jueves, 31 de diciembre de 2009

XXI - Vientos de guerra (I)

El jugo de la manzana se le escurrió por una comisura, mientras caminaba hacia el exterior de los muros gélidos de Vista Eterna. Derlen iba a su lado, mirándola de reojo con cierta extrañeza. No le culpaba, era consciente de que nunca había sido amable con él, jamás le había tenido en consideración. Pero ahora mismo no le preocupaba lo que él pudiera pensar.
- ¿Crees que por no comer vas a ser más digno de la insignia del Alba, o qué? - le espetó, ofreciéndole otra fruta. - No sé de qué te avergüenzas tanto.
El brujo carraspeó, inseguro, y la imitó. El crujido de la carne fibrosa de la manzana le arrancó un amago de sonrisa a la muchacha, que arqueó la ceja, irónica.
- Pues no es para tanto - dijo él. Le pareció percibir una nota de humor oscuro en sus palabras.
- ¿A que no? Derlen Elikatos se enfrenta al desayuno, y sus terrores frutales desaparecen al ser enfrentados. Un gran argumento de novela.
- Deberías escribirla. Quizá te hicieras famosa y rica.
- ¿Y privaros de mi escandalosa presencia en la batalla? Ni lo sueñes.


En el exterior, los soldados se agrupaban bajo el sol cálido de la mañana. Muchos de ellos llevaban el cabello mojado, aún reían a carcajadas. El ambiente se había vuelto mucho más agradable, o quizá a ella se lo parecía ahora. La saludaron con apelativos de lo más cariñosos.
- Buenos días, Roja - escupió el trol, en una lengua común más que aceptable. - ¿Theod donde?
- Estará al llegar. ¿No hay combates hoy?
- No combate. No tablero.


El trol señaló hacia el trípode de madera donde el capitán colocaba el cuadrante de los entrenamientos. Vacío, hundía sus patas en la nieve como los restos de un árbol seco. Ivaine miró a Derlen y arqueó la ceja. El brujo se encogió de hombros, dando otro mordisco a la fruta.
- Quizá es un día especial.
- Debe serlo, si estás comiendo. ¿Se acabó el ayuno, brujo?


Ivaine apretó los dientes y volvió el rostro hacia la voz conocida. Rodrith se les acercaba con la espada al hombro, y el corazón le dio un salto en el pecho. "Como una puta cría", se reprochó, preguntándose si se notaba el rubor en sus mejillas, si el brillo intenso en la mirada del elfo al detenerse un instante sobre ella era reflejo del suyo propio.
- Saludos, Albagrana - replicó Derlen, sonriendo a medias con cierta complicidad. - Harren me ha convencido de la poca utilidad de mis principios.
- Solo te digo que no vas a ser más efectivo en nuestra misión por negarte el alimento, y que la Luz no te va a querer mas ni los soldados van a mirarte mejor - declaró ella, cortante.
- Siempre tan pragmática. Buenos días, Harren.


La media sonrisa y el tono burlón de sus palabras contrastaban con el brillo cálido en la mirada. Ivaine respondió levantando la barbilla, desafiante, y haciendo una reverencia exagerada.
- Shorel'aran, Albagrana.
- Me saludas en mi propia lengua, cuánta amabilidad.
- No confundas educación y cortesía con amabilidad. Ademas, me gusta tu lengua.


Sonrió sesgadamente al ver el destello en la mirada del elfo y el breve instante de silencio perplejo que siguió. El doble sentido le había golpeado con claridad. Saboreó su triunfo mordiendo la manzana con descaro y parpadeando con cierta indiferencia, mientras dejaba que Rodrith buscara una buena salida de su propio atolladero.


- Podría tomarme eso como una insinuación, ¿sabes? - dijo al fin, removiéndose algo incómodo, tratando de mantener la compostura.


Alrededor, Derlen les escuchaba con cierto brillo divertido en los ojos, y algunos más estaban prestando atención con disimulo. Si, era consciente de que sus discusiones eran una atracción para la división. Y ahora, más que nunca, tenían que mantenerlas si deseaban que el peculiar rumbo que había tomado su relación, pasara desapercibido. Cosa que no les resultaba especialmente difícil, y tampoco desagradable, para ser sinceros.


- Demostrarías tu ignorancia una vez más, si. Pero hazlo, será un placer recordarte cuál es tu lugar.
- Sorpréndeme. ¿Cual es mi lugar, Harren?


Tragó saliva, golpeada repentinamente por una oleada de excitación en alguna parte de su cuerpo. "Maldita sea, con los juegos". Afortunadamente, Theod se acercaba, y los soldados comenzaron a formar.


Era complicado ignorar el tirón que Rodrith provocaba en ella. No parecía que a él le resultara más sencillo, pero sí lo aceptaba con más entereza. Delante de los demás, se mostraban cautos y mantenían las apariencias. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, un turbulento oleaje había hecho presa en ellos, y la contención saltaba por los aires cuando, mientras patrullaban por el bosque, repentinamente una mano tiraba de ella y la estrellaba contra un árbol para besarla con la sed de mil náufragos, o en la quietud de la noche, la muchacha se escurría, sigilosa, bajo las mantas del sin'dorei en pos de esa mirada reluciente de mares embravecidos, del tacto cálido y áspero de las manos sobre su piel y el calor incendiario de los húmedos besos. "Amantes", se dijo, con un estremecimiento de satisfacción y un estúpido azoramiento, sintiéndose de nuevo como una niña. Pero sí, eso es lo que eran. Amantes. Dioses. Apartó el pensamiento de su cabeza a empujones y se centró en las palabras de Theod, sin molestarse en contener las miradas de reojo que lanzaba al soldado Albagrana... y que en todo momento se cruzaban con la suya.


- Así pues, ante la movilización evidente de las tropas del remanente de la Legión en la Garganta Negro Rumor, es oficial, señores. - decía Theod. - La División Octava está en guerra. Vamos a aplastar a esos demonios.


Aquellas palabras le hicieron volcar toda su atención en el Capitán. ¿Guerra? ¿La Garganta?.


- Nos dividiremos en dos grupos de seis. En cada uno quiero un hombre con escudo, preparado para contener las avalanchas de enemigos, y un sanador. El resto, preparad armas y armaduras para derrotar criaturas infernales. Aquellos que podéis usar la Luz, mentalizáos para reventarles el alma con ella.


La sonrisa decidida de Samuelson y el brillo en la mirada arrancó un par de gritos de júbilo. Ivaine sonrió también, emitiendo un gruñido de satisfacción. Cuando rompieron filas, se encaminó de nuevo al interior de las murallas, pensando animadamente en los días de actividad y combate que seguirían. Se quedó atrás, intercambiando unas palabras con el maestro de vuelo, mera conversación casual... "oh joder, Ivaine, eres ridícula" se dijo. Si, en el fondo era consciente de que estaba haciendo tiempo para que esa presencia que ahora sentía a la espalda se hiciera presente, el leve roce del aliento lejano sobre sus cabellos le pareció tan perceptible como el rugido de la tempestad. "Debería darme verguenza", se dijo, con una risita maliciosa y algo tonta resonando en sus mientes. Se giró, con la mano en la cadera y postura desafiante, encarando a Rodrith con cierto desdén.


- Vientos de guerra, ¿Qué te parece, Oso? - dijo, sonriéndole con sarcasmo. - ¿Confías en mi escudo?


El Oso, así habían empezado a llamarle tras el incidente con aquel animal fiero en las colinas, cuando había salvado la vida de Ivaine. Ese detalle, afortunadamente, no había sido hecho público, gracias al galante silencio del elfo. Rodrith arqueó la ceja, con ese aire prepotente que tanto le gust... "¡tanto ODIAS, Ivaine!", se corrigió.


- Confío mucho en él. Por eso creo que deberías prestárselo a alguien mas hábil, damisela.
- Obviamente, ese alguien no eres tú.
- Los dioses me libren. Los escudos son para los que tienen miedo a las cicatrices.
- O aprecio a la vida. Lo agradecerás cuando mi escudo y mi escasa habilidad salven la tuya, chiflado.
- Si tengo que depender de eso, ya puedo darme por muerto.
- Habrá que festejar ese momento. El mundo será un lugar mejor contigo bajo tierra.
- Ya que me condenas a la perdición con tu ineptitud, tendré que llevarme una alegría al mas allá - replicó él con un tono insidioso, sonriendo con un destello hambriento en la mirada y una expresión depredadora que la muchacha reconoció al momento.


Le devolvió la sonrisa, alzando la barbilla. No tenía miedo a hacerle frente. Le encantaba, de hecho.


- Pues ve a buscarla a la taberna. No encontrarás nada que pueda darte goce aquí - respondió ella, agitando el corto cabello rojo y pasando por su lado con arrogancia.
- Yo no estaría tan seguro.


El susurro le llegó a los oídos, casi flotando en el aire. La siguió casi hasta la puerta y arrojó la mano enguantada sobre su muñeca, tirando de ella y volteándola en un recoveco de la muralla. El goblin que guardaba la entrada se encontraba conversando con su compañero, afortunadamente, aunque Ivaine temía que el violento retumbar de su corazón atrajera su atención. Un estallido de calor se le inflamó en las venas, mientras forcejeaba con el elfo. "Mi amante", se dijo una vez más.


- Quítame las manos de encima, escoria - gruñó secamente, en voz baja.
- Eres un ser abyecto y despiadado - respondió el susurro embaucador, malicioso y seductor, casi sobre sus labios. - Si quito las manos será para poner otra cosa.
- Cerdo. Cállate y bésame.


