viernes, 28 de enero de 2011

XXXII - El Cruce de Corin (II)

Antaño, aquel había sido un lugar verde y cálido, un reposo para los pies del caminante y las pezuñas del corcel. La aldea se había alzado como un pequeño remanso de paz entre los bosques y las estribaciones de los ríos claros, sobre un lecho de pasto tierno y con calles empedradas. Era un pueblo pequeño que vivía del comercio dada su posición privilegiada, justo antes del cruce de caminos que se desviaban hacia el Norte, a la próspera Stratholme, hacia el este y hacia el sureste, a la Mano de Tyr, Bastión de la Mano de Plata.

Nathaniel Matthew administraba una posta en la aldea, y además del tabernero era el alcalde. En "El gallo rojo" se servía la mayor variedad de cervezas a este lado del Thorondril, y la carne de venado con frutos del bosque era la especialidad del local. En el Ayuntamiento se conservaban, además de los libros de cuentas, comercio y sentencias, multitud de registros históricos sobre los movimientos y asentamientos en aquella parte del reino de Lordaeron desde tiempos de su fundación. En la plaza, alrededor de la fuente de piedra y mármol, las muchachas se sentaban a bordar y sonreían a los mozos de labranza cuando iban y venían de las granjas.

El Cruce de Corin había sido en otro tiempo un lugar rebosante de vida. Al llegar a sus inmediaciones, tras tres horas de marcha casi a la carrera, la División Octava descubrió que, lamentablemente, seguía siéndolo, pero en este caso de una vida que no debía ser. Theod iba al paso junto a sus hombres, montado en el corcel que le habían dado en la Capilla, altivo y sereno en apariencia. Rodrith, que se había adelantado, regresó al galope sobre la yegua briosa, desmontó de un salto y negó con la cabeza.

- Es un hervidero. Hay abominaciones con cadenas y ganchos en todo el perímetro - informó, mirando al capitán - Necrófagos, guardias esqueléticos y banshees. Pero he visto otras cosas. Sombras informes y cultores en los callejones apartados, hombres altos vestidos de negro que pasean por las calles, entre las criaturas del Azote, sin que ellas les hagan ningún daño.

- El Culto de los Malditos - gruñó Theod - Seguro que esos nigromantes invocan espíritus malignos y hacen alzarse los huesos. Deberíamos intentar limpiar un poco la zona.

Rodrith negó con la cabeza. Su semblante era serio.

- Están demasiado concentrados. El único acceso posible es siguiendo este camino, y ellos podrían asaltarnos desde todos los rincones. Entrar en el asentamiento ahora, sin distracciones ni necesidad, es un riesgo innecesario.

Hubo un instante de silencio. Rodrith había desmontado. Ivaine permanecía al lado de Theod, con el escudo, la espada y el yelmo, observando el cruce de miradas. Desde lo alto de su corcel, el capitán observaba al elfo. Alrededor de ellos, el resto de los combatientes sólo esperaba una orden. El aire se detuvo y cayó como plomo pesado sobre sus hombros. A poca distancia, la figura infame de una abominación con las vísceras al aire, se recortó entre la bruma parda. Finalmente, el capitán asintió.

- Bien. Aguardaremos apostados detrás de aquel establo. La zona parece despejada, y desde allí tendremos visibilidad, podremos vigilar el Cruce.

Ivaine reprimió el suspiro de alivio. Caminaron en silencio hasta el edificio derruido, y ataron los caballos a una viga caída. Con la espalda pegada a la pared, se dispusieron a aguardar.

La brisa templada llevaba los aromas infectos de la putrefacción, les golpeaba los rostros. De cuando en cuando, se escuchaba el gorgoteo de la bilis en los estómagos de aquellas moles de carne que vigilaban el entorno. Berth estaba pálido y sus ojos miraban la silueta difusa de una de ellas, muy abiertos y con un reflejo de terror. Ivaine le puso la mano en el hombro.

- Eh - susurró - no te preocupes.

- Son enormes - respondió el chico. Ella le observaba entre las rendijas de la celada, con la sensación de que todos a los que miraba estaban atrapados en jaulas. - Y eso que llevan es...

- Tranquilo. Si tenemos que vérnoslas con ellos, yo iré delante - insistió la muchacha - Les meteré el escudo por el culo.

El chico sonrió un poco y volvió a permanecer callado. Los segundos se arrastraron. Los minutos pasaron, y la mañana dio paso a la tarde. Los soldados cambiaban el peso de pie, algunos habían bajado la guardia y permanecían con la espalda pegada al muro. Rodrith parecía una estatua. Se había apostado tras un muro derrumbado y sus ojos permanecían fijos en la aldea más allá. Astafirme y Shalia se escurrían de vez en cuando por las esquinas del establo, adoptando la forma de felinos sigilosos y se asomaban para atisbar los movimientos de los enemigos.

- Parece que se repliegan hacia el Oeste - dijo Shalia, al regresar de uno de sus paseos de espionaje - creo que los cultores los están reuniendo allí con algún objetivo desconocido.

- ¿Quizá para un ataque? - preguntó el capitán.

- Es posible - repuso Astafirme - No podríamos concretarlo. El hecho es que toda la zona este ha sido desocupada. Han ido alejándose de allí lentamente, como en un goteo casi casual.

Samuelson esbozó una sonrisa y le brillaron los ojos un instante.

- Esto podría ser conveniente. Quizá podamos tomar la aldea y hacernos fuertes en ella. Eso despejaría el paso si la división de la Torre tiene que ceder terreno, y además quizá pudiéramos tomar la plaza definitivamente.

Ivaine arqueó la ceja. Miró rápidamente a Rodrith, pero el lugarteniente seguía en su puesto, a varios pasos de ellos, observando la lejanía.

- Theod, eso es una locura. Somos sólo quince y nuestras órdenes no son tomar ninguna plaza, sino cubrir una retirada en caso de que se de.

Su propia voz sonaba metálica y potente dentro del yelmo, se escuchaba, autoritaria y firme. Theod Samuelson, volviéndose hacia ella, se apartó los cabellos del hombro y le dedicó una mirada llena de fuego. En aquel momento, Ivaine se encontró preguntándose estúpidamente por qué motivo su hermanastro jamás había vuelto a usar yelmo desde que llegaran a Cuna del Invierno.

- Harren, a veces no hay que esperar a las órdenes, ni cumplirlas a rajatabla, ¿verdad? Como en el lago Kel'theril.

La joven frunció el ceño. Negó con la cabeza todo lo que le permitió la armadura, con un estremecimiento gélido en la espalda, de nuevo un soplo negro y fatídico que la alertaba y la avisaba de algo que no podía definir. La voz de su hermanastro era escurridiza y venenosa, traicionera, extraña y sombría. Todo él parecía macilento y ruinoso como aquella ciudad derrumbada que espiaban a lo lejos, excepto su mirada.

- Pero Capitán, no es...
- ¿Quien tiene un plan mejor? - Los ojos de Theod brillaban como ascuas negras de pupilas diminutas, cuando se acercó a ella y su voz se convirtió en un susurro de dientes apretados. Los demás les miraban, pero no podían escuchar sus palabras - Ah, tenéis un plan mejor, lo sé. Habéis estado confabulando cada noche, desde hace tiempo, a mis espaldas para llevarlo a cabo. ¿Cuando será, Ivaine? ¿Cuando me arrebataréis la insignia para ponérsela a él?

Algo no iba nada bien. La chica se removió, apartó la mano que se había cerrado como una garra firme sobre su hombrera y se sacudió, levantándose la celada de un tirón para atravesar a su hermanastro con la mirada carmesí.

- ¿De qué hablas? - respondió en el mismo tono bajo - Nadie va a quitarte nada. No estás en tus cabales, Theod, y ves enemigos donde sólo hay gente que te quiere.

El capitán sonrió y su mirada se fundió en una luz ajena y peligrosa, como el brillo de un puñal al desenvainarse. Un golpe de brisa, como el aliento fétido de un moribundo, les agitó los cabellos.

