miércoles, 30 de septiembre de 2009

I - Reclutamiento

Había cerrado los ojos un instante, respirando profundamente. Quería escuchar el aire, alejar su mente de allí y olvidar que estaba a punto de enfrentarse a un tribunal. “No es un tribunal”, se dijo a sí misma. “Solo es una prueba. Una puñetera entrevista y nada más”. Abrió los ojos, tamborileando con los dedos en la rodilla, y se estiró el jubón sobre el pecho, sintiendo cómo la malla se clavaba en su piel al hacerlo. Nuevamente, la sensación del metal contra su cuerpo la reconfortó extrañamente, y el nudo que tenía en el estómago se disipó un tanto. Al menos lo suficiente para no vomitar en la casa de reclutamiento del Alba Argenta. Eso desde luego no sería NADA apropiado, por no hablar de lo difícil que sería limpiar aquellos suelos de madera tan bien encerados.


Se encontraba en la antesala, con su recomendación firmada sujeta en una mano. Los dedos le sudaban y se pegaban al papel, y la crispación había provocado que lo arrugase un tanto. Sentados en las sillas contiguas, el resto de aspirantes la observaban de reojo. Levantó la cara y respondió a la insistente mirada de uno de ellos, un hombre que debía ser diez o veinte años mayor que ella, con una sonrisa irónica y desafiante. El hombre se mesó las barbas y volvió la cabeza, fingiendo centrar su atención en la espada que tenía sobre las rodillas.


“Malditos sean todos”, se dijo, agachando la cabeza de nuevo. “Aquí están, con sus brillantes armaduras. Ése seguro que por lo menos ha sido mercenario, y aquel de allí tiene pinta de haber pertenecido a la Guardia de la Ciudad. Eso les da derecho a mirarme por encima del hombro. Claro, la pobre chica, mírala, ¿cree que la aceptarán?, pobre ilusa, si es una cría, ni siquiera tiene espada. Malditos sean todos.”


La puerta contigua se abrió y un joven caballero salió al exterior. Pasó junto a ellos sonriendo, con la orden en la mano, deslumbrante y satisfecho. Ivaine le miró con envidia y se retiró el pelo de la frente, recogiéndolo detrás de las orejas. Observó su propio aspecto con un suspiro ahogado. No es que tuviera una pinta muy imponente. Lord Samuelson le había permitido vestir su vieja cota, pero como le estaba enorme, tuvo que pedirle a un herrero que la ajustase, quitando algunas anillas. Por suerte, el herrero sólo pidió a cambio que le permitiera conservar el metal sobrante para fundirlo, porque Ivaine no hubiera tenido con qué pagarle. Llevaba su mejor jubón, lo cual no era decir mucho, y los pantalones de cuero rígido, desgastado en las rodillas, que utilizaba para entrenar. Las botas las había encontrado en el sótano de la casa, y estaba segura de que habían pertenecido a Theod tiempo atrás.
- Siguiente
El caballero barbudo se levantó y cruzó la puerta de madera pálida, dedicándole una sonrisa de suficiencia antes de cerrar. “Será cabrón…”


- No les hagas caso. – murmuró su hermanastro, dándole una palmadita en la rodilla, mientras le sonreía. – Verás como todo sale bien.
Ivaine frunció el ceño y apretó los labios.
- Para ti es fácil decirlo. Tienes ventaja.
- La misma que tú. Nuestra recomendación es idéntica, así que somos iguales. - Sonrió de nuevo. - Hazte a la idea.
Claro. Igualitos. Por eso Theod llevaba una cota de mallas dorada cubierta por el tabardo con el emblema de la familia Samuelson y guantes de piel de cierva. Por eso tenía un mandoble reluciente, recién pulido, reposando a su lado en la silla y levantaba el rostro, de grandes ojos castaños e inocentes, sin que nadie le mirase como a un mendigo.
No, no eran iguales. Aunque la recomendación que Ivaine estrangulaba en su puño cerrado era la misma que la que Theod mantenía suavemente entre los dedos, ella sabía que no eran iguales en absoluto. 


Habían tenido que insistir mucho a Lord Samuelson para que les permitiera estar allí ese día. Cuando ambos se presentaron ante él, respetuosos y dignos, el caballero se había tirado de los bigotes, carraspeando, hasta que Ivaine pensó que se los iba a arrancar de cuajo. Aun así les escuchó, más bien escuchó a su hijo Theod. Y finalmente redactó los documentos sin que nadie se lo pidiera.


- Ya que parecéis dispuestos a embarcaros en la digna empresa de combatir la Plaga, al menos me aseguraré de que se os acoge con el honor que merecéis, en consonancia con nuestra familia.


