miércoles, 30 de septiembre de 2009

XII - Fuerzas

Ella las conoce, ella sabe bien que existen. Están en su sangre y en su alma desde el principio de los tiempos, desde que sólo era una niña. Son fuerzas invisibles que fluctúan en el aire y en la tierra. Tiran de las venas con violencia, despiertan los instintos difíciles de discernir, de clasificar o racionalizar.

Corre entre la nieve y pega la espalda al árbol, con la espada vibrando entre las manos, el pulso acelerado y el corazón golpeando con insistencia en su pecho. Escucha el quejido de la quimera detrás de la loma y levanta los ojos al cielo cuajado de estrellas, tratando que su respiración sea silenciosa como los copos al caer.

Irreflexiva, eso se lo han llamado muchas veces. Irracional. En el mundo del hierro y el acero, todos se empeñan en buscar los motivos de sus actos, una luz que ordene los sucesos y justifique algo tan sencillo, tan elemental y tan natural como la violencia. Ordenan la violencia en batallones, la jerarquizan, la dirigen contra lo que se considera necesario y oportuno. Se visten las armas de banderas, las corazas con tabardos que ofrecen un por qué a la sangre que los salpica. Eso es ser coherente, dicen.

Se desliza con precaución, agazapada como una pantera y se escurre hacia las rocas, sigilosa y rápida. Asomando la cabeza, atisba a la presa, que sobrevuela el valle con calma. Un reptil de alas verdosas y ojos penetrantes que se deja sostener perezosamente por las corrientes de aire, destellando bajo la luna clara.

Ella lleva el tabardo adecuado. Tiene el entrenamiento preciso y le han infundido los ideales necesarios, la han envestido con cota de malla, estructuras morales, hombreras de placas y razonamientos muy convincentes. Ella ya tiene la excusa para dejarse llevar por las fuerzas que tiran con ímpetu de su alma, y gracias a lo que le han dado, no necesita pensar. Su olfato quiere deleitarse en sangre, sus músculos, flexionarse en el pálpito agitado de la masacre, sus ojos desean vestirse de rojo hasta anegarse, y no necesita un motivo.

Los pueden buscar si quieren. Pueden analizar qué la mueve, y probablemente encuentren justificaciones convincentes que aplaquen la necesidad de comprender de las almas de los vivos. A ella no le hace falta todo eso.

Se agazapa detrás de la roca, atisbando un movimiento fortuito sobre la copa de un árbol y volviendo inmediatamente la atención hacia la presa que navega en el viento, a pocos pasos del suelo cubierto de nieve reciente. Entrecierra los ojos y se queda muy quieta, inclinada hacia adelante en tensión, preparada para saltar, ajena al frío o al titilar de las estrellas. Sólo ella y la quimera, cuyas garras indolentes están cada vez más cerca.

Cuenta para sí misma. Diez. Nueve. Un tintineo a su derecha. Ocho. Siete. ¿Que es lo que la distrae?. Cinco. Cuatro. Algo se muevo en el árbol. Ya la tiene a tiro. Tres. Dos. Un destello y ramas que se balancean...

Ivaine aprieta los dientes y contiene una maldición, con los ojos muy abiertos, desprevenida. La quimera grazna con furia y cae al suelo, arrastrada por el peso de un guerrero de metal y cabellos ondeantes.

Ve los brazos poderosos que se ciñen al cuello del animal, apretando con intensidad. El destello de unos ojos verdeantes, cortantes y de pupilas diminutas con el fragor de la tormenta, oscuros bajo la sombra del ceño fruncido. El monstruo se balancea y se debate, y un soldado se cierne sobre ella, esquivando las afiladas zarpas, con las rodillas incrustadas en la carne del reptil. Lo domina y lo inmoviliza con resuellos contenidos, y el metal reluce en la noche, desenfundándose con un roce metálico, chirriante y cantarín, antes de segar la garganta del animal y hacer brotar el rojo surtidor.

La sangre mancha la nieve, salpica el rostro del guerrero, que mantiene el brazo extendido con el arma inmensa que parece una prolongación de sí mismo y entrecierra los ojos un instante, ocultando el destello de colores esquivos, verde, azul, gris, de su mirada. El chorro cálido se derrama en su mejilla, gotea por la barbilla e inunda el tabardo cuando suspira con alivio, parpadea y vuelve a mirar a la quimera, que se convulsiona con la muerte que le llega. Ivaine rechina los dientes frustrada.

Ella conoce bien esas fuerzas. Fuerzas extrañas, poderosas e incontenibles, que tiran de los hilos de los vivos sin sentido, sin explicación alguna ni lógica que subyazca a ellas, y que si existe se escapa a su comprensión. Las conoce y las acepta con resignación. Al menos hasta ahora.

La fiera muere al fin, y los ojos del guerrero captan su mirada. Un mar de profundidades insondables se enturbia y se remueve cuando fija la vista en ella, entre las pestañas claras. Ahí están las energías, empujando irrefrenablemente, negando toda escapatoria, cuando se miran bajo el firmamento reluciente.

El pulso de sus venas obtiene una resonancia nueva, también el ritmo de su respiración. Le parece sentir sus ecos al otro lado, donde un elfo ensangrentado la observa, inmóvil, con expresión adusta, probablemente, reflejo de la suya propia. Un rugido extraño se impone en sus oídos y las rodillas tiran de ella, quieren moverse por sí solas e ir a su encuentro. ¿Por qué? No se lo pregunta. Puede que no haya ningún motivo, o que sea el mismo que hace girar los planetas y guía el ciclo de los astros, el que ha enredado sus miradas de sangre y mar.