- No me hables de amor, Ivaine Harren - escupió, tensando la mandíbula, con el rostro contraído en una mueca de desprecio infinito - Ten algo de decencia, aléjate de mi y vete a seguir revolcándote en los rincones con el héroe del momento mientras puedas, pero no vengas a hablarme de amor con la lástima pintada en los ojos, mientras tramáis la manera de despojarme de todo aquello que pueda significar algo para mí. Traidores y bastardos, sólo eso sois. Tú has elegido ser la zorra de un quel'dorei, pero no me obligarás con tus chantajes a desdeñar aunque sea un solo instante de gloria en la batalla. Se acabó el ser vuestro bufón. Y se acabó el ser tu esclavo.

Los ojos de la muchacha se habían abierto desmesuradamente. Las palabras de su hermanastro habían llovido sobre ella como lanzas afiladas, saetas certeras impregnadas de ponzoña que la habían herido, a su pesar, despertando ira y rabia. Por eso, cuando el capitán se volvió precipitadamente y montó en el corcel de un salto, fue incapaz de reaccionar.

El aire se le había ahogado en la garganta. El escalofrío volvió a morderle, esta vez en la nuca, como un cepo. Y cuando al fin se precipitó hacia Torbellino para sujetar las riendas antes de que Theod Samuelson pudiera espolearlo, la cinta se escurrió entre sus dedos, mientras el corcel se precipitaba desde el escondite hacia el camino.

- No...- susurró - no...no, no, ¡No! ¡Rodrith!

Los soldados se agitaron. El sin'dorei se volvió y se detuvo unos pasos delante de la muchacha, con el mandoble en la mano. La división entera se cerró, haciendo piña, alrededor de ella, con la vista fija en la figura de su capitán, que se alejaba por el sendero, a lomos de la montura, directo hacia el Cruce.

- Se ha vuelto loco.
- Luz Sagrada, ¿va a suicidarse? ¿Qué le ocurre?
- Maldita sea - Rodrith rechinó los dientes, mirando a Elazel de soslayo.

Ivaine le atajó.

- Ni se te ocurra. No puedes abandonarnos. - le dijo, sentenciosa.

Los ojos del lugarteniente Albagrana brillaron intensamente.

- Ni nosotros abandonarle a ... - se detuvo, pasándose la mano por el rostro.

La decisión no era fácil. Berth y algunos más estaban mirando, aterrados, a las puertas de la aldea, donde Theod Samuelson se había detenido. Su corcel se alzó sobre las pezuñas y relinchó. Después, entró al galope entre las casas derruidas. Una abominación giró la cabeza y después volteó el grotesco cuerpo, dando el primer paso en su dirección.

- No puedo quedarme aquí - murmuró Boddli, con el ceño fruncido y el rostro transfigurado por el dolor. Su larga barba dorada estaba temblando - No puedo quedarme aqui, señor Albagrana. Lo siento pero...
- No seáis locos - intervino Derlen - esto no...
- ¿No veis que es la muerte?

Los soldados se enzarzaron en una discusión abierta, a media voz. Ivaine, en silencio, tenía los ojos fijos en la mirada luminosa del elfo. Podía ver en las líneas de su rostro y en su postura la tensión contenida. Era como si estuviera manteniendo en su interior una salvaje lucha, y las cuerdas que tiraban de él hubieran empezado a asfixiarle. No dejaba de lamerse los labios y volver la vista hacia la yegua gris, que pateaba el suelo de vez en cuando, impaciente, como si estuviera deseosa de que él hiciera lo que su corazón le decía.

Ivaine lo estaba notando de nuevo, ese soplo oscuro, esta vez mucho más intenso. Era la brisa de un destino funesto, que cada vez arreciaba más y se manifestaba con mayor claridad, haciéndola agarrotarse de miedo y asomar la mirada más allá, a un pozo de negrura, dolor y soledad que se abría delante de todos ellos. Por eso, en un último intento desesperado, alargó la mano y agarró la del sin'dorei. Cerró el guante de metal sobre su guante de cuero, en una presa crispada, mientras negaba con la cabeza.

- Rodrith, no - susurró, tragando saliva.

Le vio tomar aire. La melancolía asomando de nuevo a sus ojos, y le sintió claudicar por un momento.

Y entonces, antes de que pudiera abrigar ninguna esperanza, por encima de las voces quedas de los soldados de la Octava, se alzó el sonido del cuerno, penetrante, grave y claro como una llamada celestial. El Cuerno Argenta, cuya llamada no podía ser desatendida. El emblema de los capitanes, el que no podía hacerse sonar a menos que hubiera un grave peligro y una verdadera necesidad de auxilio. El Cuerno Argenta, que resonó con una nota tenida y se mantuvo largamente, mientras Ivaine apretaba los dientes y Rodrith cerraba los párpados, lívido y resignado.

"No, por favor...estamos perdidos"

- Al combate... - susurró el sin'dorei, apartando los ojos de ella, de Berth y de los demás. Boddli ya había echado a correr, y también Helki y Shalia, en auxilio de su capitán. Rodrith montó en Elazel, levantó la espada y su voz sonó entonces segura y firme - ¡Al combate, División Octava! ¡El Cuerno convoca a quien socorro presta! ¡No quede su llamada sin respuesta! ¡Erasus thar no darador!

Un grito unánime hizo eco de estas palabras. Ivaine volvió a bajarse la celada. Apretó los dedos en el escudo y la empuñadura, los alzó un instante y después echó a correr, al encuentro con la sombra y la tiniebla.

XXXI - El Cruce de Corin (I)

Una semana más tarde, despertó un amanecer rojo como sangre. El halcón del firmamento había estado sobrevolando los cielos durante aquellos días, lanzando su agudo chillido de cuando en cuando mientras su silueta negra se deslizaba en círculos sobre el campamento de la Capilla, como una flecha negra. Aquella mañana, sin embargo, no se escuchó al ave ni se vio la sombra de sus alas en las nubes. El aire era pesado y denso, la niebla había engordado y hacía un frío sucio, que lamía los huesos por dentro y se enroscaba como un gusano en los tobillos, en los pies y en las puntas de los dedos.

Ivaine estaba ajustándose el plaquín al pecho y cerrándose las hebillas de los guantes, con el escudo y la espada a mano, cuando escuchó el cuerno que llamaba a formación. Sin dejarse amedrentar por el mal tiempo y las apretadas nubes, avanzó hacia el frente de la Capilla, donde ya los soldados se disponían junto a sus capitanes. Berth pasó corriendo a su lado, dedicándole una sonrisa.

- Buenos días, Harren.

- Que lo sean, Berth - repuso ella, sonriéndole a medias también.

Borró el gesto cuando su hermanastro se unió a su caminar, estirándose el tabardo sobre el pecho y con la cabellera castaña recogida en la nuca. Le miró de reojo. Parecía tranquilo y sosegado, más que en muchos días, y aquello la reconfortó.

- Es una llamada de alarma - dijo Theod, apretando el paso - algo no debe ir bien. Apresurémonos.

En pocos minutos, todos los soldados estaban reunidos frente a los estandartes. Las cimeras plateadas y las empuñaduras de las espadas veían ahogado su brillo a causa de la neblina insistente, que parecía engullir las voces y los sonidos alrededor, destiñendo los muros de la capilla y envolviendo el edificio en un velo fantasmagórico. Si el viejo templo, ya de por sí, había visto días mejores, en aquel ambiente tétrico difícilmente se podía creer que albergara alguna luz o la más mínima esperanza, aun a pesar de su nombre. En la lejanía se recortaban de cuando en cuando la silueta de un murciélago entre las formas retorcidas de los árboles. Un clarín sonó y se hizo el silencio. Maxwell Tyrosus apareció sobre las escaleras de entrada a la iglesia, y capitanes y soldados saludaron al unísono.

Ivaine se llevó la mano al pecho con firmeza, embutida en su fila. A la derecha, Berth miraba al frente, serio. A su izquierda, Rodrith Albagrana mantenía la mirada fija en el Señor del Baluarte.

- Capitanes, soldados - la voz de lord Maxwell se alzó por encima de la sorda niebla y pareció romperla por un momento - Stratholme se ha movilizado. Los rastrillos se han abierto, y nuestros exploradores indican que una fuerza de no-muertos se aproxima desde el noroeste. Nuestros vigías de la Torre de la Corona y la Torre del Escudo de la Luz se han replegado al avistar movimientos también en las colinas cercanas. Es momento de presentar batalla y defender cada onza de tierra.