Y Rodrith obedeció. Ivaine había aprendido algo en aquellos días. Había aprendido que el Oso, a pesar de su carácter impositivo y dominante, podía ser dócil y obediente como un corderito cuando estaba de acuerdo con la orden que se le daba.

lunes, 19 de octubre de 2009

XX - Contradicción


Ivaine tenía la certeza de haber cometido el peor error de su vida. Oh, sí, lo sabía claramente en el fondo de su corazón. Y sabía que tenía que levantar la cabeza despeinada de aquel pecho cálido, desenlazar sus dedos de aquella mano áspera, sensible y ancha, decir adiós y largarse del refugio. Eso era exactamente lo que tenía que hacer. Pero la somnolencia le daba la excusa. También el brazo que la rodeaba, con dos dedos caminando sobre su espalda. “Y qué coño. Ya la he cagado, no hay forma de borrar lo que ha pasado. Pero al menos puedo disfrutar de mi equivocación hasta que no tenga más remedio que enfrentarme a ella.”, se dijo, acomodándose aún más encima de la piel caliente del soldado.

- Que quede claro – murmuró con voz perezosa – que esto no cambia nada. Sigo detestándote profundamente.

Con el rostro pegado a su piel, podía sentir perfectamente la vibración de la suave risa silenciosa. Le golpeó débilmente con el puño sobre el hombro, en un movimiento tan vago que ni siquiera podía considerar como tal.

- Te lo digo en serio.
- Ya lo sé. – Respondió el soldado. Su voz era profunda, grave, intensa, como una capa de terciopelo perfumado que se desplegaba a su alrededor, y tenía ganas de envolverse en ella, liarla en torno a su cuerpo y descansar en su interior, segura y calentita… “Deja de pensar esas cosas”, se dijo. “Es una orden.” – Puedes detestarme todo lo que quieras.
- No tienes que darme permiso, ¿sabes? – replicó ella, intentando parecer antipática.
- ¿Ya vas a empezar otra vez?
- Es que no te soporto.
- Bueno, en algo estamos de acuerdo.

Otra vez el estremecimiento de la risa contenida.

En otra situación, se habría enfadado, pero no se sentía con fuerzas, ni con ganas. Podría alzar la mirada, escupirle su indignación y golpearle incluso. “Podría, pero no me apetece”, pensó, desdeñosa. Los dedos de su espalda completaron la ascensión y acariciaron su nuca con un roce sutil, después se enredaron en su pelo. El brazo que la rodeaba la estrechó suavemente, sin que opusiera resistencia alguna.

Allí estaban. Tumbados sobre la cama destartalada del refugio, yaciendo entre mantas polvorientas, con sus cuerpos como únicas fuentes de calor. La palma de su mano izquierda unida a la diestra del soldado, su mejilla sobre el corazón del soldado, sus pechos sobre el torso del soldado, la pierna enroscada en su pierna, y el brazo de él rodeando su cuerpo. Un suave aroma flotaba en la habitación: sudor, fluídos, carne y sangre, el olor del sexo, que la embriagaba como incienso, embotando sus sentidos y su mente. Eran los restos del volcán y la erupción, de la tormenta que aún goteaba.

“Me ha tocado”, recordó. “Me tocó por todas partes, con todo su cuerpo. Me ha tocado.” Y ella también lo había hecho. Si, después de pelearse.

Se habían arrastrado sobre la nieve como animales. Ella le abofeteó en algún momento y volvió a insultarle, y él le retorció el brazo a la espalda y le mordió los labios. Se habían empujado el uno al otro dentro del refugio, y habían resuelto su conflicto, haciéndolo arder con una intensidad que era incapaz de racionalizar. Y habían ardido dentro de aquel incendio, inflamándose hasta estallar.

Había sido doloroso. Lo fue por un momento, cuando ella misma se arrojó sobre su cuerpo, apretando los dientes y aguantando el grito cuando la carne lacerante se abrió paso en su interior y se le cortó el aliento por un instante. No lloró con la sensación abrasadora, tirante, dentro de sí, pese a que sabía que estaba sangrando y se había herido. No lloró por eso, pero cuando él la abrazó y se escurrieron las palabras en su oído, dulces y consoladoras, cuando la envolvió entre sus brazos y acarició su cabello como si fueran suaves hilos de seda en lugar de una maraña roja y enredada, la emoción se anudó en su garganta y estuvo a punto de liberar las lágrimas.

- Melya... írima... - le había susurrado. Palabras que no entendía, en un idioma antiguo y musical que resonaba con ecos profundos en su voz grave, teñidas de una dulzura que no había esperado nunca. La pasión arrebatada y violenta se mezcló con otros matices, algo cálido y acogedor, que le hicieron pensar en un hogar que nunca había conocido.

Le consoló con besos que nunca había dado, y él la consoló a ella, destrozando su soledad a dentelladas, disolviéndola en su saliva y entre las caricias entregadas. Nada había tenido el menor sentido, pero todo estaba bien... aunque fuera un gran error.

Ahora solo quedaban las cenizas. Cenizas de las murallas con las que se habían protegido el uno del otro durante los meses anteriores, restos humeantes de un asedio mutuo que parecía haber tocado a su fin. Suspiró, repitiéndose lo terriblemente equivocado que era aquello, mientras desliaba sus dedos de los dedos del elfo y recorría su brazo, sintiendo en las yemas el tacto suave y curtido de la piel, rodeó el hombro y ascendió por su cuello. “Mierda”.

Levantó la vista y se encontró con los ojos del color del mar, intensos. Se miraron largamente.

“He bebido su saliva. He lamido su sudor. He mordido su piel. Y él me ha tocado, y dejó correr su lengua a lo largo de todo mi cuerpo. Debería avergonzarme. O mejor, sacarle los ojos. Son sus ojos, es esa mirada.”

- ¿Por qué me miras así? – soltó, sin contenerse.
- No sé cómo te estoy mirando.
- Siempre me miras así. Con… esa expresión.
- Será porque te deseo.

Ivaine frunció el ceño con cierta sorpresa. Bueno, esa claridad no entraba dentro de sus planes, pero ella le había reprochado que siempre se escondía. Ahora que al parecer, había renunciado a ello, tampoco se sentía con derecho a quejarse, y él la observaba tan tranquilo, como si nada pudiera ser de otra manera.

- No digas bobadas. Siempre me has mirado así, desde el día que llegaste.
- Te deseo desde el día que llegué.
- Y yo te aborrezco desde entonces – respondió, sin apartar los ojos. Sabía cuán estúpido había sonado aquello en su voz perezosa y lúbrica. – Esto es un error – dijo, más hacia sí misma que a él. – No volverá a suceder.
- Es cierto. No volverá a pasar – replicó Albagrana, apartando los ojos de ella.

Se quedaron en silencio un instante.

“No volverá a suceder”, se dijo a sí misma, mientras reptaba sobre el cuerpo del sin’dorei, lamiendo su piel. Se ladeó para colocarse sobre su pecho, hundiendo las manos en su pelo, los ojos en sus ojos. “Es cierto. Me mira con deseo. Me desea. Podría perder la cabeza por mí, podría hacerle enloquecer, podría enloquecer yo misma...”

Él la besó de nuevo, intensamente, forcejeando para atraparla entre sus brazos, y las mantas se agitaron con la ondulación de dos cuerpos que buscaban el calor del otro con ansia.

Por supuesto, Ivaine era experta en contradecirse, a sí misma y a los demás. Y a lo largo de aquel día y hasta que no pudo más, construyó una sublime oda a la contradicción.


XIX - La reina en la tormenta

Ella conocía las fuerzas.

Ivaine Harren, nacida en Stromgarde, de padre desconocido y ahora huérfana y sola, no era una joven instruida. No estaba versada en las letras, sus manos de dedos demasiado rudos para una chica nunca pasaron las hojas de vetustas enciclopedias, acaso algún cuento de páginas amarillentas cayó en sus manos de cuando en cuando en el caserón de los Samuelson. Ivaine Harren nada sabía de filosofía o de matemática, la magia arcana no espoleaba su curiosidad y no, en absoluto tenía el menor conocimiento sobre medicina.

Sin embargo, mientras Shelia Nocheclara iba y venía de cuando en cuando, con las vendas empapadas en sangre y los cuencos humeantes de ungüento, permanecía junto a la puerta, buscando en su mente un motivo por el que estar ahí, un motivo por el que marcharse. Sabía que no lo hallaría. Conocía las fuerzas. Y sabía que había heridas más profundas que un zarpazo, enfermedades peores que la fiebre, virus más violentos que la Plaga. Conocía esas fuerzas.

Y aun así, no las evitó.

Cuando, días mas tarde, las actividades volvieron a su cauce y el sin'dorei partió, restablecido de su herida, para incorporarse al puesto de vigilancia, le siguió de lejos entre los árboles nevados, bajo el vuelo de las lechuzas y la caricia helada del viento. Le siguió a través del bosque, hundiendo los pies en el blanco manto, sin pensar en nada, hasta que él se detuvo a esperarla, a unos pasos del viejo refugio. Se giró hacia ella cuando le alcanzó y se quedó observándola, inexpresivo. Aguantó aquella mirada por un momento, y se pasó las manos por el pelo, enredando un mechón entre los dedos. Ivaine no sabía nada de medicina, pero sabía mucho de sufrimiento, y pensaba en ello mientras los ojos relucientes la escrutaban, a la expectativa. Aquel silencio le pareció cargado de significado, hasta que se atrevió a romperlo y dijo lo que siempre había querido decir con palabras.

- Te conozco. Sé como eres.

El soldado, con las armas a la espalda y el cabello enredado por el viento, no se movía, con los ojos abiertos prendidos en ella como cuchillas, insertados en su carne y en su alma. No había curiosidad en su semblante, simplemente, estaba ahí.

