba la suya, aunque no tenía escudo. El Destino, de alas negras y frías, revoloteó y se alejó sobrevolando el campo de batalla, hasta que llegara su hora.

El Cruce de Corin (III)

"¿No puedo escapar de mi destino?"

Mientras corría, Ivaine mantenía los ojos fijos en el frente. No parecía pesarle el escudo, la gruesa placa de acero que empujaba delante suya. Tampoco las botas ni la armadura. En aquella carrera hacia la aldea desvencijada, sus sentidos se habían convertido en vorágines en las que no quedaba espacio para el cansancio, el dolor o la queja. Le pitaban los oídos, creía escuchar un fragor tormentoso en ellos, interrumpido por los pasos, pesados algunos y otros más ligeros, de sus compañeros, el estruendo de metal y el sonido infatigable del cuerno.

Escapar del destino. El soplo gélido parecía alcanzarla incluso debajo de la armadura. Respiraba en su nuca. Una alimaña helada esperando el momento de hincarle el diente, una corazonada oscura y fatal. Gruñó, intentando despojarse de la sensación y apretó el paso. En el caos desatado por Theod, Rodrith y tres soldados más ya habían llegado junto a él, y trataban de hacer frente a la inmunda abominación. Eso estaba mal. Ella era el escudo.

Y llegó a tiempo. Saltó hacia adelante justo en el momento preciso, empujando con el pavés un garfio atroz que se precipitaba hacia el grupo. Desvió la trayectoria con un grito sordo, y el gancho se estrelló en la tierra.

- ¡Vamos! ¡Vamos! - Exclamó Albagrana - Aún podemos volver atrás.

El viento había arreciado. Los edificios de madera podrida crujían, silbaban cuando el aire cruzaba a través de las rendijas oscuras. El cielo se oscureció y la abominación les miró con los ojos macilentos, desorbitados, inyectados en sangre. Las vísceras le colgaban hasta el suelo, y la grotesca boca se abrió para exhalar el fétido aliento y un sonido burbujeante. Alzó la mano en la que empuñaba el gigantesco cuchillo y tiró de la cadena con la otra, arrastrando el garfio.

- ¡Theod! Por la Luz - suplicaba Boddli - aún podemos volver. Vamos antes de que nos cierren el paso.
- Ya está cerrado - replicó Derlen, pausadamente. La capucha le llegaba hasta la nariz. Ivaine les veía a todos a través de la celada, como al otro lado de una ventana. Era una sensación extraña, que la hacía sentirse lejos. - El cuerno no sólo nos ha traído a nosotros.
- Vamos a luchar y a obtener gloria. Aunque sea lo último que hagamos - dijo Theod, en un susurro venenoso.

"Imbécil". Ivaine le apartó de un empujón para protegerle del hachazo que descendía sobre él interponiendo el escudo. El golpe la hizo trastabillar hacia atrás y le arrancó un gemido, el escudo vibró y su brazo pareció adormecerse con la fuerza del impacto. Apenas escuchaba las órdenes, pero no eran para ella. Ella sólo miraba a la enorme mole de carne, que ahora estaba alzando el garfio y haciéndolo girar sobre su cabeza.

- ¡Cuidado!
- Atrás, atrás.
- ¡Fuego, Nyghard, maldita sea! - un bramido furioso - ¡Haz arder los accesos o estamos perdidos!

Un grito se alzó. Ivaine giró la cabeza. Sabía que había más de los que ella veía, pero el yelmo no le permitía una visión global. Al volverse a medias, el corazón se le subió a la garganta. 

La banshee llamaba, con los brazos abiertos y el rostro alzado hacia el cielo opaco. Las nubes amarillentas se habían cerrado en el firmamento, la luz apenas era una broma de mal gusto, una penumbra sucia. Ellos estaban justo en el centro de la plaza. Hetmar y Shalia se habían encaramado a la fuente. La druida, con el semblante tranquilo, mantenía las manos unidas y murmuraba por lo bajo, despertando el poder de la Naturaleza para protegerles. El cazador disparaba flechas rápidas a los necrófagos y los guardianes esqueléticos que asomaban por las cuatro calles, entre los edificios, desde detrás del ayuntamiento... en una oleada que parecía interminable.