Los capitanes se golpearon el pecho y se escuchó un "salve" algo apagado. Ivaine tragó saliva. Las escaramuzas que habían tenido hasta el momento con la Plaga habían sido duras. Esto parecía aún más serio. Maxwell Tyrosus siguió hablando.

- Hay aquí seis divisiones completas. No podemos dejar la Capilla sin defensa, por lo que enviaremos tres hacia las torres del Norte y el Este. Si conseguimos cortarles el paso en los puentes, mejor que mejor. Allí los artilleros y el fuego harán su trabajo. - Tres capitanes se adelantaron. Ivaine les miró, poniéndose de puntillas y echando un vistazo entre las cabezas y los hombros. - Otras dos quedarán guardando nuestras posiciones en Cejifrente y la torre del Escudo de la Luz. Una última se aproximará al Cruce de Corin para mantener vigilancia y abrir paso a nuestras tropas de la torre del Escudo si deben retroceder. Quedar atrapados entre la Plaga de las colinas y la del Cruce sería fatal.

Cuando el Señor del Baluarte dijo esto último, Theod Samuelson dio un paso adelante. A Ivaine le brincó el corazón en el pecho. "Asi que esa es nuestra misión. El Cruce de Corin". Tomó aire, que le sabía viciado y empalagoso en el paladar. Se preguntó, por un momento, cómo debía sentirse su hermanastro al tener que guiarles a una batalla que, por lo que parecía, era más importante que los encuentros defensivos o de limpieza que habían tenido hasta ahora. "No debe ser fácil", pensó.

- Las ordenanzas están repartidas. Los destinos, decididos - dijo entonces el Comandante Metz. Era, sin lugar a dudas, la persona perfecta para hacerse oir en cualquier circunstancia - ¡Divisiones tercera, cuarta y sexta, Torres norte y este! ¡División quinta, Cejifrente! ¡División séptima, Torre del Escudo! ¡División Octava, Cruce de Corin!

Los cuernos sonaron. De las caballerizas, los mozos sacaron corceles ensillados, con el estribo y las riendas y las gualdrapas grises, plateadas, blancas y doradas del Alba Argenta. Los corceles eran uno de los tesoros mejor guardados en la Capilla, un bien precioso que se utilizaba solamente en casos en los que la premura era vital. Fueron repartidos mientras las unidades se disponían para salir y los soldados recogían sus pertenencias de última hora: víveres, piedras de afilar o flechas para el carcaj.

Ivaine, que llevaba el gran escudo a la espalda, la espada al cinto y el yelmo bajo el brazo, se quedó en su puesto. Se apartó cuando trajeron de las riendas a dos corceles algo nerviosos, de pelaje gris y profundos ojos brillantes. Le tendieron las riendas a Theod Samuelson, que las cogió con gesto inquisitivo.

- La más grande es Elazel, es un caballo de guerra. Yegua, en este caso. El otro, Torbellino, es menos fuerte pero más rápido - dijo el mozo - Podéis usarlo para traer mensajes. Cuidad bien a estas bestias, otros las necesitarán si caéis.

Theod asintió, tendiéndole las riendas de uno de ellos a Rodrith y encaramándose al estribo de Elazel. El corcel se encabritó, coceó y pateó el suelo. Theod intentó apaciguarla, pero sus caricias y sus gestos seguros pero tranquilos parecían tener el efecto contrario en la yegua, que relinchó y se levantó sobre dos patas como si estuvieran azotándola. Soltando una maldición entre dientes, el Capitán desmontó y subió agilmente al otro caballo.

- No tengo tiempo de domar una fiera ahora - espetó con aire digno, volviéndose hacia Rodrith - Tú tienes más experiencia en montar yeguas hostiles, úsala tú, si es que te deja. Cuando estéis listos, en el camino.

Ivaine parpadeó, atónita al principio, mientras Theod se alejaba sobre el caballo gris claro. Albagrana, que había cogido las riendas de Elazel, frunció el ceño y un relámpago de furia le cruzó la mirada.

- ¿Ha dicho lo que creo que ha dicho? - murmuró ella, apretando los dedos sobre la empuñadura.

- Hoy se ha levantado con el pie izquierdo. - Rodrith escupió al suelo, palmeó el cuello de su montura y se encaramó sin problemas. Elazel resopló, caracoleó y se mostró inquieta, pero no tanto como con Theod. Ivaine sonrió a medias. - Aguardemos a los demás antes de unirnos al Capitán en el camino.

La muchacha asintió, bajándose la visera del yelmo. Plantó bien los pies sobre la tierra y se preparó mentalmente para la marcha y el combate. Cuando levantó la mirada hacia el cielo, echó de menos el saludo de aquel halcón peregrino al que se había acostumbrado en los últimos días. Allí arriba sólo había nubes macilentas, abigarradas y apretadas unas contra otras.

Bajó la mirada y vio relumbrar las puntas de las lanzas bajo un rayo de sol esquivo. Las largas filas de soldados comenzaban a abandonar el área de la Capilla, con las capas ondeando a la espalda y los capitanes y lugartenientes a caballo, encabezando las comitivas. Los cuernos sonaban una sola vez, como una despedida resonante. Los estandartes negros ondeaban entre la niebla, y el paso de las botas metálicas de los Defensores Argenta resonó en los claros yermos de las Tierras del Este.

XXX - Decisiones (II)

Al día siguiente, Ivaine se desenlazó de los brazos que la envolvían antes del amanecer. Se vistió en silencio y se quedó en un rincón de su tienda, mirando al sin'dorei dormido durante largo rato.

Hacía frío, era un alba gris y gélida, pintada de escarcha. A través de la lona blanca de la tienda, la penumbra se diluía suavemente en ese velo indeciso y descolorido que precede al sol rompiente. En esa luz equívoca, los rasgos del elfo se dibujaban como las formas de una escultura antigua insuflada de vida. Dormía con el ceño fruncido, los cabellos de oro gastado cayéndole sobre el rostro como una cortina de hilos finos y lacios y la piel bruñida contrastando con las sábanas blancas que le cubrían a medias. Ivaine estudió, como hacía en las escasas ocasiones en las que tenía oportunidad de mirarle así, los rasgos de su semblante. Conocido y familiar, pero al que nunca se acostumbraba. Cada vez descubría matices nuevos en la nariz recta y aristocrática, en los pómulos marcados y los huesos de la mandíbula, que resaltaban en sombras y relieves bajo la piel broncínea. Podría reseguir las líneas una y otra vez, dibujarlas en su imaginación y con sus dedos, y siempre hallaría una belleza antes desconocida en aquella curva, en ese ángulo, en aquel tacto. Era la belleza etérea y viril de una criatura excepcional, de un elfo antiguo de piedra y ríos, lleno de magia y misterio, de una criatura alta y lejana, que no estaba a su alcance. Y aun sin estarlo, la estaba alcanzando. Sonrió, abrazándose las rodillas y recibiendo otra oleada de súbita ternura.

Se había acostumbrado poco a poco a aquellos sentimientos cálidos que había rechazado durante tanto tiempo. Le había costado lo suyo darse cuenta de que no socavaban su dominio de sí misma - ya que no le quedaba demasiado, si es que algún día lo había tenido - y de que no la debilitaban ni la volvían más frágil o menos rotunda. Habitaban en ella y la llenaban de vitalidad de un modo en que nada más lo hacía. Ahora podía aceptarlos sin dramatismo, y se sentía casi cómoda con ellos. Siempre, esa sensación dulce y tibia como la que ahora la envolvía, iba acompañada de un matiz triste y nostálgico. En este caso, lo saboreó, conociendo su procedencia.

En su cabeza pelirroja y despeinada no dejaban de revolotear las palabras que él había pronunciado la noche anterior, antes de marcharse. "Si no lo entendéis, es que no sentís lo que esta División significa de la misma manera que yo lo siento", había dicho. Aquellas palabras habían golpeado a todos los presentes, Ivaine era bien consciente. Cuando siguió a Rodrith hasta su tienda, no hablaron más de eso. No hablaron más de nada, hubo consuelo y alivio, hubo altas llamas elevándose hasta el firmamento y luego el sueño plácido y el perfume de la pasión. Sin embargo, esas palabras no la abandonaron.