- Yo también te conozco - la voz grave, algo ahogada, llegó a ella con un murmullo suave - sé cómo eres.
- ¿Y como soy?

Era consciente de las miradas de los árboles, de la insignificancia del mundo en aquella mañana extraña, que parecía haberse formado de brumas de sueños inconcebibles y retazos de cuentos antiguos. "De esos que nunca acaban bien", pensó con un amargor en el paladar. Se sentía débil y vulnerable, quizá algo acobardada a juzgar por los potentes latidos de su corazón. Le habría incomodado de no ser por que encontró el reflejo de sus propias emociones en los ojos del color del mar que no se apartaban de ella.

- Eres acero y sangre, Ivaine Harren. Te has forjado en tu propio fuego, te templas sola, te endureces en las nieves y estallas en volcanes cuando no puedes soportar más todo lo que llevas dentro. Eres una reina roja, sentada en un trono de piedra bajo la tormenta.

Ivaine parpadeó, tragando saliva, y levantó la mirada.

- No es cierto - replicó con voz suave. Era su voz, aunque nunca se había escuchado de ese modo a sí misma. - No estoy bajo ninguna tormenta.
- ¿Cuántos años tienes?
- Quince
- ¿Por qué querías morir con quince años?

Alzó la barbilla, a la defensiva. Percibía aquel tono de desdén en la voz, y el rostro desafiante del elfo le provocó un hervor en la sangre que le hizo cerrar los puños bajo la capa de piel mullida.

- Si tan bien me conoces, dímelo tu, estúpido sin'dorei - escupió.
- No puedo responder a eso, no sé por qué alguien valiente se comporta con cobardía. No sé por qué alguien fuerte se deja llevar por la desesperanza. Y no sé por qué una reina se detiene delante de un oso, abandonándose sin luchar, para dejarse morir.
- ¿Quieres tú gobernar un reino desierto? - exclamó, dando un paso hacia adelante. "Ahora si... ahora si estoy bajo una tormenta", se dijo, notando cómo las emociones se anudaban en su interior. - ¿Quieres tú sentarte en un trono de espinas, ceñirte una corona de ceniza y sostener un cetro de sangre entre las manos?

Había alzado la voz y jadeaba apresuradamente. Y él la miraba con los ojos de mareas desatadas y la mandíbula apretada. El viento se agitó y silbó entre las agujas de los pinos, despeinándola.

- Sé lo que es la soledad. Y ahora, ¿qué coño quieres? - replicó él. - ¿Compasión? No eres capaz de aceptarla. ¿Comprensión? Te la niegas a ti misma.
- ¡Ah, mira quién habla! Me llamas cobarde, y tú también te escapas - gritó, sin saber muy bien lo que estaba diciendo, señalándole con el dedo. - Yo corro por las colinas, sí, grito y estallo con los volcanes, pero tú... huyes hacia adentro, encerrando esa jodida tempestad dentro de una... una... una puta fortaleza donde nadie puede entrar. Pero yo sé como eres. ¡Sé como eres!

Le vio entrecerrar los ojos, apretar la mandíbula y dar un paso atrás. Sí. Se estaba tambaleando. Avanzó un paso más, encarándole sin arredrarse. Irreflexiva. Irracional. Se lo habían dicho muchas veces.

- No puedes esconderte de mí - prosiguió, arrebatada. - no puedes huir de mí, porque yo te he visto, Rodrith, maldito seas por siempre. No puedes esconderte, te he visto, te conozco... y eso te acojona.
- Ya basta - avanzó hacia ella, con los dientes apretados.

Veía en su semblante la tensión contenida, le estaba haciendo flaquear. Y no iba a parar. Escuchaba, lejano, el bramido de las nubes que se enredan y se desatan, los truenos lejanos... se estremeció, y dio otro paso. Conocía las fuerzas.

- Tú me llamas cobarde, pero no eres mucho mejor, elfo - escupió, buscando las grietas. - Tú sabes por qué estaba inmóvil delante del oso, y sabes por qué siento lo que siento cuando todo parece sangrar y el universo no es más que un erial donde nada tiene sentido. Lo sabes, porque somos iguales.
- Cállate.
- Somos iguales. Por eso nos reconocemos.
- No somos iguales... - le vio pasarse los dedos por el pelo, encararla con la violencia en los ojos. - déjame en paz, niña. Lárgate de una vez.
- Cobarde.

Lo gritó. Lo gritó, y el grito quedó ahogado bajo el estallido sonoro cuando le abofeteó sin más, respirando entre dientes con los pulmones anegados, incapaz de contener más aire. Y escuchó el gruñido. El elfo se precipitó hacia ella y la sujetó por las muñecas, llevándole las manos a la espalda.

- ¡Cállate!
- ¡No quiero!

Agitó la cabeza, pateándole con furia. Forcejearon y se golpearon. Una niebla roja le cubría la mirada, escuchaba dentro de sí el estallido de la lava hirviente mientras peleaban, atacándose para romperse, enfrentándose para liberarse, y una llamarada violenta le recorrió la espalda cuando el tirón se hizo de nuevo presente y la cuerda se partió. "Por fin", pensó un instante, cuando cayó sobre la nieve, retorciéndose como un animal entre sus brazos. "Se acabó, por fin".

El espacio entre la violencia y la pasión se deshizo cuando atrapó los labios entre sus dientes. El estallido del sabor intenso en su boca se sobrepuso al dolor del beso imperativo y desesperado, se hundió en la tempestad sin miedo, tirándole de los cabellos, y se arrastraron, como un extraño insecto de ocho extremidades que aprende a caminar, clavando las rodillas en la nieve, bajo la ventisca recién despertada.

Ivaine Harren no era una joven instruida. Sin embargo, sabía invocar a las tormentas.

miércoles, 7 de octubre de 2009

XVIII - Desolación - El oso


Cuando la tarde la alcanzó, aún seguía deambulando sin rumbo sobre las colinas nevadas, con la ropa de cuero y las botas que usaba en el interior de la ciudad, envuelta en la capa, tiritando de frío. Las lágrimas se habían negado a acudir a sus ojos para limpiar el dolor extenso que se abría ante ella, pero el mordisco inevitable del aire gélido era, de alguna manera, un consuelo real, un asidero firme, físico.

Trastabilló, caminando errabunda por las suaves laderas, y se colocó de cara al viento, abriendo los párpados todo lo que podía. En aquel instante, uno de los pocos pensamientos que le parecían coherentes latía con fuerza en su cabeza. "Mi madre ha muerto. TENGO que llorar." Sin embargo, aparte de la humedad artificial del aire helado golpeando sus pupilas, no consiguió que el temblor intenso dentro de ella estallase. No había liberación.

"Tengo que ser fuerte. Mi madre siempre me decía que yo sería una mujer fuerte y nadie podría hacerme daño". Una pierna se hundió hasta la ingle en un montón de nieve, y maldijo, escupiendo a un lado. Se arrastró a duras penas y consiguió salir. Al alcanzar la superficie, se quedó tumbada, mirando estúpidamente los árboles que se apretaban mas allá, con los tonos purpúreos del crepúsculo cercano.

Se hundió en los recuerdos de suaves canciones de una voz dulce en la noche, de caricias sobre su cabello áspero, de besos maternales en su rostro. "Tu belleza es dura como la de las montañas, hija mía", le decía, cuando ella se miraba al espejo con absoluto desinterés, preguntándose, sin pena pero con curiosidad, por qué maravilloso azar ningún idiota la había sacado a bailar en el solsticio y se había visto privada del malicioso placer de rechazar a alguien. "En tus ojos hay fortaleza, y la fortaleza asusta".

En aquel momento no sentía la menor fortaleza, y desde luego no encontraba ningún parecido entre ella y una montaña. El lecho gélido de la nieve la abrazaba, punzante y real. Hundió los dedos en el manto invernal, aferrándose al tacto espumoso de los copos, al murmullo insistente de la brisa.

"No soy Ivaine Samuelson. Soy Ivaine Harren. Y no me queda nada."

Su madre había deseado que fuera fuerte, que se alzara inquebrantable, independiente, y pudiera volar libre sobre el mundo. Pero el mundo estaba desierto y ningún vínculo la ataba a nada, a nadie. Ahora que Sarah se había ido, no había a quién complacer ni motivos por los que esforzarse en no decepcionarla. El universo era un erial infinito de invierno eterno y vacío, la suya una existencia sin sentido.

No tenía amigos. Theod Samuelson era algo cercano, pero no le había ofrecido nada a él, y ella había rechazado todo cuanto el muchacho le había dado. Los compañeros de la división eran un mundo aparte al que se prohibió acceder y a quienes había negado el acceso, y los ideales del Alba Argenta no eran más que un espejismo vano, el ansia de batalla, una montaña de cenizas. Todo ardía a su alrededor mientras ella se congelaba, viendo claramente la certeza de una soledad absoluta como única alternativa de una vida a la que ya no le quedaban motivos para ser vivida.

Todo aquel esfuerzo por mantenerse firme, por ser fuerte, por no quebrarse nunca, sólo había servido para esto. Para no poder llorar a su madre muerta. Se vio allí tirada, como un ser patético y prescindible sin capacidad para enriquecer a nadie, ni siquiera a sí misma. Se odió profundamente durante horas, mientras el dolor anestesiado se negaba a manifestarse y la ventisca la cubría de blancos copos. La incapacidad de sentir lo que debía sentir en ese momento le provocaba una frustración devastadora y un rechazo instintivo a lo que ella era.