El fuego del mago estalló en la izquierda, haciendo estallar en llamaradas a un grupo de zombis. El mandoble de Rodrith golpeaba la carne abultada de la abominación y Berth, junto a él, atacaba con saña. Boddli y Arristan estaban ocupándose de la retaguardia.

Ella solo usaba el escudo. Protegía a sus compañeros, atenta, moviéndose como una ardilla para cerrar esta brecha o defender contra este golpe, sin pensar en que estaban rodeados, sin pensar en que no había esperanza.

- ¡La Luz nos guarda! - gritó entonces el paladín enano, y un haz de resplandor dorado golpeó en todas direcciones - ¡La Luz nos guarda!
- ¡Nos guarda! - Exclamó Berth a su vez, descargando un golpe con la espada. Su rostro era severo y apretaba los dientes. 

"Escapar de mi destino. Ojalá volviera a estar en las nieves, mirando al cielo, con la canción, las manos, el abrigo cálido, las aves blancas y las ramas de los árboles"

La abominación se tambaleó y cayó al suelo.

- ¡Lo hemos conseguido!

Su lugar fue rápidamente ocupado por un guardia esquelético armado con una cimitarra, que hirió a Helki en un brazo. El trol lanzó un grito bárbaro y agitó las dagas, acuchillando el aire. Una nueva oleada de fuego estalló.

- Cerrad en retaguardia. Ahi vienen los nigromantes. ¿Podéis encargaros vosotros dos?

Un brazo de carne descompuesta cayó frente a ella. Golpeó con el escudo en la boca al necrófago que intentaba morderla. Un exorcismo le fundió las vísceras, haciéndole chorrear algo espeso y negro por los ojos y las narices, y la criatura cayó al suelo, inanimada. Y entonces alguien la empujó y escuchó el canto suave de la luz invocada.

Lo vio por un momento. Theod, cubriéndose con el escudo divino y envainando la espada, limpia, que no había usado. Él y Rodrith seguían sobre sus monturas. Y el capitán Samuelson no dudó en usarla. Le hincó las espuelas en los flancos y obligó al caballo a saltar por encima de la fila de esqueletos, partiendo al galope por el camino principal. Ni siquiera les dedicó una mirada.

"No me lo puedo creer. Sucio cabrón"

- ¡¡¡THEOD!!! - gritó, fuera de sí. Una lengua de llamas la lamió por dentro. La rabia desbocada. Una ira tan intensa que creyó que estallaría como un volcán. - Le mataré. Le mataré. Maldito sea.

Tuvo que apartar la cabeza de ese pensamiento. Otra abominación había llegado. Se giró para colocarse en posición defensiva. "Maldita sea, maldito, maldita sea, demonios". 

- Rodrith. Rodrith. Vamos - dijo con voz clara Derlen, el brujo, pocos pasos por detrás de ella - Ahora estás al mando completamente. Solo te tenemos a ti, ¿entiendes?

Albagrana había bajado la gran espada. Estaba mirando a lo lejos la figura que huía, con el semblante pálido y una mirada incrédula, como si de pronto le hubieran despertado arrojándole un cubo de agua por encima.

- ¡Elfo engreído! Por todos los dioses, te necesitamos ya - insistió Ivaine, repartiendo golpes y tratando de mantenerse firme en el suelo. Un geist se había enganchado al borde del escudo y lo golpeaba con los pies para hacerla caer. - ¡Rodrith!

El sin'dorei parpadeó. Apretó los dientes y, tirando de las riendas del corcel, volvió al combate con un brío renovado.

- Intentemos abrirnos paso hacia el Norte. Es el camino mas corto. ¡Vamos! Ivaine, delante. Shalia, mantenla segura. Nosotros...

El grito de Helki interrumpió sus palabras. Ivaine apenas se volvió. Al trol le había crecido una aleta roja y rezumante en la espalda. Pronto comprendió que era el filo de la cimitarra que le atravesaba. "No, no, no. Mierda".