Sentir lo que la División significaba. Por todos los dioses, claro que lo sentía, en el fondo del alma. Y estaba segura de que todos lo sentían igual. Podía saberlo, qué demonios, es que no podía ser de otra manera. Hasta aquella noche, no se había dado cuenta de que para Rodrith, la división y sus gentes era más que importante, era vital. Lanzándole una última mirada, se escurrió, silenciosa, fuera de la tienda.

Regresó, minutos más tarde, con el corazón alegre y un nerviosismo solemne recorriéndole la columna vertebral. Levantó la lona, se arrodilló frente al sin'dorei y le pasó los dedos sobre el cabello, inclinándose para despertarle con suavidad. Los ojos claros se abrieron al cabo de un instante y un gruñido, como un ronroneo, vibró en su garganta.

Maldito fuera. Era hermoso.

- Tengo que preguntarte algo - dijo ella en un susurro.

El sin'dorei aún no había puesto los dos pies en la realidad. Se rascó la cabeza, revolviéndose todo el pelo e incorporándose sobre un codo.

- Belore... ¿Ahora? Que sea fácil.
- ¿Por qué viniste al Alba Argenta, Albagrana?

El corazón le latía muy deprisa en el pecho. No entendía por qué estaba tan emocionada, pero lo estaba.

- Buscaba a mi maestro - respondió el elfo, buscando a tientas su ropa. La sábana se le había caído hasta la cintura - Os he hablado de él... de hecho os he preguntado por él alguna vez. Seltarian Lanzasolar. Al parecer, nadie sabe nada, aunque me consta que se unió al Alba Argenta.

- ¿Y por qué te quedaste? No le has encontrado.

- Encontré otras cosas - dijo él, sencillamente, metiéndose las mangas de la camisa y sacándoselas al darse cuenta de que se la estaba poniendo al revés. Ivaine reprimió una sonrisa.

- Cuando te vistas, ven al cementerio. Delante de la cripta.

- ¿Vas a llevarme a otra conspiración? Hoy no tengo ganas.

- Tú ven.

Ivaine abandonó la tienda de nuevo, salió al frío de la mañana y se arrebujó en la capa. Tomó el camino hacia la cripta con paso vivo, y volvió el rostro hacia el cielo cuando un halcón lo surcó, emitiendo un chillido lejano, antes de perderse rumbo a tierras más amables.

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El cielo se había despejado, como si quisiera estar a la altura de aquel momento. En el cementerio de la Capilla, las tumbas ya eran numerosas y muchas otras habrían de poblar aquel pequeño reducto de tierra parda. Frente a la cripta excavada en la roca, la División Octava se había reunido, con el tabardo y el uniforme. Rodrith fue el último en llegar. Ivaine jugueteaba con la daga, inquieta. Todos la estaban mirando, y ella contemplaba el camino, aguardando a Theod Samuelson.

- ¿Qué sucede? ¿Para qué estamos aquí? - dijo Boddli, con una mirada curiosa - Es hora de entrenar, no deberíamos...

- Calla - replicó Ivaine. El corazón le brincó en el pecho al ver llegar a Berth, apresuradamente.

El muchacho se reunió con ella. Le había crecido el pelo y ya no estaba gordo, su figura era más esbelta y fibrosa y su rostro menos infantil. Combatir plaga había convertido a Berth Lohengrin en algo más cercano al hombre que al niño. Sin embargo, sus ojos seguían siendo inocentes y piadosos, y brillaban con disgusto cuando habló en un susurro a Ivaine.

- El capitán dice que no vendrá. Que no quiere perder el tiempo en idioteces - murmuró.

Ivaine apretó los puños.

- Bueno, no importa. Ya lo haremos con él cuando esté de mejor humor - respondió.

Luego puso la mano en el hombro de Berth y miró a sus compañeros, que aguardaban con paciencia. Rodrith Albagrana la observaba con seriedad, como si esperase que hiciera alguna locura. Tomó aire y habló, dirigiéndose a sus camaradas e intentando no sonar... a Ivaine. Brusca y antipática. No le salió del todo bien, pero era lo más que podía dar. Además, estaba nerviosa.

- Escuchad, no se me dan bien los discursos, ¿vale? - carraspeó, para no gruñir - Os he llamado porque... bueno, vienen días muy duros. Y somos compañeros. Somos... más que compañeros.

Boddli miró de reojo a Helki el trol. El trol se encogió de hombros. Astafirme y Nocheclara contemplaban a la muchacha pelirroja con paciencia, intentando entender. Derlen Elickatos, al lado del sin'dorei, mantenía una media sonrisa y parecía saber exactamente lo que Ivaine pretendía. Pero ella empezó a sentir que no iba a ser capaz. SABÍA lo que quería decir. Pero las palabras no acudían. "Si no lo comprendéis, es que no sentís lo que esta división significa de la misma manera que yo lo siento".

- Somos parte de algo muy bueno - soltó al fin, mirando al suelo. Luego alzó la vista con orgullo - Esta división, la Octava, no es como las demás. Nosotros no somos grandes guerreros. Nadie tenía fe en que sobreviviríamos al principio, ¿os acordáis? Porque éramos unos patanes.

Se escuchó alguna risa velada y las sonrisas asomaron a todos los labios.

- Seguimos sin ser grandes guerreros, la verdad... creo que cualquiera de la Capilla podría darnos una paliza. Nos apañamos, y damos lo mejor de nosotros, pero somos tipos normales... - desvió la mirada hacia Albagrana unos segundos - al menos casi todos. Pero tenemos algo grande. Confiamos en los demás... y... creo que todos hemos crecido mucho. Yo lo he hecho, gracias a Berth, a Shalia, a Boddli, a todos. Vienen días muy duros. Hicimos juramentos de lealtad y todas esas cosas, pero os he llamado hoy para que hagamos una promesa. No al Alba Argenta ni a la Luz ni a la madre que los parió. A nosotros.

Tragó saliva. No se le daban bien los discursos, demonios, y no estaba segura de estar expresando bien aquello que quería decir. Sin embargo, siguió adelante, tenaz y cabezota. No cerraría la boca hasta que no estuviera satisfecha.

- Llamaron a las armas en la Capilla porque hay una amenaza en el Bosque de la Plaga, una ciudadela flotante, horrible, desde la cual Kel'thuzad controla a las tropas del Azote. Se llama Naxxramas - dijo, frunciendo el ceño - Todos lo escuchamos al llegar aquí, y muchas veces, con algunas cervezas de más, nos hemos jactado de que le daríamos muerte al Lich.

>> Pues hagamos una promesa: No nos daremos la espalda ni nos dejaremos atrás. No nos separaremos ni nos abandonaremos, al menos hasta que hayamos entrado a esa Ciudadela asquerosa y hayamos salido victoriosos o con los pies por delante. Al menos hasta que Naxxramas ya no exista, y si es por nuestra mano, mejor que mejor. Hagamos esa promesa. Yo la haré, porque no quiero ir ahí sin vosotros. No quiero ir a ninguna batalla sin vosotros... eso significa para mí esta División, y así la siento. Aunque no os soporte... no quiero estar sin vosotros en la guerra.

Les encaró, casi desafiante, y se pasó el filo del cuchillo por la palma de la mano, dejando caer la sangre al suelo mientras se sentía a la vez ridícula y estúpida, expuesta y vulnerable una vez más. Pero no encontró burla ni perplejidad en los rostros de sus compañeros, sino una reverencia grave y una emoción profunda brillando en sus miradas. En todas ellas.

La tierra seca se bebió las gotas rojas. Y al cabo de unos segundos de silencio sepulcral, Boddli Korr se adelantó en rápidas zancadas, tomó el puñal de su mano y se sacó el guante, haciéndose un corte a su vez y apretando el puño para derramar su parte.

- Desde luego que es una promesa que merece la pena hacer. También así lo siento yo - dijo el enano, asintiendo con vehemencia - A ninguna batalla sin vosotros, hermanos. Siempre juntos.