Quizá por eso, cuando escuchó llegar al oso, Ivaine no se molestó en moverse. Había oído sus suaves pisadas, el gruñido quedo y las aspiraciones del aire entre las fauces entreabiertas. La tarde había dado paso a la noche cerrada, y cuando levantó la mirada, el pelaje blanco relucía en la oscuridad. Bueno. Al menos le dolería de verdad. Tal vez morir a manos de un oso hambriento sería un modo de despertar por un instante antes del sueño eterno, tal vez incluso llorase un par de lágrimas para luego desaparecer entre sangre y jirones de carne desgarrada.

El oso se detuvo a pocos pasos de ella. Cuando se levantó sobre las patas traseras y rugió, Ivaine se estremeció, y el miedo la hizo contraerse. Clavó los dedos en la nieve, negándose a escapar. "No tengo donde ir." Se cernía sobre ella, con la saliva descolgándose de los enormes colmillos, y cerró los ojos con fuerza, respirando con dificultad a causa del pánico. Estaba temblando.

No gritó cuando las enormes garras se abalanzaron hacia ella, solo exhaló un débil sonido quejumbroso y se preparó para el mortal abrazo y el dolor intenso...

... que no llegaron nunca.

- ¡Tara na! - Una voz poderosa, imperativa. - ¡Nò talion! ¡Nò talion, Carandil!

El rugido de la bestia y un tintineo de metal. Abrió los ojos, sorprendida, y reculó sobre la nieve precipitadamente, intentando ajustar las imágenes a la realidad. Ninguna de ellas parecía tener sentido. La alta figura estaba de pie delante suya. No comprendía de donde había salido, o cómo había llegado hasta allí. Con el inmenso mandoble ante sí, se interponía entre ella y el oso, que gruñía furiosamente, retrocediendo unos pasos sobre las cuatro patas y observando al elfo, con la saliva espumeando entre los dientes.

- ¡Levántante, Carandil! ¡Qué coño estás haciendo!

La mirada clara y tormentosa la atisbó cuando él giró el rostro un instante, casi empujándola con violencia con sus ojos, haciéndola parpadear. El suelo recobró algo de solidez, su cuerpo se sintió menos ingrávido. "Reacciona", se dijo, impelida por una corriente soterrada de energía vivificadora. "Reacciona, Ivaine".

El oso se levantó de nuevo y rugió con intensidad, resonando su eco en las inmensidades del bosque oscuro y purpúreo, donde la noche ya reinaba. El sin'dorei se arrojó sobre él, con la espada firmemente sujeta, gritando algo en su idioma. Ivaine observaba, incapaz de moverse, como si todo aquello estuviera pasando en un lugar muy lejano y ella estuviera sentada muy por encima, sobre un columpio que no dejaba de balancearse. Algo en su interior se removía violentamente, inflamándose, intentando hacerla volver en sí, pero todo era demasiado confuso.

La espada se hundió en la nieve cuando el animal se movió, esquivando el golpe y volviendo a sostenerse en todas sus extremidades, y una zarpa rasgó la carne y la piel, despertando un gruñido sordo. El elfo se tambaleó. La sangre roja salió despedida, gotas brillantes de profundo carmesí que surcaron la oscuridad y cayeron sobre la nieve blanca. Ivaine las siguió con la mirada.

- Cabrón...

Las imágenes se precipitan ante la muchacha inmóvil. De nuevo el arma hiende el aire, la sangre vuelve a salpicar, y en el forcejeo, el oso gruñe y retrocede torpemente, tratando de apoyar la garra en el suelo nevado. Pero no hay garra, sólo un reborde sanguinolento y destrozado que apenas le permite avanzar.

El elfo se lleva la mano al cuello y suena un gemido sordo, un murmullo apagado. La capa verde está teñida de rojo, se escurren las hebras carmesíes fluyendo entre los dedos enguantados, manchando los largos cabellos. Y se desploma sobre las rodillas, sujetándose con la otra mano en la empuñadura de la espada, hundida hasta la mitad de la hoja en el lecho invernal.

El oso le mira un instante. Se acerca y olfatea al elfo antes de marcharse, con los ojos reluciendo y un caminar irregular y dificultoso, entre gruñidos doloridos. Sólo entonces le escucha respirar, cuando los latidos de su propio corazón se calman y dejan de golpear en sus oídos. Una respiración entrecortada, irregular.

- Que coño estabas haciendo, Ivaine... que...
- Dioses...

La muchacha se levantó precipitadamente, recobrado el control de sí misma, y corrió junto al soldado arrodillado en la nieve. Le apartó la mano de la herida, y un borboteo de sangre caliente, casi abrasadora, se derramó en el suelo con un sonido húmedo.

- Estás... ¡Joder, usa la luz y cúrate! - gritó desesperada, poniendo los dedos sobre la carne viva.

El zarpazo se había llevado por delante la piel, había desgarrado el músculo y abierto las venas. Se estaba desangrando. Rodrith Albagrana emitió un sonido ahogado, intentando alzar un brazo, que cayó inerte por su propio peso mientras los dedos se escurrían de la empuñadura de la espada. Ivaine le sostuvo. Sin preguntarse lo que hacía, le sostuvo, mientras apretaba con fuerza el profundo corte y le hablaba casi a gritos para que no cerrase los párpados, que aleteaban como si luchasen contra el sueño.

- No te duermas, no, no, no. Levanta la mano e invoca la Luz. - ordenó, agitadamente. - Vamos, elfo estúpido y engreído. ¡Hazlo!

Al tiempo que lo decía, intentó hacerle levantar el brazo otra vez, escurriendo el suyo tras su espalda, sin soltarle ni un instante. El cuerpo duro y pesado desprendía calor, en ocasiones los músculos se tensaban, mientras luchaba por no desvanecerse.

- Aina... - murmuró el soldado, haciendo un vago movimiento con los dedos.
- Eso es... - la energía sagrada destelló, y llovieron luciérnagas doradas sobre ambos. - Otra vez, un poco más... vamos, puedes hacerlo.
- Ain... dioses...

La Luz tintineó una y otra vez, entre los murmullos del elfo y las peticiones desesperadas de Ivaine, hasta que ella notó que la humedad dejaba de fluir y la piel se cauterizaba bajo su mano. Apartó los dedos para rebuscar desesperadamente en las bolsas del guerrero hasta encontrar algo parecido a una venda sucia, con la que cubrió el zarpazo sanguinolento lo mejor que supo, mareada y trémula.

- Has perdido mucha sangre... te pondrás bien... no te duermas - acertó a decir.

Tenía los dedos crispados en la capa verde y aún le mantenía apoyado sobre su hombro. Él había dejado caer la cabeza hacia adelante y los largos cabellos rozaban la nariz de la muchacha, sentía su aliento cercano. Cuando volvió a mirarla de soslayo no supo si estaba enfadado o preocupado.

- ¿Qué estabas haciendo? Has estado a punto de morir, estúpida.

No era convincente así, con la voz entrecortada y el susurro ahogado, grave, aún jadeando para recuperar el aliento. Ivaine se sintió, a pesar de todo, muy culpable.

- Lo siento.
- Vale... joder... todo irá bien. - replicó Rodrith Albagrana, con gran esfuerzo. - Pero no llores.

Ivaine parpadeó y sintió la humedad en sus mejillas, sorprendida. Las tocó, manchándose la cara de sangre, mientras el elfo se arrastraba para intentar ponerse en pie con ayuda de su arma. Al verse los dedos húmedos, tragó saliva.

- Vas a tener que ayudarme a llegar a Vista Eterna.
- ¿Eh? - levantó la mirada, confusa. - Ah... si. Sí claro. Perdona.

Se levantó de un salto y recogió la garra cercenada, colándola en su faltriquera antes de acercarse al sin'dorei herido, que se sostenía a duras penas en la guarda del mandoble. Le pasó el brazo por la cintura y se echó el suyo sobre los hombros con decisión, mirándole de soslayo. Tenía la sensación de que la amargura y el pesimismo pasados hacía unos minutos sólo habían sido un mal sueño. Las lágrimas le empapaban las mejillas, cubriéndola con una sensación de absoluto alivio, y la vida volvía a prender en su interior con renovada intensidad.

- Apóyate en mi. - le dijo, cuando los ojos del color del mar se encontraron con los suyos - Soy fuerte, yo te sostendré. Y no te caerás.

XVII - Noticias


La mañana transcurría monótona en Cuna del Invierno. Los entrenamientos habían finalizado hacía horas y los soldados habían partido hacia las colinas a encargarse de la cacería, que ya se había convertido en algo cotidiano. Era curiosa la manera en la que todos se acostumbraban a las novedades, con una conciencia de grupo extraña y peculiar que se había ido forjando con el paso de las semanas y los meses, introduciendo cada cambio en la rueda de los hábitos con una facilidad casi sorprendente. Ivaine había observado todo esto desde fuera, en una posición un tanto marginal que le permitía percibir con cierta distancia la realidad de la división.

Habría sido sencillo que surgieran choques y rencillas entre un grupo tan heterogéneo. Al fin y al cabo, la División Octava contaba con una variedad de razas y clases de lo más extensa, desde el trol sigiloso capaz de arrojar una daga y dar en el blanco sin que nadie se diera cuenta hasta escuchar el ruido del acero clavándose en la diana, hasta el enano paladín de las más antiguas escuelas, que siempre parecía estar imbuido por una cierta aura de santidad venerable que inspiraba respeto a distancia, pasando por Derlen, el brujo taciturno. "Lo más natural es que estuviéramos matándonos a diario", pensaba Ivaine, mientras les veía partir con las armas prestas entre risas y comentarios familiares, agrupados entre sí, palmeándose las espaldas y observándose con camaradería.