Luego se extendió en un soliloquio acerca de la larga tradición de los Samuelson y cómo habían conseguido todos sus títulos, que permanecían intachables desde el principio de los tiempos, mientras los dos muchachos observaban la exasperante lentitud con la que la pluma se deslizaba sobre el papel, haciendo caso omiso a sus palabras. 


La puerta se abrió con ímpetu, sacándola de sus pensamientos, y el caballero barbudo avanzó a grandes zancadas, rezongando entre dientes, camino al exterior, con el rostro enrojecido por la indignación.


- Siguiente.


Ivaine sonrió a su hermanastro y le guiñó el ojo. Theod respondió con cierta inseguridad y se puso en pie, cargando con la espada. Le observó mientras entraba en la estancia contigua, con los cabellos castaños cuidadosamente peinados ondeando tras de sí, y dejó escapar el aire entre los dientes, sintiendo que se le encogían las tripas otra vez. A partir de aquel momento, los minutos se volvieron eternos y pesados, y miraba a todas partes intentando fijar la vista en algún lugar.


Luego las bisagras chirriaron y Theod salió de la sala, inexpresivo. Ella se levantó para preguntarle cómo le había ido, muerta de curiosidad. Y la voz volvió a resonar, alta y clara.


- Siguiente.


Miró un instante a su hermanastro con inseguridad, abriendo la boca para hablar y cerrándola a continuación. Él le hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta y ambos asintieron.“Vamos, es la hora.” Se dijo, tomando aire “Vamos. Llevas esperando esto mucho tiempo. No pierdas la ocasión. Vamos. Puedes hacerlo.”


Entró a largas zancadas, queriendo parecer decidida, y cerró a su espalda, girándose hacia la mesa de roble donde tres hombres aguardaban, tomando notas, con el tabardo reluciendo en su pecho. El sol de plata sobre las tinieblas, brillando incansable.


- Sentaos, por favor – dijo el caballero del centro, un hombre con el rostro surcado de arrugas y el cabello hirsuto del color de la ceniza. Ivaine obedeció, bajo la atenta mirada de los oficiales.
Le pareció que sus rostros eran idénticos, sólo el color del pelo cambiaba. Los tres tenían barba, los tres superaban la cuarentena, los tres la miraban desde sus ojos hundidos como puñaladas. El de la izquierda era moreno, y el de la derecha estaba calvo. Por lo demás, podían haber sido el mismo hombre.


- ¿Cuál es vuestro nombre? – dijo el moreno.
- Ivaine Harren, señor. – Respondió, tiesa como una vara al borde de la silla. Al menos su voz había sonado firme, o eso le parecía. Soltar un gallo en aquel momento habría deshecho toda su determinación, y bajo aquellas miradas, no podía evitar sentirse una niña a punto de llorar. Se sobrepuso a aquella sensación, mientras los tres hombres deslizaban sus plumas.
- ¿Habéis sido instruida en las armas, Ivaine Harren? – dijo el calvo.
- Sí señor. Sé manejar la espada, la lanza, las mazas y el mandoble, señor.


Los tres escribieron de nuevo.


- ¿Tenéis alguna enfermedad o discapacidad?


Siguió respondiendo a las preguntas, una a una, mientras los hombres la miraban y escribían, preguntaban, la miraban, escribían. Mintió cuando le preguntaron su edad, tragando saliva, y se puso pálida cuando quisieron saber si estaba casada o tenía hijos, respondiendo con un rotundo “¡NO!… no, señor.”


- ¿Por qué queréis formar parte del Alba Argenta, Ivaine Harren?


Se apartó el cabello del rostro y arrugó el entrecejo, con aquellos seis ojos iguales clavados en ella.


- Para luchar contra la Plaga, claro está.


Durante un rato se hizo el silencio. ¿Quizá había sonado demasiado engreída? ¿Excesivamente orgullosa?. Es posible que su voz hubiera tenido cierto matiz de autocomplacencia, ¿no?. “Ay joder, ay joder…” Estrujó la recomendación, mientras se le secaba la boca, intentando levantarla y mostrarla diciendo algo, lo que fuera, algo que sonara bien y la rescatara de aquella atmósfera. Pero era incapaz de decir o hacer nada. Su cuerpo y su mente solo podían angustiarse. Le pareció que el aire se volvía mas denso en el interior de la estrecha habitación, hasta que finalmente, el golpe del sello al caer sobre el pergamino con violencia, la hizo dar un respingo involuntario en la silla.


- Veremos de lo que sois capaz, Ivaine Harren.


Los tres hombres sonrieron a la vez.

2 comentarios:

  1. Que blog mas PRECIOSO. Sobre el escrito ya te lo dije cuando lo leí. Me das envidia sana.

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  2. Verás que chulo va a quedar ^_^ , ya se lo merecía la pobrecita

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