Berth le siguió, y después Shalia, con una suave sonrisa. Uno por uno, todos los miembros de la División Octava, salvo el capitán Theod Samuelson, se sumaron a aquella promesa grave y solemne que se rubricaba con sangre. Y cuando Albagrana cerró los dedos sobre la hoja plateada en último lugar, serio y solemne, sus ojos estaban llenos de orgullo y de esperanza, una esperanza luminosa e intensa que le hacía brillar de alguna manera. Y cuando le devolvió el puñal ensangrentado a Ivaine, aquella mirada cayó sobre ella como un torrente de luz estelar, como si todos los astros la estuvieran amando en ese momento, haciéndola temblar.

- Aman Carandil... hantale

Su voz en un susurro se clavó como una lanza en su alma, las antiguas palabras conmovieron su corazón de nuevo, otra vez, con violentas emociones encontradas. Bendita seas, gracias. Tragó saliva, inclinando la cabeza con suavidad.

- Gelir na thaed - respondió a su vez. Sonrió fugazmente.

"La esperanza es un regalo difícil de encontrar, pero muy fácil de dar", pensó entonces, y le dio la impresión de que aquellas palabras no eran suyas, sino que provenían de alguna parte antigua y esencial de su corazón que no había conocido aún.

El halcón volvió a surcar el firmamento. Y las nubes, que se habían retirado, volvieron a cerrarse en una bóveda oscura y densa.

XXIX - Decisiones (I)

- Dime que no me estás llevando a una conspiración.
Una vez más, se sentía como una sucia manipuladora. Sin embargo, asintió. El sin'dorei, tras ella, dejó escapar un suspiro resignado, y a Ivaine se le subió la sangre a la cabeza.

- No creas que a mi me gusta más que a ti - escupió, en un susurro cortante. - Pero al menos escucha lo que tienen que decir.

Era noche cerrada. El campamento dormía tras la última guardia, las antorchas estaban encendidas y sobre las escuetas murallas de la Capilla, las sombras de los tiradores se recortaban en la noche. Ivaine había estado esperando ansiosamente a su amante, mordiéndose los labios hasta hacerse sangre, para conducirle a la forja, tal y como sus compañeros le habían pedido. Allí, bajo los toldos de cuero, detrás del yunque oxidado, los tres soldados de la compañía aguardaban envueltos en los mantos.

Aún lejos, Ivaine se detuvo y miró de soslayo a su compañero. Rodrith no parecía contento. La preocupación brillaba en sus ojos de color indefinido, bajo el ceño adusto, y le pareció que al devolverle la mirada, ésta llevaba implícito un reproche. Apretó los puños y negó con la cabeza.

- Me pidieron que te convenciera - se justificó ella - les dije que no pensaba hacerlo. Al menos, tráele a hablar con nosotros, me dijeron.

- No creas que no sé a que viene esto - repuso él, en tono tajante.

Aunque la forja estaba al aire libre, se encontraba en un rincón tras el edificio principal de la Capilla de la Esperanza de la Luz, entre la nave y la amplia verja que daba paso a las criptas y el cementerio. Las tiendas de los soldados se encontraban en el frente de la construcción, por lo que aquel lugar, a esas horas de la noche, estaba oculto a cualquier mirada no deseada. La escasa iluminación convertía las figuras de los tres compañeros de armas en tres siluetas muy negras, apretadas en el rincón.

Rodrith, con la camisa abierta y la mano en el cinturón, iba endureciendo su semblante progresivamente. Ivaine, con la capa sobre las prendas de cuero, había dejado pasar unos segundos de palabras rabiosas que no pronunció hasta volver a hablar, tras tomar aire profundamente.

- Todos sabemos a qué viene, creo. Pero si te he traído es porque estamos preocupados, todos. Yo también. Deberías hablar con ellos, por el bien de la División.

- Quien realmente quiere el bien de todos, no tiene necesidad de esconderse como una rata, ni de citarse en conversaciones conspiratorias a altas horas de la noche, lejos de todos los ojos y los oídos - repuso el elfo, alzando la barbilla con orgullo - Esto es innecesario.

- Vale, señor Honorable, pero ve y díselo a ellos si es lo que piensas. Yo no quiero saber nada de esto.

Ivaine se dio la vuelta para marcharse, pero los dedos férreos de su amante se cerraron en su brazo.

- De eso nada. Me has citado esta noche, me has traído aquí con trucos. Pensaba que íbamos a ...

- Si, ya sé lo que pensabas que "ibamos a" - interrumpió Ivaine con dureza, ocultando que en el fondo se sentía mal por el engaño - Eres un pervertido, te lo mereces por esperar siempre eso.

- Sólo espero aquello a lo que se me ha acostumbrado - replicó Rodrith, alzando más la barbilla y con un destello desafiante en los ojos. Ivaine enrojeció de pura furia y apretó los puños, abriendo la boca para responder con contundencia a semejante insinuación. Un gesto del elfo la disuadió, cuando tiró de ella hacia el grupo oculto en las sombras - Es igual, me has engañado y ahora te vas a quedar. Es lo menos que puedes hacer, y si de verdad estás preocupada, te interesará escuchar lo que tengamos que decirnos.

La muchacha rezongó entre dientes, se sacudió su mano de encima y le empujó con el brazo.

- Basta. Basta. Puedo andar sola, odio que hagas eso.

Rodrith inclinó la cabeza un ápice a modo de disculpa, y ambos se encaminaron al mismo paso hacia los tres camaradas.

Cuando llegaron frente a ellos, Ivaine les saludó fugazmente.  Hetmar Grossen había acudido sin la loba, y Gunther Arristan permanecía con gesto triste y los brazos cruzados. Varys era el tercero. Se apartó la caperuza y fue el único que tuvo agallas para hablar. Ivaine no pudo dejar de notar que los otros dos estaban incómodos y rehuían la mirada del sin'dorei. Podía entenderlo. Ella también había visto las trazas de decepción en sus ojos cuando él descubrió para qué le había sacado de su tienda en plena noche. Ella también se había sentido avergonzada de repente, y el maravilloso plan le parecía ahora un acto reprobable, deshonesto y casi cruel. Sin embargo, se cruzó de brazos y escuchó.

- Rodrith, gracias por venir - empezó el mago - eres el único al que podemos recurrir.

- No enredes y ve al grano, Nyghard - replicó el elfo, separando los pies y cruzando los brazos, mirándoles a los tres - ¿Qué es esto? ¿Por qué nos reunimos en la oscuridad como los proscritos?

- No podemos seguir así. Con el Capitán.

Rodrith guardó silencio. Ivaine se removió, inquieta. Hasta ella llegaba esa vibración tensa, contenida, desde la anatomía del elfo al que tan bien había llegado a conocer - aunque no lo suficiente para su gusto - , con el sabor de su ira. Fue Gunther Arristan, el Bardo, quien tomó la palabra entonces.

Había pena en su mirada y la barba blanca se dibujaba con nitidez en la oscuridad.

- No está bien. Debería apartarse del servicio un tiempo. Hemos redactado una petición a las autoridades de la Capilla para que le releven del servicio y seas tú nuestro capitán de manera oficial. Al fin y al cabo, ya lo eres entre bastidores.

El sin'dorei ladeó la cabeza y cambió el peso de pie, apretando más los brazos cruzados y respirando con intensidad, como si estuviera aguantando un gran peso.

- ¿Por qué no podéis dejar las cosas como están? - replicó, en este caso con suavidad. - No quiero ser capitán, Theod lo es, y es cierto que no está en su mejor momento. Pero las cosas no se hacen así, no entre nosotros. Eso lo he aprendido de vosotros, joder. No se desplaza al que está débil.

- Nos causará problemas, Rodrith - Hetmar Grossen habló, con voz grave y severa. Sus ojos brillaban con fuerza - Ya le has visto. Se ha vuelto temerario e irresponsable. Habríamos tenido ya algunas bajas si no hubieras intervenido.

- Y lo seguiré haciendo. No necesitáis un motín para eso, esto es traición. No voy a participar en algo así.

Ivaine suspiró. Rodrith lo dejaba claro desde el principio, eso era bueno... pero estaba cometiendo un error, al menos eso creía ella. Sin embargo, le dejó hablar.