Sin embargo, algo parecía unirles. Había pensado mucho, a lo largo de aquellos días de soledad acompañada, en los motivos de esa unión a la que ella parecía ser inmune de alguna manera. Es cierto que, en el Alba Argenta, la mayor parte de los combatientes profesaban una suerte de fe en la Luz que se manifestaba de tantos modos como diferentes eran las personalidades de cada cual. Sin embargo, había también adeptos a otras religiones y seguidores de otros cultos. Finalmente, había llegado a la conclusión de que la base del vínculo estrecho que se había creado entre sus propios compañeros era algo mucho más sencillo, y tan natural como el caer de las hojas en otoño.

Allí, entre las blancas nieves de Cuna del Invierno, no había familia, esposa ni hijos. Sólo se tenían unos a otros para defenderse en un combate, para entretener las horas muertas, para conversar de cosas banales o profundas. La única realidad a la que sujetarse en aquella situación eran los demás... y la confianza inquebrantable en ellos; en los que te sanarían si resultabas herido, en los que pondrían su escudo por delante, en los que te protegerían y lucharían a tu lado, en las únicas manos que se tenderían hacia ti. En las únicas compañías tangibles de las que podías echar mano para cualquier cosa, fuera importante o frívola.

Ivaine suspiró, ajustándose las prendas de cuero y ciñéndose la capa en torno al cuerpo, apoyada en el dintel de la entrada. Hoy no había caza para ella. Se volvió a medias cuando Theod apareció tras ella, con su brillante armadura y el tabardo del sol plateado en el pecho, el cabello castaño reluciendo en suaves bucles y el rostro agraciado surcado por la sombra de una profunda preocupación.

- Ordenaste que me quedara - dijo ella, mirándole de soslayo. El joven era bastante más alto, pero le parecía pequeño de alguna manera.
- Te pedí que te quedaras, sí. - corrigió el Capitán. - Tenemos que hablar de algo importante.
- Te escucho.

Theod negó con la cabeza y señaló hacia el interior, haciéndole un gesto para que le siguiera. Ivaine se encogió de hombros, caminando detrás de él hacia el fondo de la posada, donde estaba la amplia mesa de madera que tanto él como Gregor Pedragrís, el embajador argenta en Cuna del Invierno, utilizaban para sus asuntos privados, de jefazos y mandatarios. Le hizo una señal para que se sentara en un taburete, ante el improvisado escritorio e hizo otro tanto, moviendo la silla labrada hasta colocarla a su lado.

Luego la miró y suspiró profundamente, observándola con cierta turbación y... ¿Qué era eso? ¿Lástima? Ivaine arqueó la ceja y se inclinó hacia adelante, una mezcla de desafío y exasperación.

- ¿Qué pasa, Samuelson? Suéltalo de una vez.
- No sé como decirte esto...

"Ya está. Me han echado". Frunció levemente el ceño, con un regusto amargo aunque suave en el paladar, y se frotó la nariz, a la expectativa.

- Pues es sencillo. El proceso de vocalización es algo que se aprende en la infancia, creía que ya lo dominabas.
- Guárdate las ironías, Ivy. - replicó, utilizando el apelativo familiar por el que la llamaba cuando aún vivían en una casa y podían permitirse cosas como esa. - Escucha... rayos, preferiría no tener que hacerlo.
- No es para tanto, Theod. Bueno, si el Alba no me quiere, ya encontraré otro lugar.

El capitán la miró con perplejidad, negando con la cabeza suavemente. Luego deslizó la mano sobre los papeles amontonados en la mesa y arrastró un sobre por encima de la superficie pulida, lentamente.

- No se trata de eso. Será mejor que lo veas por ti misma... yo no sé hacer estas cosas.

Le tendió la carta, que Ivaine recogió con gesto curioso y la volteó para mirar el remite. Era de Lord Samuelson, y estaba dirigida a ella, lo cual le hizo levantar la vista hacia el Capitán, dubitativa.

- ¿Me abres las cartas? - preguntó, intentando controlar la irritación.

Podía ver los filos rasgados del papel, el lacre roto. Cada jirón desgarrado del extremo del sobre era como un diente burlón de una sonrisa mellada, que se carcajeaba de ella y de su insignificancia. Theod carraspeó, tragó saliva y negó con la cabeza.

- Fue un error. Vi que era de mi padre y di por sentado que era para mi... lo siento mucho, Ivaine.

No se le escapó la profunda gravedad de las últimas palabras, que no parecían apropiadas a una disculpa por haber leído el correo ajeno, sino algo distinto. Claro, Theod dio por sentado que la carta era para él. Ivaine nunca recibía cartas de nadie, así que por mucho que la enfureciese tenía que admitir que era lógico llegar a esa conclusión. Se encogió de hombros y sacó la misiva doblada, escrita con la impecable letra del impecable Theod Samuelson Padre, tinta negra sobre pergamino color crema, tacto rugoso, calidad superior.


Muy estimada Ivaine:

En esta hora infeliz, me veo en la obligación de redactar este mensaje, aún sobrecogido por el profundo pesar que embarga mi corazón, para llevar hasta ti las más tristes noticias. La Luz me librase de ser heraldo de infortunio tal, sin embargo, a pesar de la intensa tristeza y conmoción que hacen mella en mi alma, es mi deber hacerte sabedora de que nuestra bienamada Sarah Harren, la Luz la tenga en su gloria, falleció en el día de ayer aquí en Glenridden, en mi compañía y teniendo palabras de sincera devoción hacia su hija antes de exhalar el último aliento.

Marchó en paz, habiendo liberado su cuerpo del dolor que la había aquejado en las últimas semanas, cuando contrajo unas fiebres que la hicieron estar postrada en cama. Hubiera sido mi deseo que el conocimiento de la enfermedad de tu madre te hubiera permitido regresar para verla y cuidar de ella, sin embargo, su voluntad era contraria a ello y me prohibió comunicarte su estado. Espero lo comprendas y perdones a este pobre esposo y amante fiel, que sólo respetó los deseos de su Señora al mantenerte en la ignorancia.

Te doy de este modo mi más sincero pésame, al tiempo que te brindo, como hija mía que te considero, todo el apoyo y afecto que un padre debe a sus vástagos. No temas la soledad ahora que tu señora madre nos ha dejado, pues fue su última voluntad que tú, su heredera, llevaras mi apellido y gozaras de mi protección como tutor de tu persona hasta que cumplas la mayoría de edad.

Que la Luz te guarde en esta hora aciaga, y sabe que, esta casa que es la tuya, siempre estará abierta a tu regreso y estos brazos te acogerán como a una hija....



El resto no le importaba. Era suficiente. Volvió a leer y releer un par de veces, asintiendo con la cabeza, sin saber muy bien cómo debía sentirse. Las palabras sonaban huecas y vacías, los sentimientos parecían haberse escondido en los recovecos del corazón, negándose a dar la cara, y éste permanecía desierto, solitario, con la calma tensa que precede a la tempestad o el temblor de tierra.

- Ivaine... de verdad, no sabes cuánto lo siento.

Theod le quitó la carta de las manos y abrió los brazos, arrodillándose delante de ella y estrechándola, en un gesto que le resultó profundamente absurdo. Parpadeó, inmóvil, antes de apartarle de sí con su habitual carácter.

- La próxima vez, mira el destinatario - dijo sin más, recogiendo su misiva y guardándola en una faltriquera antes de salir, sin mirar atrás, intentando poner orden en sus convulsos pensamientos.

lunes, 5 de octubre de 2009

XVII - Conjunción




Gigantes de hielo. Gigantes enormes. Eran masas de piedra y nieve, con brazos y piernas, que se movían de un lado a otro, errabundos, haciendo crujir sus extremidades y cruzándose en el cañón, retumbando en la tierra cada uno de sus pasos.

Sentada al borde del puente, inclinada hacia adelante, Ivaine los miraba, impresionada. No le importaba que la superficie escurridiza y congelada hiciera peligrar su equilibrio. Si se caía, una menos. Aquello era demasiado excitante como para perdérselo, y nunca en toda su vida había visto algo así. Le habían contado historias en Arathi, en Stormgarde, cuando era niña, y también había leído cuentos sobre gigantes en la vasta biblioteca de Lord Samuelson, pero jamás pensó que llegaría a verlos con sus propios ojos. "Si bajara ahí y me pusiera a su lado, ni siquiera les llegaría a la rodilla", se dijo, apartándose el pelo de la frente. "Claro, que después me matarían de un pisotón."

Agitó la cabeza, saliendo de su ensoñación y se incorporó, recogiendo el fardo de suministros y echándoselo al hombro. Pesaba, pero la armadura también pesaba, el escudo también pesaba, de modo que no era una gran diferencia. La capa de pieles le cubría hasta los pies, y llevaba la cabeza descubierta; el viento cortante dejaba hilos de escarcha prendidos en su cabellera roja, que ya había crecido demasiado para su gusto. Caminó hacia la pequeña tienda blanca, apostada al final del camino, donde la nieve ya se despejaba y las rocas secas abrían paso hacia el territorio colindante al monte Hyjal.

Recorría los pasos que la separaban del pequeño campamento de vigilancia con una leve sensación de nerviosismo, la misma que le había acompañado todo el camino y la había llevado a entretenerse a cada paso con vagas excusas. Bien. Dejaría el maldito fardo y se largaría de allí, no tenía por qué hablar con ellos, ¿verdad?. Sin embargo, mientras se aproximaba, no veía el menor movimiento, no le llegaba el menor sonido, ni una voz, ni una respiración, ni el jadeo o los aullidos de Esposa.

Al alcanzar la tienda, soltó la bolsa sobre la tierra y miró alrededor, arqueando la ceja. Los restos de un fuego y unas cuantas mantas era todo lo que allí había, diseminadas las teas apagadas por el terreno. No se veía a nadie.