- ¡Agárralo! No lo dejéis ahí.
- ¡Vamos! Ahora.

Ivaine asintió y se precipitó hacia el camino. Entonces algo estalló. Una sombra fría y cortante, que reventó en medio de la guarnición, golpeando de lleno al mago, que salió precipitado hacia atrás. No llegó a tocar el suelo. Las garras ávidas de los necrófagos le agarraron de la toga, le robaron el bastón, le apartaron la capucha del rostro.

- ¡NO ROMPÁIS FILAS! ¡Manteneos unidos detrás de Harren!

Las espadas golpearon, intentando recuperar a Varhys Nyghard de las manos de los enemigos, que se amontonaban a su alrededor, haciéndole jirones la toga y buscándole con los dientes. Ivaine nunca había hablado demasiado con él. Ahora, por primera vez, se fijaba en la elegancia de sus facciones aristocráticas, en que tenía el cabello rubio, muy hermoso. Y el mago les guiñó el ojo y les sonrió, calmado y tranquilo. 

- Alejaos, hermanos. Ha sido un honor. - Luego invocó - Rûnya astheron gadh...

Las llamas lamieron los restos de sus ropajes. Se inflamaron con rapidez. Ivaine ahogó un gruñido desesperado.

- Moveos, vamos - insistió Derlen

Varhys Nyghard se convirtió en una antorcha viva, una llamarada de brazos abiertos que ahora rodeaba con ellos los hombros de dos necrófagos, como si fueran sus amigos del alma, y finalmente, estalló en un fogonazo que dejó cadáveres ardiendo y humeando alrededor suya.

- Se han quedado atrás.

No había tiempo de llorar pérdidas. Ivaine observaba a través de la celada aquella irrealidad, aquello que no podía estar pasando pero que sabía que estaba pasando, aquel absoluto y completo desastre que, de alguna manera, ya había previsto. El fogonazo de sombras de los cultores había dividido al grupo.

Berth, Derlen y ella estaban solos, a pocos metros de un camino despejado. Solo tres esqueletos se interponían entre ellos y la libertad, y la vida, y una oportunidad. Y una esperanza.

Detrás, un grupo de esqueletos reanimados por los nigromantes, les separaban de sus compañeros. Se habían abalanzado en medio de la fila tras la explosión de Varhys. El tauren, Boddli, Hetmar Grossen, Gunther Arristan, Shalia Nocheclara y Rodrith Albagrana habían quedado atrás. El elfo estaba manchado de sangre negra, alzaba la pesada hoja y la descargaba, con los ojos inflamados de una llama salvaje que Ivaine reconocía bien y los dientes apretados, como un animal salvaje. Cuando les atisbó con una mirada de reojo, entre la turba de criaturas abyectas que les rodeaban, Ivaine supo lo que iba a decir. Por eso negó antes de escuchar su voz clara alzarse por encima del sonido del metal y los chisporroteos de la luz.

- ¡Marchaos!
- ¿Qué? ¡No! - gritó Berth.
- ¡Es una orden! ¡Id, ahora! ¡A la capilla!

La figura del sin'dorei desapareció por un momento, cuando el corcel relinchó, se puso a dos patas y cayó. 

"Dioses, no sé si creo en vosotros"

La cabeza de la yegua volvió a aparecer. El animal no estaba dispuesto a no presentar batalla. Coceaba y pateaba alrededor, despegándose a las bestias caníbales que hincaban los dientes en su cuerpo, brincando y cabeceando. Salió al galope hacia el otro lado y arrastró consigo a un buen grupo de zombis. A medida que la batalla avanzaba, habían acudido como moscas a la miel, atraídos quizá por el cuerno, por el grito de la Banshee o por el olor de la sangre. Pero ahora ellos eran islas en una marea de cuerpos reanimados, de zombis hambrientos, de monstruos macabros y cultores sin alma que les rodeaban por completo. Salvo a ellos tres.