- No es traición - decía Varhys - es una petición a los mandos superiores. Y es por su bien, y por el nuestro, Albagrana. No es traición.
- Vístelo de terciopelo si quieres, no voy a traicionar a mi amigo.
- No lo plantees así - insistía el bardo - Piensa en Berth, o en Shalia. ¿Y si les ocurre algo por la actitud temeraria de Theod?

El elfo se revolvió, dio un paso adelante y apuntó a Arristan con el dedo.

- No me chantajees - dijo secamente - No vuelvas a hacerlo. Así no.

Por un momento, todos guardaron silencio. Habían alzado un tanto las voces y ahora un golpe de brisa les devolvía la conciencia de dónde estaban, la prudencia de mirar alrededor y disminuir el tono. Las últimas palabras del elfo habían sido bruscas y casi dolorosas. Luego su mirada se volvió nostálgica, y las siguientes sonaron resignadas. 

- ¿No os dais cuenta de lo que me pedís?

Ivaine tuvo la tentación de ponerle la mano en el brazo al mirarle en la oscuridad.

De pie, alto y trágico, parecía lejano y solitario, envuelto en una bruma mística, irreal que no era otra cosa que la niebla nocturna. Le veía allí, a su lado pero tan distante, como si estuviera enfrentándose a terribles fantasmas, a elecciones decisivas. Todos le estaban arrojando a los hombros una responsabilidad que él no deseaba tomar. Ivaine lo comprendió al instante. Y se arrepintió de haberle llevado allí, su saliva se le volvió amarga en la garganta y en la lengua, y un impulso de ternura le agitó el corazón.

- Sigamos como hasta ahora - dijo ella entonces. ¿Había hablado? Sí, lo había hecho. Y los ojos de los conspiradores la miraron, sorprendidos. Porque Ivaine había estado de acuerdo hasta aquel momento, o eso les había dicho, con el plan trazado - Sigamos como hasta ahora. Aunque Theod no esté en su mejor momento, es el capitán. Así fue designado. Rodrith es el lugarteniente, hasta el momento ha ido bien.

- Pero no irá bien constantemente - repuso Varhys, mirando al elfo - Ya os habéis enfrentado dos veces. ¿Crees que no pasará más? Cada vez que desafíes su autoridad para tomar una decisión tan lógica como un repliegue, estarás echando más leña a un fuego que acabará por quemarte, Rodrith. Si hemos depositado nuestras esperanzas en esta petición de relevo es precisamente para evitar eso.

- Al final acabarán enconándose las posiciones - le apoyó el bardo - Habrá un motín en cualquier caso.

- No participaré en un motín - insistió Albagrana - Ni en uno directo ni en un subterfugio como esa petición que proponéis. No le haré eso a Theod Samuelson. Y si no lo entendéis, es que no sentís lo que esta División significa del mismo modo que yo lo siento.

Ivaine apretó los labios y bajó la cabeza. Cuando Rodrith se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas, miró a sus compañeros, negando con la cabeza y con gesto de impotencia.

- Es que tiene razón - les dijo por último, en un susurro, antes de seguir sus pasos.

miércoles, 26 de enero de 2011

XXVIII .- El Molino Cejifrente

Era un jirón pálido, una sombra blanca que oscilaba. Sus ojos fantasmales escrutaban la negrura alrededor de las ruinas de los edificios, acechando, vigilante. No tenía más pensamiento que la orden que debía de cumplir, no tenía otro objetivo que realizar los mandatos que le eran dados. En lo que de ella quedaba, las huellas del sufrimiento eran como heridas viejas que no perdían nunca su dolor pero al que había terminando volviéndose ciega y sorda.

Deslizándose en la noche, torció una esquina. Su visión percibió el movimiento, pero antes de que pudiera lanzar el aullido, un hechizo oscuro, tejido de sombras y de malicia, se anudó en su garganta transparente. Después la luz estalló. Vio los ojos inflamados de los soldados que corrían en silencio, armados con escudos y espadas, y la mirada rojiza de la mujer que iba delante, que se detuvo en ella mientras su esencia se deshacía y flotaba en el aire hasta desaparecer.

- Vamos - murmuró Ivaine - cuidado detrás.

El grupo se parapetó tras el muro semiderruído. Luego se volvieron hacia el capitán.

Era noche profunda. No solían enviarse patrullas a aquellas horas, solo de vigilancia. Pero desde hacía algunos días, Theod se había convertido en el capitán más intrépido, y la Octava en una de las divisiones más activas. Voluntarios para todo lo que se requiriese, los soldados de la División que antaño se habían quejado de la falta de acción ahora estaban sorprendidos y no sabían si alegrarse o no del cambio. Aquel día, Samuelson les había llevado a las ruinas del Molino Cejifrente a hacer un poco de limpieza, "que nunca es poca" como solía decir el Comandante Metz.

- Avancemos - dijo Theod - no vamos a quedarnos aquí parados.

Ivaine tragó saliva y siguió mirándole, sin moverse. Hacía días que Theod estaba raro. Más pálido de lo habitual, seco y como perdido en sí mismo, no hablaba con nadie, sólo daba órdenes y combatía. Ella no se lo reprochaba. Hacerlo sería no tener corazón, sabiendo los sucesos tan terribles que su hermanastro acababa de vivir, pero tampoco estaba de acuerdo con que en su nueva manera de enfrentarse a las desgracias quisiera llevarles a todos a la muerte.

- Capitán, hay abominaciones al otro lado. Y varios necrófagos - replicó de manera aséptica, en un esfuerzo por no mostrar acritud - ya hemos limpiado las colindancias, seguramente no habrá molestias esta noche. Es una campaña de limpieza suave, no hemos venido a conquistar Cejifrente.

- ¿Eres el capitán, Harren? - replicó Theod, con la misma voz ausente, casi lejana.

Ivaine apretó los dientes. El fuego le subía por la garganta y se le agitó en las venas; respondió intentando parecer desprovista de altivez o de orgullo alguno. Trataba, en aquellos días, de ser menos brusca con Theod, en deferencia a su situación. No le salió muy bien.

- No, señor - murmuró, alzando la barbilla.
- Entonces avanza. He dado una orden.
- Capitán...

El sonido de la hoja de Theod, silbando al salir de la vaina, cortó el aire. "Maldito seas, ¿pero qué te ocurre?", gruñó Ivaine en su mente. Tensó la mandíbula y se adelantó al capitán. Ella era el muro, tenía que ir la primera. Su hermanastro la miró de reojo con pupilas frías y cortantes, y ella le devolvió una mirada resignada, desdeñosa.

- Atentos, sanadores - dijo una voz grave y susurrante tras ellos - No la perdáis de vista.

La joven agradeció que alguien tuviera el suficiente cerebro como para dar órdenes más complejas que "avanzar" o "destruir". Suspiró y aguardó a que el lugarteniente del Capitán concretase su orden en pasos y tareas para todos.

- Grossen, tu y la loba, manteneos junto a Ivaine, algo detrás. Los de escudo y espada, vayamos junto a ella. Cuanto más juntos mejor. Derlen y Nyghard, como siempre, un poco alejados. Cubridnos desde atrás. Podemos avanzar en diagonal por esta zona y evitar a las abominaciones. Los edificios ruinosos están muy juntos, las cadenas golpearán en las paredes si las arrojan contra nosotros.

Una vez todo estuvo claro, el grupo se dispuso. Ivaine agarró con fuerza el escudo y saltó hacia adelante, abandonando su escondite, y pronto seguida por el resto de los soldados.

En la oscuridad, las hojas destellaron, la magia y la Luz iluminaron la penumbra de la aldea en ruinas, y los cuerpos de los necrófagos cayeron, amontonándose uno tras otro bajo la habilidad de los luchadores del Alba Argenta. Ivaine avanzaba con el escudo por delante, como una torre de asedio, provocando a los enemigos, centrándolos en ella. Un halo pálido de Luz titilante la envolvía, de cuando en cuando vibraba al invocar Boddli la sagrada bendición que debía sanarla y protegerla. A su derecha, Theod parecía buscar a propósito las cimitarras y las afiladas uñas de las bestias de la Plaga.

Cuando llegaron al otro extremo del asentamiento, los no muertos se habían agrupado en la cara occidental, tras las vigas desprendidas y montones de escombros. Ellos jadeaban y estaban agotados, pero habían ganado terreno y alejado a aquellos monstruos lo suficiente como para que no planearan ningún ataque esa noche.