- ¿...hola? - golpeó la lona de la tienda con la mano abierta y atisbó en el interior. Un fuerte aroma a sangre y piel curtida y unas cuantas vendas manchadas le dieron la bienvenida, haciéndola retroceder dos pasos. La inquietud se cerró sobre su pecho, al tiempo que desenfundaba la espada lentamente, observando los árboles cercanos.

"Dioses, que no les haya pasado nada. Dioses, por favor, por favor, que estén bien". Creyó escuchar un tintineo a su espalda y se dio la vuelta, aguantando la respiración, dispuesta a atacar, cuando una voz conocida llegó hasta ella desde algún lugar indeterminado.

- Esa cabeza despeinada y roja solo puede ser la de Ivaine Harren.

Joder. Menudo puto susto. Soltó el aire entre los dientes y reprimió las ganas de reír de puro alivio, incluso de alegría. Aquella voz otra vez, la que tanto detestaba. Oírla despertó en su interior una oleada de calor tibio y agradable y un impulso de saltar y llamarle por su nombre a gritos, decirle hola, agitar la mano y sonreír. No haría nada de eso, desde luego.

- Da la cara, Albagrana. ¿Cómo tenéis esto así? Parece que os hayan comido los osos, coño - dijo secamente, envainando de nuevo con un chasquido violento y cruzándose de brazos.

El sin'dorei descendió de la rama de abeto en la que estaba apostado, moviéndose silencioso y con una curiosa agilidad a pesar de las piezas sueltas de armadura que le cubrían, junto a las prendas de cuero oscuro y la capa verde que le hacía pasar desapercibido entre las agujas de los pinos. Cuando puso los talones en el suelo arrugó la nariz, acercándose a ella y mirando el fardo que había dejado sobre el suelo un instante, antes de fijar los ojos del color del mar en los suyos. Brillaban suavemente, con un resplandor cálido. Esbozó una media sonrisa que a ella se le antojó igual de cálida, como un abrazo.

Ivaine parpadeó. No hacía tanto tiempo que el elfo se había marchado, quizá dos semanas, pero ahora le daba la impresión de estar viéndole por primera vez. La barba le había crecido, desaliñada, cubriendo sus mejillas con un rastro de vello trigueño, y tenía el cabello recogido en la nuca, aunque los mechones se escapaban para caer sobre su frente, tapándole parte del rostro. "Que asco de tío", pensó, intentando encontrar alguna frase ingeniosa y llena de desdén que escupirle a la cara. Él la miraba en silencio, y deseó saber qué estaba pasándole por la cabeza en ese momento.

- Ahí están las cosas - dijo ella al fin, señalando el fardo con gesto firme. No era una frase nada ingeniosa, ciertamente. Sin embargo, no era sencillo enunciarlas mientras se esforzaba en ignorar el extraño tirón que la impulsaba a dar un paso hacia la figura alta, de pie frente a ella. Era como estar enredada en algas.
- El cazador y la loba han ido a por agua. - replicó él, con un timbre curioso en la voz grave.




Ivaine se lamió los labios, arrebujándose en la capa. Estaba empezando a marearse.



- Ya veo. Hay vendas en la tienda. ¿Alguien está herido?
- Nos cortamos haciendo el capullo con las armas.
- Patanes - reprimió una leve sonrisa ante una afirmación tan cándida. Un nuevo alivio la inundó, y se dio la vuelta para mover los restos de la hoguera con la bota, acuclillándose en el suelo y mirando alrededor.

Estaba confusa. Todo le resultaba terriblemente extraño. La presencia del insoportable elfo, al que por si quedaba alguna duda, odiaba con toda su alma, había actuado como un bálsamo agridulce en su espíritu, disipando de un soplido la densa y pesada soledad que la había acompañado en los últimos días y llenándola de una plenitud extraña, como si hubiera estado echándole de menos. Cosa del todo imposible, por supuesto. Sin embargo, aunque había pensado dejar los suministros, intercambiar un par de palabras de cortesía y largarse con viento fresco, no podía moverse del sitio. No quería irse de allí. No quería irse, aunque pareciera que su cabeza estaba embotada, cual si hubiera bebido demasiado grog antes de sumergirse en un baño caliente.

- ¿Cómo van las cosas? - preguntó él.

Ivaine asintió, agitando las cenizas con los restos de una rama requemada, apartándose el pelo de la frente.

- Bien... bien. Todo va según lo previsto, los ánimos se han calmado por ahora.
- Hablaste con Samuelson.
- Sí. Estamos combatiendo contra la terrible amenaza de los mochuelos que asedian Vista Eterna. Por no hablar de la terrorífica plaga de liebres invernales.
- Para eso está el Alba Argenta, para luchar contra la plaga.

Esta vez no pudo evitar una risa entre dientes, mirándole de soslayo. El elfo parecía extrañamente tranquilo, no apartaba los ojos de ella. "Dioses, ¿podrías dejar de mirarme?", quiso gritarle.

- ¿Tienes fuentes de magia cerca? - preguntó espontáneamente, sin saber por qué lo hacía.
- Eh... sí. Bueno, relativamente. - Él se rascó la ceja, se frotó la nariz, incómodo, y miró a otra parte. Ivaine frunció levemente el ceño, incorporándose. - Estoy yendo a Kel'theril. De vez en cuando.
- Me alegro. ¿Todo bien, entonces?

Hubo un largo silencio.

- No - respondió finalmente Albagrana, con un susurro áspero y doloroso y una mirada profunda, turbia.
Se miraron otra vez, y el tirón casi le arranca el corazón del pecho, haciendo que se olvidara de respirar.
Ivaine parpadeó, confundida. Iba a decir algo más, cuando todo se precipitó, como una avalancha descendiendo arrolladora desde las altas cumbres.

Tiempo después, cuando intentaba recordar aquel instante, Ivaine no acertaba a comprender el proceso. Nunca llegó a entender si había sido ella la que se movió, o fue él quien disolvió la distancia que les separaba. El único recuerdo que tenía era que, sin saber cómo, de alguna manera, se encontró con los dedos crispados entre los cabellos de oro pálido mientras las manos del elfo se cerraban en las raíces de su pelo, se encontró estrechando sus labios contra los de él con desesperación, y los de él hundiéndose en los suyos con hambre infinita. La tormenta bramaba en sus oídos, nublaba su mirada, y ningún pensamiento racional parecía ser capaz de tomar forma en medio de aquella tempestad descontrolada que se la llevó por delante.

Frío y calor, miedo y alivio, miríadas de sensaciones se abrían y estallaban, colapsando su percepción, y finalmente se diluían en el sabor de los labios, el aliento compartido y el aroma intenso, el tacto áspero de las mejillas y la suavidad de una lengua invasiva enredada en la suya.




Nunca acertó a medir ese instante, igual que nunca pudo contar los segundos de muchos otros.


Sin embargo, en algún momento, una luz titilante de consciencia despertó en su cabeza y le advirtió lo que estaba pasando, aún ahogada por el torbellino caótico de calor, angustia y sed. "Ivaine, estás besando al capullo de Albagrana. No es por nada, pero esto es lo más tonto que has hecho en toda tu vida, no sé si te das cuenta".

Se separaron a la vez, casi empujándose. Al hacerlo, le dio la sensación de que se estaba desgarrando. "Dioses... ¿qué ha sido esto?" Parpadeó, respirando entre dientes, y le miró, conmocionada, con los ojos como platos. No sabía que esperaba encontrar en su semblante, pero desde luego, no aquello. No el reflejo de su misma expresión, la misma incomprensión absoluta acerca de lo que acababa de pasar.

- ¡Joder! - exclamó, escupiendo a un lado, sin saber qué otra cosa decir.
- Por todos los... - Rodrith se pasó la mano por el pelo, vocalizando una maldición que parecía dirigida hacia sí mismo y desviando el rostro hacia la izquierda.
- Esto no... esto no... esto no ha pasado. ¿Entendido?

Se cerró la capa, intentó ordenarse el cabello áspero detrás de las orejas sin éxito, tratando de recomponerse. Le ardían las mejillas, aún tenía el sabor salado en los labios, el aroma a metal y cuero prendido en sí misma y le temblaban los dedos. "Condenación".

- Desde luego. Olvídalo. No sé que...
- Yo tampoco... esto ha sido una estupidez
- Una estupidez enorme, y absolutamente improcedente por mi parte. - el sin'dorei hizo una leve reverencia, inclinando la cabeza. - Te ruego que me disculpes.
- Por supuesto - carraspeó y le imitó, con una torpe genuflexión y recurriendo al mismo lenguaje distante de la cortesía - y tu a mí. Esto ha sido un... un... debe ser el aire viciado de la Garganta.
- Sin duda. Hemos debido perder la cabeza por un momento.
- Este lapsus no debe llevar a equívocos, los dos sabemos lo mal que me caes y... - se le doblaron las rodillas y reculó un par de pasos, ajustándose el cinto, que estaba perfectamente ajustado - y lo estúpido que eres.
- Por supuesto, no te confundas. No te soporto, esto ha sido un... algo absurdo, sin duda culpa de Bli'zar.
- Maldito mago.
- Maldito sea por siempre.

Ivaine carraspeó, y el elfo señaló el fardo que estaba en el suelo, mientras su mirada turbulenta revoloteaba sin encontrar donde posarse. Se dio cuenta de que sus ojos la evitaban a toda costa, y se preguntó si no debía hacer lo mismo.

- Voy a recoger eso. El cazador debe estar al llegar. - dijo, dando un paso vacilante. Ella se movió, apartándose casi dando traspiés, tratando de poner la mayor distancia posible entre los dos.
- Claro. Yo tengo que volver ya.