"No sé si existís... nunca os he visto. Nunca me habéis prestado la menor atención. Maldita sea, ¿es que no os importa nada? ¿Quién puede permitir algo así? ¿Quién puede?"

- ¡Es una maldita orden!
- ¡No!

Berth salió corriendo hacia ellos. Ivaine alargó la mano para detenerle, pero solo rozó aire. El chico era valiente, y ahora sí era un guerrero. Llevaba la espada en alto, levantada, dispuesta a asestar otro golpe mortal, cuando de repente, cayó al suelo, como abatido por un rayo.

- ¡Berth!

Una gruesa cadena le había alcanzado. El chico se tambaleó y se arrodilló, llevándose la mano al vientre.

"No sé si existís. Pero por vuestro bien, espero que no. Os juro que vais a pagar por esto, hijos de puta. Ningún dios permite algo así. Se está apagando lo más brillante que existe, se está apagando todo. Nunca os perdonaré"

- ¡Erasus thar no darador!

Ivaine reconoció su propio grito. El grito de la desesperación. Todo había terminado. Se abalanzó hacia el resto de sus compañeros, con el escudo por delante, presta a defender lo que quedara de ellos.

La cadena arrastró a Berth, mientras alargaba la mano y miraba con desesperación hacia el capitán. Como si esperase que pudiera salvarle de algo, a pesar de que dos filas apretadas de enemigos ya se interponían entre ellos.

- ¡Ayúdame! ¡No me dejéis! - gritaba, aún aferrando la espada. El extremo del garfio le salía por el costado - Duele mucho. ¡Me duele! Me due...

Su figura desapareció bajo un enjambre de necrófagos.

Una banshee estranguló el corazón de Shalia Nocheclara. Su cabello blanco se embarró cuando cayó al suelo, con los ojos plateados cerrándose tras haber perdido su resplandor, envuelta en una nube de sombras púrpuras. Astafirme, el tauren, alzó su cadáver sobre sus hombros para apartar el cuerpo de la hermosa druida kaldorei de las garras y los dientes de los necrófagos. 

Nadie pudo derribar al tauren. Murió de pie, apoyado en la fuente, atravesado por las espadas de seis guardianes de huesos.

Un golpe oblicuo de una abominación arrancó el escudo del brazo de Ivaine. 

- Estúpidos. Sois incapaces de obedecer una jodida orden sencilla.

Rodrith escupió el reproche inoportuno mientras cortaba la cabeza de un cultor, jadeando. Estaba rodeado de cadáveres, amigos y enemigos. Fue lo último que dijo antes de que una bola de sombras le impactara en el pecho y le hiciera caer hacia atrás, golpeándose contra la fuente de mármol y sacudiendo la cabeza después para volver en sí.

- ¿Qué co...?

Tres hechizos más estallaron sobre él, arrancando chispas a la armadura. Rodrith tosió sangre, y los ojos brillantes se cerraron, aun con los dedos crispados sobre la empuñadura, aún intentando incorporarse. 

"Que termine ya", rogó Ivaine, incapaz de soportarlo por más tiempo. "Que termine ya". Derlen, Arristan y Hetmar aún estaban en pie. El brujo, inclinado sobre el capitán Albagrana, intentando mantenerle apartado de los esbirros de la Plaga. Boddli había sido separado de ellos, se veía la Luz de sus invocaciones estallar a lo lejos.

La muchacha se sacó el yelmo, arrojándolo al suelo. Tiró la espada. Un frío gélido se extendía en su corazón, le helaba la sangre en las venas. No había luz. No había vida. No había nada. Miró hacia el firmamento sin sol, desamparada, sola, incapaz de enfrentarse al dolor, a la derrota, a aquel destino atroz. Que soplaba en su nuca, frío y oscuro.

- Que termine ya. Que termine ya. ¡QUE TERMINE YAAAAA! - gritó, arañándose el rostro.

Y los dioses la escucharon. De repente, todo se emborronó. El suelo corrió a su encuentro, todo se volvió negro y se sintió caer, caer, caer.