Ivaine estaba entumecida y le dolían los músculos, el sudor se le escurría por la nuca y bajo la armadura. Todos permanecían en silencio. No había heridos ni ningún caído. Se miraban unos a otros como si compartieran el mismo pensamiento, y después miraron al capitán. Éste parecía no verlos.

Ivaine volvió entonces la vista hacia Rodrith. En los ojos de ella había una exhortación, y el elfo frunció el ceño, apretó los labios, empezó a negar con la cabeza... y finalmente suspiró, rindiéndose.

- Reagrupaos - dijo el sin'dorei - Regresamos. Ya hemos hecho suficiente.

- ¿Eres el capitán, Albagrana? - escupió entonces Theod Samuelson. Su voz era suave, silbante, parecida al siseo de un reptil, y también muy fría. En las sombras confusas de la noche, los ojos de Theod parecían dos ascuas de carbón negro.

- No, mi Señor Capitán - replicó el elfo, casi en un tono reverente - Pero alguien tiene que serlo. En marcha.

Diciendo esto, Rodrith se echó el mandoble a la espalda y comenzó a caminar tras las casas derruídas, de regreso a la capilla. Ivaine suspiró con alivio, y no fue la primera persona que le siguió, ni tampoco la última. Se volvió un instante para mirar a su hermanastro. Éste aún se quedó unos segundos mirando hacia la oscuridad, antes de girarse y acompañarles, con una sonrisa amarga y una risa casi inaudible, tan seca como el polvo, que sólo Ivaine escuchó.

sábado, 22 de enero de 2011

XXVII - Theod: Danza Macabra - Acto II: Vals diabólico

Si fue la fortuna o el destino, no se ha decidido aún. Pero Theod Samuelson no fue detenido por ninguna mano enemiga ni descubierto por ninguna criatura del Azote. Nadie advirtió su presencia, y llegó a la caverna oculta.

Se descolgó hacia la entrada de la gruta, silencioso y oscuro como una sombra. Mirando tras de sí y alrededor, se internó en la negrura, con el pálpito cadencioso en el pecho, semejante a un tambor. No le habían visto, pero el miedo a ser descubierto por los engendros no-muertos era un soplo frío en su nuca. Allí, en la oscura caverna, un extraño olor acre y dulzón flotaba en el ambiente, contrastando con la peste a putrefacción de las tierras marchitas. El viento ululaba entre las rocas, y de alguna parte difícil todavía de definir, surgía un cálido resplandor rojizo.

Caminando con ligereza, se internó en la gruta, a oscuras. Respiraba lentamente, intentando convertir en inaudible el soplo de su aliento. Tanteando la pared con una mano, la espada en la otra, recorrió con pasos veloces el túnel de tinieblas, buscando el origen de aquel tenue, muy tenue brillo carmesí. Finalmente, tras haber caminado unos minutos, halló una grieta entreabierta en la pared. "¿Es acaso una puerta?"
- Alaster - se atrevió a llamar en un susurro.

El silencio sepulcral le respondió.

Sin ceder a la incertidumbre, Theod recorrió el contorno de aquella grieta con los dedos y finalmente, ayudándose con la espada, deslizó la piedra suelta. Era grande, del tamaño de una puerta de buhardilla, pero apenas hizo ruido al deslizarse, y el brillo suave y anaranjado se hizo más intenso. Procedía, definitivamente, de aquel corredor oculto. Y se internó en él, inclinado y con la espada por delante, pensando en Alaster, buscándole con la mirada mientras sus pasos avanzaban por un pasillo de roca viva que iba ensanchándose poco a poco.

Algunas antorchas ardían en las paredes. Ni un alma se cruzó con él. Pero en la piedra oscura del corredor, extraños dibujos de vivos colores atraían su atención y le hacían cerrar más los dedos sobre la empuñadura, tragar saliva e intentar no prestar atención al propio latir de su corazón. El olor almizclado se había vuelto más intenso y profundo, ahora parecía exudar de las mismas paredes, manar de los pigmentos de aquellos curiosos frescos que representaban figuras danzantes. "¿Qué lugar es este?", se preguntó, genuinamente sorprendido por lo que se mostraba a sus ojos. "Nunca vi que la plaga empuñara un pincel, y desde luego, esto no es obra de nigromantes. ¿De qué se trata, y por qué mi hermano me ha llamado aquí?"

No tuvo tiempo de hacerse más preguntas. Había escuchado una voz suave al fondo del túnel, una voz que creía conocer pese a no haberla escuchado en años. Su pulso se aceleró y echó a correr antes de darse cuenta.

- ¡Alaster!

Imprudente o no, gritó su nombre con alegría. Y no pudo menos que sentir un gran alivio al llegar al último recodo y encontrar a su hermano.

Alaster no sonreía. Sus ojos oscuros parecían tristes, bajo ellos se dibujaban ojeras grises y profundas, su rostro era enjuto y flaco y parecía consumido. Y sus ropajes negros estaban carcomidos por el polvo, que también se prendía a sus cabellos de rizos despeinados. Sin apercibirse de esto, Theod se lanzó hacia él y le estrechó en sus brazos, tan grande era su alegría y su tranquilidad al encontrarle a salvo allí.

- Alaster, ¿Qué sucede? Tu carta es críptica y... hueles de un modo extraño - dijo precipitadamente, al alejarse de él - Tu ropa está muy sucia. Y pareces famélico. ¿Qué te ha sucedido?
- Ah... - murmuró Alaster, como si no esperase aquellas preguntas o no supiera qué decir - Bueno, el viaje fue duro. Pero estoy bien, no debes preocuparte, hermano.

Theod frunció el ceño, pero asintió. Alaster le esquivaba la mirada. "Me oculta algo".

- No conocía este lugar. ¿Has hecho tú estas pinturas? - dijo, señalando el dibujo del fondo de la pared.
En él, una mujer de aspecto bellísimo se retorcía, sujetándose los cabellos, y miraba a los dos hermanos con ojos verdes y brillantes. El pelo rojo serpenteaba sobre sus hombros blancos, su cuerpo voluptuoso pintado en la roca parecía necesitar de dedos que lo tocaran. Delante sólo había una losa de piedra en la que ardía una varilla de incienso y reposaba un cristal púrpura.

- Esta sí - admitió Alaster con voz átona - Llevo algunos días aquí... pensando si llamarte o no.
- ¿Pensándolo? Hermano, pero... ¿Qué hay que pensar? - replicó Theod, dándose la vuelta para volver a mirarle.

Al hacerlo, se dio cuenta de que su visión se emborronaba. La espada le pesaba en los dedos y le costaba enfocar la imagen de Alaster, que pronto se dobló y se triplicó, se rompió en una vidriera fracturada y por último se desvaneció en una bruma oscura y densa.

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Cuando despertó, Theod ya sabía que aquello había sido un gran error. No necesitó entender las extrañas palabras que su hermano pronunciaba. No necesitó que él le devolviera la mirada desesperada. Atado sobre la piedra, semidesnudo, bajo la luz de las antorchas y mareado con el olor del incienso, le bastó ver el puñal entre las manos de Alaster y la bruma rojiza y sonriente, los ojos verdes como gemas de jade del demonio, que jugaba con sus velos alrededor de ambos.

Las lágrimas rompieron y el nudo se cerró en su garganta. Su propio hermano. Trató de pronunciar su nombre a través de la mordaza.

- ¡Elefhte! - aquello fue todo cuanto pudo exclamar - ¡Elefhte!

La mujer demonio de ojos verdes rió y le puso un dedo en la nariz. Su aroma le inundó los sentidos, mientras el miedo le anegaba el corazón.

- Relájate, mi precioso caballero - le susurró ella, toda dulzura y seducción - Reza tus oraciones de paladín.

Con los dedos blancos recogió sus lágrimas, se llevó las yemas a los labios y las paladeó con deleite que no se molestó en disimular. Se envolvió en los velos y observó a Alaster mientras él completaba las palabras de aquel terrible rito.
- ...por mi mano te entrego lo más amado... - murmuró la voz trémula de Alaster. El sudor le corría por la frente y en su mirada había una angustia y una desesperación muy hondas, tanto que hasta Theod tuvo espacio para la compasión entre los jirones de su propio pánico - Con sangre de mi sangre, te reclamo a mi lado.