Se dio la vuelta y se dirigió al camino. El suelo parecía hundirse bajo su peso, inestable, mientras trataba de recordar cómo cojones se pone un pie delante de otro.




- Suerte y... todo olvidado.
- Yo ya lo he olvidado.
- Bien ... yo también.
- Al diel shala, Harren.
- Adl... ald... - levantó la mano, sin girarse un ápice, resoplando. Su presencia seguía siendo intensa, como un jodido imán tras de ella. - Bah...

Durante todo el camino de regreso, apenas era consciente de sus pasos. Su cabeza parecía haber sido invadida por un enjambre de abejas furiosas y la piel le ardía y le picaba, el corazón rebotaba contra sus costillas, subía y bajaba dentro de su cuerpo, dejando el eco de sus latidos desde la punta de los pies hasta los párpados, repicaba con estruendo en sus oídos. Los ojos le quemaban.

"Joder", pensó un momento, lamiéndose los labios. "Ha sido como besar al mar embravecido mientras te ahogas en él". Meneó la cabeza, con dos certezas claras: No iba a olvidarlo. Y desde luego, menuda cagada.

XVI - Soledad


- Vamos, Berth... levanta la jodida espada - espetó Ivaine, hastiada y molesta.

El muchacho regordete se apartó el flequillo húmedo de la frente y asintió, jadeando. Su aliento se condensaba en el ambiente frío del claro, y las mejillas carnosas estaban cubiertas de un intenso rubor. La muchacha ni siquiera estaba cansada.

- ¿No podemos parar un poco? - gimió el soldado Lohengrin, mientras adoptaba la postura reglamentaria. Ella dudó, pero finalmente asintió a medias, dejando el escudo sobre la raíz de un árbol y dejándose caer sobre la nieve, suspirando.
- ¿Qué día es hoy?

Berth se encogió de hombros, depositando las armas en el suelo con un resoplido y cubriendo una piedra con su capa antes de sentarse sobre ella, tieso como una rama.

- Creo que es domingo.

Ella le observó, pensativa. El chico había perdido peso, y había ganado en confianza y habilidad, lo había percibido tiempo atrás, mucho antes de que Theod ordenase partir a dos soldados hacia la Garganta Negro Rumor, mucho antes de que ella empezara a sentir aquella infernal añoranza, estúpida por supuesto.

- Has mejorado - admitió de mala gana. Los cumplidos no eran su fuerte, pero la sonrisa entusiasmada del joven combatiente le hizo sentirse bien. Eso también era estúpido, desde luego.
- Gracias. Me estoy esforzando mucho.
- ¿Cuanto hace que te entrenas con el elfo?

Berth frunció el ceño y arrugó la nariz respingona, haciendo memoria, mientras jugueteaba con un odre de agua.

- Desde que... desde que me recuperé de la pulmonía, sí. - asintió con la cabeza, y luego sonrió. Ivaine miró hacia otra parte, con un gesto de completo desdén. - Me ha estado enseñando a escondidas. No quiere que nadie se entere.
- Ya...
- Rodrith es muy raro, ¿verdad?

Otra vez no, por favor. Maldita sea. En los últimos días, desde que el sin'dorei había dejado Vista Eterna para ocuparse de la vigilancia del puente, parecía que nadie era capaz de dejar de hablar de él.

Afortunadamente, el motín que predijo la última noche, no había tenido lugar. Ivaine había ido a hablar con Theod, y tal y como estaba planeado, su hermanastro pareció emocionadísimo de verla en su pequeño aposento, encantadísimo con su idea de organizar partidas de caza para eliminar las alimañas de los alrededores de los asentamientos, entusiasmadísimo por su excelente iniciativa y por su inusual amabilidad. Ivaine había sonreído, habló con palabras afables y fue de lo más simpática y comprensiva con el Capitán Samuelson. Y sí, había visto su mirada de cordero degollado, desde luego, sintiéndose ni más ni menos que como una puta.

Sin embargo, aunque las actividades de la división eran ahora más entretenidas que una larga espera sin dar un palo al agua y la sombra de la revuelta había desaparecido, la ausencia de Albagrana parecía haber dado vía libre a que todo el mundo comentara con mayor ligereza su opinión sobre el sin'dorei engreído que, sin embargo, parecía caer bien a todo el mundo. Y Berth era especialmente comunicativo al respecto. "Es su héroe", pensó, con cierto desdén.

- Es muy raro... - repitió ella, suspirando, impaciente. - A ver, ¿por qué es raro?
- Hace muchas cosas a escondidas.

Ivaine arqueó la ceja. El soldado había sacado un pastel de hojaldre de su faltriquera y lo mordisqueaba, arrebujándose en la capa para no enfriarse a causa del sudor y el viento cortante. Parecía pensativo.

- ¿A escondidas? - se levantó y se sentó junto a él en la piedra, cómplice e íntima. "Sabía que el maldito sin'dorei ocultaba algo". - ¿Qué cosas hace a escondidas, Berth?
- Si te lo cuento no te lo vas a creer - respondió el otro con gesto alegre, masticando - pero no se lo digas a nadie.

Ivaine meneó la cabeza, con expresión de dignidad ofendida.

- Por favor... ¿como se te ocurre? Somos amigos, ¿no?

Berth la miró un momento. Ella sonrió, tratando de parecer convincente. "Vamos, gordo, suéltalo de una vez. Necesito tener esos trapos sucios en mi poder."

- Pues... siempre se preocupa por todos nosotros. - respondió el muchacho, con una voz algo más baja de lo habitual en él. Parpadeó y la miró, muy serio. - ¿Recuerdas cuando a Shalia se le congelaron los dedos? Estaba muy asustada porque pensaba que tendría que cortárselos y no podía moverse de mi lado, porque yo estaba enfermo. Él se fue al claro de la Luna por la noche a buscarle un ungüento para las manos.

Ivaine arqueó la ceja.

- ¿Eso hizo?
- Ella me lo contó, sí. Y a Derlen siempre le lleva comida cuando se le olvida comer. Estuvo ayudando a Grossen a encontrar a su loba cuando Esposa desapareció, y a veces, cuando estamos dormidos, se levanta a revisar las armaduras y se lleva algunas a la forja.

Ivaine miró su escudo de reojo. Recordaba que había tenido una abolladura que desapareció como por arte de magia, de la noche a la mañana. Pensaba que era Theod quien se encargaba de esas cosas.

- Un santo, ¿eh?
- No... tampoco es un santo. - murmuró el muchacho, entrecerrando los ojos y jugueteando con el tapón de la cantimplora. Ella entrecerró los ojos y se echó a reír. - pero no es un demonio. No sé por qué os lleváis tan mal.
- Quizá porque es insoportable.
- Bueno, tu tampoco es que... - el muchacho carraspeó, y ella le atravesó con la mirada, sintiendo como le hervía la sangre en las venas.
- No - replicó, tajante. - No soy simpática, no soy agradable y no tengo por qué serlo.

Se quedaron en silencio, desviando la mirada hacia el bosque frondoso que se extendía ante ellos. Ivaine era muy consciente de su carácter y del rechazo que despertaba en los demás. Nunca había jugado a los dados con Boddli y Arristan, nunca había escuchado las historias de Astafirme ni se había comportado amablemente con Derlen. Jamás había sentido el menor interés por el conocimiento mágico de Nyghard y no había piropeado descaradamente a Shalia Nocheclara. No había hecho ninguna de aquellas cosas, aunque tal vez hubiera tenido ganas en alguna ocasión.

Los ojos le ardieron un momento, con un calor húmedo y punzante. Se sintió terriblemente sola en aquel instante, sentada al lado de Berth, con el viento despeinándoles los cabellos. ¿Por qué nunca le había preguntado a Helki cómo se decía "buenos días" en el idioma trol? ¿Por qué nunca se había sentado junto al fuego cuando Hetmar Grossen sacaba el arpa de hueso y cantaba viejas canciones? No lo sabía... pero ahora todo aquello le pesaba. Percibió un impulso lejano de abrazar al muchacho regordete que intentaba enroscar el tapón de su odre torpemente, de darle un beso en la mejilla y decirle que le caía bien, que le tenía cariño. Y después, cuando la sensación se desvaneció, un vacío helado se extendió sobre su corazón, tan frío como las nieves de las cumbres.

Sin saber muy bien lo que hacía, se levantó y cogió el escudo, saliendo a todo correr hacia Vista Eterna, con los ojos empañados, escuchando la voz de Berth que le llamaba, sin comprender nada. Pero no había nada que explicar. Ella tampoco lo entendía.

sábado, 3 de octubre de 2009

XV - Noche de tormenta

Salió del sueño plácido en el que estaba sumida cuando un guante le rozó el hombro, pero más que el sutil contacto del cuero frío contra su camisa de tela, la alarma instantánea que se disparó en su subconsciente, de un modo inexplicable, fue lo que la hizo abrir los ojos y dar un respingo. La estancia principal de la taberna estaba oscura. Sobre los lechos alineados, los soldados de la División Octava dormían, algunos hundidos en sueños inquietos, otros roncando a pierna suelta. Los taberneros se habían recluido en las cocinas para amasar el pan del día siguiente o habían subido a sus aposentos privados a la espera del alba, y a través de la puerta entreabierta sólo se colaba el lechoso resplandor de las estrellas, oculto en ocasiones por las sombras de los guardias goblin que hacían la ronda.


Cuando se arrinconó contra el cabecero y echó mano instintivamente a la daga que guardaba bajo la almohada, la reacción de Ivaine fue de absoluta alarma ante un peligro inminente. Al parpadear y reconocer la silueta que se mantenía en pie junto a su cama, la sensación sólo aumentó. "Joder". Sus párpados se abrieron aún más.