La mujer sonrió. Alaster miró a Theod y sus nudillos se pusieron blancos. Levantó el puñal.

- ¡Aina!

No vio el fogonazo. Desolado, sintiéndose ya muerto, Theod había cerrado los ojos. Temblando de pies a cabeza, sólo sus oídos recogieron los sonidos de lo que tuvo lugar a su alrededor. Aquella voz de bronce que invocaba la Luz Sagrada, los metales chocando. El aullido de la mujer y el estertor de su hermano, su peso sobre su cuerpo, la sangre manchándole los labios, su propia sangre, la de él, que también era suya.

Minutos después, cuando consiguió reaccionar y sus párpados se despegaron, sus ojos se encontraron con la mirada de Rodrith Albagrana, que le zarandeaba y le apartaba los cabellos de las mejillas.

- Theod. Theod. ¿Estás bien?

La voz de bronce, como una campana cálida y suave que vibraba de preocupación. Los ojos azules, grises, quizá verdes, conmovidos y alterados. Y en aquel momento, le odió. Odió su compasión, su lealtad, odió su fuerza, odió estar en sus brazos, odió haber mostrado así su fragilidad ante él. Sabiéndose arrasado, sabiéndose destrozado, le odió a él mas que nunca, pues jamás, jamás podría llegar ya a rozar sus hombros o a alcanzar ni de lejos su altura. Él era el amado. Theod, el traicionado. Él era el salvador. Theod, el cazado. Él era el primero, y Theod siempre sería, como mucho, el segundo. En aquel momento, lo que quedaba de la frágil amistad, se quebró y se empañó con el humo negro de la última derrota de Theod Samuelson, quien poniéndose en pie empujó lejos de sí a su lugarteniente, tomó su espada y arrastró el cadáver de su hermano Alaster.

No escuchó los gritos de Rodrith, ni de los que habían venido con él, mientras se dirigía a la boca de la gruta. Allí, arrojó el cadáver de su hermano a los no-muertos para entretenerles mientras escapaba por las colinas, con un agujero humeante en el lugar en el que había tenido el corazón y la semilla de un odio negro hundida profundamente, germinando en las cenizas de su mente y de su alma.

viernes, 21 de enero de 2011

XXXVI - Theod: Danza macabra - Acto II: Preludio desesperado

El Capitán Theod Samuelson jamás hubiera esperado tener encuentros felices en aquel terrible lugar, las Tierras de la Peste. Había acudido allí a combatir, a tener encuentros desgraciados con criaturas que morirían a sus manos. Quizá a morir, como sucedía con frecuencia, y a confiar en la habilidad de sus compañeros para que le incineraran antes de que pudieran levantarle con las artes de la nigromancia y pasara a engrosar las filas de la Plaga.

Y sin embargo, después de unos días en el campamento de la Capilla, había recibido un mensaje de su hermano. Ni más ni menos. Con el corazón en un puño y las armas a la espalda, ahora cabalgaba hacia la cueva infame en la que Alaster le había citado, preguntándose, con un punto de inquietud, cómo había hecho su querido hermano menor para atravesar aquellas tierras infectas y el por qué de tan peculiar lugar de encuentro.

Llevaba la carta doblada en una mano, el escudo a la espalda y la espada desenvainada en la otra mano. Albor cabalgaba al paso, lentamente, por las vías seguras trazadas por el Alba Argenta, donde aún había centinelas aquí y allá y los engendros del Azote no se atrevían a aproximarse demasiado. El sol se ponía, y el peligro de aquel viaje, breve pero mortal, convertía la travesía en una insensatez propia de un idiota o un suicida. Theod era consciente. Sin embargo, no podía dejar de acudir a la cita, porque la sangre le llamaba y tras los duros golpes que había sufrido su corazón, en poco podía confiar más que en la sangre, y no le quedaban demasiadas cosas a las que llamar valiosas, demasiados sentimientos puros a los que aferrarse.

Ivaine, el amor cálido y puro que había sentido por ella, se había convertido en un cuchillo que solo le hería, se había disuelto en las aguas burbujeantes de la posesividad no consumada, de la envidia y los celos, que le corroían lentamente, día a día, por mucho que Theod intentara combatirlos. La leal camaradería que había mantenido con Rodrith, la amistad y el mutuo afecto, habían quedado sepultados bajo el despecho y el sentimiento de rechazo. Si bien seguía tratando a ambos con la mayor naturalidad posible, era como si se hubieran abierto abismos insalvables entre ellos. Asi pues, las únicas dos personas en la División en quienes había podido apoyarse un día, ya no estaban a su alcance, y nada le provocaban mas que dolor y sufrimiento. En aquella caída en picado en la soledad y el malestar, en aquel entorno en el que se sentía cada día más inseguro, mas reemplazable y más amenazado por caracteres más fuertes o carismáticos, la carta de su hermano citándole para pedirle ayuda le parecía un bote salvavidas.

No veía a Alaster desde que eran pequeños. Su padre le había enviado siendo muy niño a los Páramos, bajo la tutela de un pintor, para desarrollar su sobresaliente talento artístico. Desde entonces, las cartas de Alaster eran breves y dirigidas a toda la familia, y un día dejaron simplemente de llegar... y si lo hacían, su padre no decía nada. Pero le quería. Adoraba a su hermano, y su hermano le adoraba a él. Prueba de ello era que Theod conservaba todos y cada uno de los dibujos que Alaster le había regalado siendo pequeños, y los que más tarde le había remitido como regalos de cumpleaños.

Albor resopló al llegar a las cercanías del Claro Ponzoñoso. Theod se echó la caperuza sobre el rostro y dejó a la fiel montura aparte, atada al último estandarte del Alba. Se sacó una de las reliquias que llevaba prendidas a los brazales y la enganchó a las bridas del corcel, palmeándole el rostro y mirándole a los ojos.

- Espérame aquí, mi buen amigo - le susurró - el estandarte te guarda, y al cuello llevas una reliquia sagrada. La Plaga no se atreverá a acercarse a tí. Espérame.

La noble bestia sacudió la cabeza y frotó el morro contra la mano de su señor, que se alejó, embozado y silencioso. Theod se escurrió entre los matorrales y se encaramó a las rocas, trepando las colinas, atento alrededor. No atravesaría aquella vasta extensión infestada de no-muertos para llegar a la cueva. Bordearía la zona sin ser visto y descendería justo sobre la boca oscura. La luz pálida de las estrellas ya asomaba entre la bruma amarillenta de las tierras plagadas, el sol, una lágrima roja y líquida, se desdibujaba tras un horizonte sucio. Theod echó un vistazo a la carta de Alaster y examinó el pequeño mapa que había trazado para él, justo antes de que el sol se pusiera del todo y finalmente.

¿Qué lleva a un hombre a internarse en la boca del lobo, sobre grandes peligros, para acudir a un encuentro que se presiente desgraciado? ¿Quién cita al hermano en cuevas más allá de hordas de no muertos alzados? ¿Donde estaba la cordura o la lógica de Theod Samuelson en aquel día aciago? Si fueron la inocencia o la desesperación por hallar algo que aún le sirviera de asidero lo que le guiaron a emprender tal camino, nadie lo supo nunca. Si fue el amor hacia su hermano o el pensamiento de que pudiera estar en peligro, ni siquiera él llegó a analizarlo. Theod sólo siguió la llamada de su sangre, ciegamente, sin valorar ni contemplar posibilidades. Fue llamado, y acudió, como un hermano leal hace, como un hombre justo, como un soldado fiel.

Y así, con aquella llamada en el corazón, con aquel deseo de ver a Alaster de nuevo iluminándole como una llama, Theod cruzó las colinas oculto bajo su manto, se fundió en la oscuridad cuando la noche se tendió como un edredón de tinieblas sobre el cielo envenenado y se movió con rapidez y agilidad hacia su meta. Las criaturas de la Plaga, olisqueando el aire, si captaron su presencia fueron incapaces de ubicarla.

De este modo, sin saberlo, el caballero Samuelson iba al encuentro de su destino, y a hacer que muchos otros también hallaran el suyo.