- ¿Qué coño quieres? - espetó en un susurro constante.


El sin'dorei estaba inmóvil, cubierto con una capa que arrastraba hasta el suelo, observándola con la expresión de alguien dispuesto a despellejarla antes de que fuera capaz de gritar. Sin embargo, sólo respondió con un movimiento de la cabeza, señalándole la puerta. Ivaine resopló y se dejó caer de nuevo en el colchón, intentando deshacerse de la alerta perpetua que revoloteaba en su cabeza.

- Déjame en paz, estoy durmiendo.
- Va a haber un desastre si no me escuchas ahora.

Ivaine parpadeó, incorporándose de nuevo y escrutando la mirada del elfo, sorprendida.
- ¿Qué... ? - miró alrededor, al darse cuenta de que había levantado demasiado la voz, y volvió a susurrar. - ¿De qué coño hablas, jodido chalado?
- De la estupidez que ha ordenado nuestro capitán. ¿Quieres escuchar, o no?

Maldición. Que le dieran por culo, no pensaba levantarse en plena noche para salir al frío invierno a escuchar la teoría conspiratoria de un sin'dorei esquizofrénico que solo sabía molestar con su existencia. Exacto. No pensaba ir, de ninguna manera.

Cuando se encontró en el exterior, cruzando la muralla envuelta en una capa, descalza sobre la nieve, se maldijo repetidamente. "Ivaine, eres la persona más estúpida que ha nacido nunca de un vientre de madre. Y además, vas a quedarte helada. Te lo mereces, por gilipollas".

- Vale, ¿Cual es el chiste, Albagrana? - escupió, agarrando de la capa al elfo que caminaba delante suya. La apartó de un manotazo, haciéndola rechinar los dientes. - Eres un cabrón despreciable. ¿Qué quieres de mi ahora?
- Samuelson es un patán sin cabeza - respondió él, girándose, con el rostro imperturbable y las mareas agitadas en la mirada. Podía percibir su ira en cada movimiento calmado y contenido, mientras se estrechaba el embozo en torno al cuerpo. - La situación apunta a un motín en pocos días si las cosas no cambian.
Joder. Estaba hablando en serio. Parpadeó y asintió, escuchándole.
- Prosigue.
- Tú también lo has visto. Los soldados están pasivos, no tienen nada que hacer. Empieza a haber comentarios, no aprueban las decisiones del Capitán, y no me extraña. Deberíamos estar ya en la capilla.
- En eso estamos todos de acuerdo.
- Enviarnos al puente a esperar no es una solución. - Cada palabra sonaba tajante, firme, imbuida por una convicción tan absoluta que a la muchacha se le antojó casi irrefutable. - En realidad no es más que una excusa para aislarme unos cuantos días.
- ¿Aislarte? - Ivaine parpadeó, mirando alrededor y bajando la voz. - ¿Para qué? No entiendo de qué cojones estás hablando, tío.
- Arristan, Elickatos, y unos cuantos más no son nada discretos. - replicó él, volviendo la vista. Parecía molesto por algo, incómodo. - Han estado haciendo comentarios, ya lo sabes.
- Si, ya sé que tienes club de admiradores.
- No se trata de eso.

El elfo suspiró y meneó la cabeza, parecía preocupado, y cuando volvió a mirarla le dio la sensación de que dudaba sobre si seguir hablando o no hacerlo. Arrugó la nariz y se apartó el pelo de la cara, desviando la mirada hacia un lado.

- Me has sacado de la cama para hablarme. Hazlo antes de que me arrepienta y me largue. - le alentó, cortante y antipática. Le salió bien, y se sintió orgullosa.
- Lárgate - replicó el elfo, tras mirarla un instante y chasquear la lengua. - Esto no tiene ningún sentido.
- No lo tiene. Eres un pirado. Sabes que no me caes bien y me despiertas para hablarme de tonterías.

Se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo a medio camino. Se sentía un poquito culpable... aunque le gustaba escuchar ese gruñido quedo, exasperado, tras de sí, a unos cuantos pasos.

- Les he oído hablar - dijo de nuevo, con voz mas suave. - Sé que te han comparado con Theod y piensan que tú serías mejor líder. Y no les falta razón.
- Pero las cosas son como son. Y es Theod quien es capitán, yo no quiero serlo. El comentario ha llegado a sus oídos, y nada bueno va a salir de aquí.
- Pues qué se le va a hacer. - se giró de nuevo, mirándole de soslayo. - Theod tendrá que aprender a convivir con estas cosas.
- Se van a amotinar si siguen inactivos. Todo se irá a la mierda.

Ivaine tomó aire y se dio la vuelta para regresar y enfrentarse a su mirada. Sabía que tenía razón... porque ella también lo había percibido, el enrarecido ambiente, el descontento de los hombres y la evidente comparación. El elfo tenía ese aura extraña, poderosa, de quien ha nacido para caminar por delante, un espíritu enérgico y capacidad para entender a los demás y hacerse entender. No había necesitado mucho tiempo para ganarse el respeto y la simpatía de toda la división, a excepción de ella y del Capitán... y sin embargo, Theod no terminaba de cuajar con ninguno de ellos. Preveía la tormenta.

- ¿Qué tienes en mente para evitarlo? - murmuró, levantando la vista hacia los ojos verdemar, tratando de no parecer demasiado desdeñosa ni demasiado amistosa. - Porque es eso de lo que quieres hablarme, ¿no es así?
- Parece que no eres tonta del todo.
- Tú tampoco eres ninguna lumbrera, pero esa no es la cuestión. Acabemos con esto, tengo sueño.
- Dile al capullo de tu hermano...
- No es mi hermano. Hermanastro. - escupió, ofendida. La mirada suspicaz del sin'dorei la hizo crisparse más.
- Ah... hermanastro, claro. - arqueó la ceja - Ahora encajan muchas cosas.
- ¿Qué cosas?
- Dile a tu hermanastro que podéis ocuparos de eliminar las alimañas de los alrededores hasta que regresemos del puente y haya que prepararse para el ataque. Ha habido muertes por ataques de osos en la zona ultimamente, él lo sabría si se preocupara de reconocer el terreno en el que está destinado.
- ¿Qué cosas, Albagrana? - Él la ignoró y siguió hablando.
- Propónselo con delicadeza, y que no se entere de que ha sido idea mía. Si lo haces tú, aceptará. Al menos, los hombres se sentirán útiles y dejarán de pensar en tonterías.
- No me has respondido.

El elfo se rió entre dientes y se apartó el pelo de la cara, mirándola de nuevo, y cuando volvió a hablar había un timbre de amargura en sus palabras, y algo oscuro y turbulento en su expresión.

- Theod Samuelson es muy orgulloso... pero hará todo lo que tú le pidas si lo haces con mano izquierda. Y si no, seguramente, también.

Ivaine frunció el ceño, avanzando un paso, algo desafiante. Estaba pasando algo, algo más, y no entendía qué era... aunque una parte de ella lo sabía perfectamente. Hacerse la tonta tiene un límite, y no se le escapaban ciertos detalles.

- ¿Por qué estás tan seguro de eso? - susurró, con cierto temor.
- Hay cosas que se huelen, Harren.
- ¿Qué es lo que has olido?
- Tu hermanastro te tiene un intenso afecto - replicó, con una sonrisa torcida, casi cruel.

La muchacha tragó saliva. De niños, Theod siempre le decía que cuando fuera mayor se casaría con ella, y ella le decía que sólo pasaría eso cuando no quedara nadie más sobre la tierra. "Eso lo veremos", respondía el muchacho. "El que la sigue la consigue". Todos los años le enviaba poemas absurdos por su cumpleaños, a los que no hacía el menor caso, pero los había guardado solo porque él no se sintiera ofendido. No, Ivaine no era tonta ni ciega. Pero no esperaba que algo así fuera tan evidente.

- Quieres usar eso para manipularle. Quieres que le manipule, ¿eso me estás pidiendo?
- Te pido que evites un conflicto.

El viento arreció, agitando los cabellos del sin'dorei, que por un momento absorbieron el fulgor de las estrellas y lo reflejaron en su mirada. Serio y grave, aguardaba una respuesta. Ivaine tomó aire. Una parte de sí deseaba negarse y regodearse en una nueva victoria, en su momentáneo poder sobre él.

- No lo haré porque tú me lo pidas, sino porque creo que tienes razón... y pensaba tomar cartas en el asunto de todos modos. - respondió, señalándole con el dedo. Él escupió a un lado, asintiendo, aún con aquella expresión tensa y contenida.

"Aquí hay algo más", se dijo, observándole detenidamente.

- ¿Has terminado?
- He terminado.
- Bien. Me voy.

Ivaine no se movió del sitio. Rodrith Albagrana estaba mirando a algún lugar impreciso, con los dientes apretados. Podía sentir la crispación de sus músculos bajo la capa de piel, la vibración de la energía que se arremolinaba en su interior y parecía zumbar en el ambiente de la noche, mientras las estrellas iluminaban la nieve, sin ceder a la oscuridad de la noche. Cuando la mirada se encontró con la suya le pareció que estaba conteniendo un dolor profundo.

- Al diel shala - dijo simplemente y se inclinó. Despidiéndose. "Anda con cuidado", reconocía esas palabras.

Había creído que esa última noche dormiría tranquila. Sin embargo, las dudas y los pensamientos más confusos y sombríos se agolpaban en su mente cuando regresó a Vista Eterna, con los pies congelados. Tenía que manipular a su hermano, aprovechando sus sentimientos. Un motín amenazaba con despedazar la división. El universo se había vuelto muy complicado de repente.