Puede preveer la colisión. Violenta, dolorosa y que dará lugar a reacciones imprevisibles, que hará que la realidad se tambalee y que todo su mundo tenga aún menos sentido. Después de eso, es incapaz de adivinar nada. Se consumirá, y es consciente, por eso no se mueve. Por eso lucha, aun con la intuición de que todo será en vano.

Él levanta el brazo y se limpia la sangre de la cara. No le hace tener un aspecto menos amenazador, no para ella, que distingue las fauces abiertas de la fatalidad en la imagen del guerrero. No apartan los ojos.

Ivaine no necesita concentrarse para sentir las vibraciones, la corriente de energía irrefrenable y ondulante que parece circular entre los dos. "Sé lo que eres, sé como eres. Te conozco.", se dice por primera vez. Él es la tormenta. Ivaine nunca ha temido la tempestad, pero siempre ha sabido resguardarse de ella. Sabe que puede empaparte, que el olor de la lluvia se mantiene perpetuo durante horas en el ambiente, que el murmullo del trueno hace imposible escuchar nada más, y que cuando se manifiesta, nadie sabe qué puede pasar. También sabe que ella arde, que en su interior hay un violento incendio, y que el agua no la apagará, que el viento puede avivarla hasta consumir todo cuanto la rodea.

Imprevisible. Fuerzas de la naturaleza descontroladas. Quizá sea un pensamiento fatalista, pero qué mas da.

- Era mi presa - dice en un susurro cortante.
- Llegaste tarde. - responde la voz vibrante, átona, resonante. Un latido, un tirón. Toman aire a la vez, se han olvidado de respirar por un momento.
- La próxima será mía.

No intenta parecer desafiante, no intenta nada. Las palabras ruedan sobre su lengua sin que su mente tenga nada que ver en ellas, instintivas, irreflexivas. Se lo han dicho muchas veces. Irreflexiva.

- Tendrás que ser mas rápida.

Él se incorpora, frotándose la nariz y aparta los ojos de ella sólo una fracción de segundo para observar el animal yaciente que aún gorgotea a sus pies. El olor de la sangre se hace patente y se eleva sobre el aroma de los pinos, la roca y la madera. Ella no se mueve, pero baja el tono cuando habla de nuevo, casi en una confesión.

- Soy un depredador - le dice, inclinando levemente la cabeza para mirarle a través del cabello rojizo que le cae sobre la frente. Su visión se enturbia de carmesí.
- Yo también.

El viento se agita, poderoso, y les despeina. Ivaine nunca ha soñado con hombres que la abracen tiernamente, con galantes caballeros o príncipes de cuento. En sus sueños, en realidad, nunca ha habido hombres de ninguna clase. Siempre se ha visto sola en ellos, saltando a través de los riscos, agazapada, con un arma en el cinto y la única frontera de la muerte. Sabedora de su condición, ha buscado la soledad ya que ha asumido esa parte de su destino, ha buscado la emancipación, conocedora de la condena que supone cualquier pequeña cadena. "Tienes que ser fuerte, hija mía. Tienes que ser independiente, Ivaine". Y lo es... porque no sabe ser de otra forma.

Pero él también es así. Se pierde con curiosidad en la inmensidad de los ojos profundos, que la arrastran hacia el interior, y percibe el sabor de las olas y el canto de las sirenas, los brazos sinuosos de la espuma y un precipicio tan hondo como la eternidad. Y da un paso. Inseguro y breve.

La espada enorme cae al suelo cuando él la suelta y acorta la distancia de una zancada, menos insegura y menos breve. Tira de ella hacia el fondo, la arrastra, pero la mira como si fuera ella quien le arrastra a él. Podría ser víctima de un hechizo, pero qué importa. Al verle avanzar, sus propias riendas se tensan, la garganta se le hace un nudo y se da la vuelta, caminando decidida de regreso a la pequeña ciudad.

Siente los ojos del elfo clavados en ella hasta que la ladera pedregosa se interpone entre los dos, y sólo entonces, rechina los dientes y maldice por lo bajo, a todos, a él, a ella, a nadie.

XI - Conversación

Cuando Rodrith salió de la buhardilla, dejando solo al brujo, se dirigieron a la escalera. El rellano era un pasillo rectangular donde, habitualmente, se condensaban los parloteos y la algarabía del piso inferior, pero hoy todo estaba silencioso y las voces no llegaban arriba. Ivaine lo agradeció en su interior, pero no dijo nada. Los ojos verdosos miraron alrededor y ella hizo lo mismo, pisándose las botas con cierto nerviosismo, hasta que finalmente él señaló el rincón con la jarra, donde una ventana semicircular se abría al exterior, acristalada.

Caminó detrás de él, intentando recordar el guión, pero cuando el elfo se apoyó en la pared de arcilla y dirigió la mirada hacia afuera a través del ventanal, agitando la jarra entre las manos, se sintió estúpida otra vez. "No me pregunta de qué quiero hablar. No me insulta. Ni se burla de que esté humillándome así, delante suya. ¿Tanto la he jodido?"

Ivaine suspiró y se apoyó al otro lado, vuelta hacia la escalera. El resplandor de la luna le devolvía reflejos plateados de la cabellera del sin'dorei, y eso era todo cuanto podía ver de él en su posición. Le jodió descubrir que una parte de ella quería encararle y disculparse sin más, así que buscó el término medio.


- Ha sido un combate cojonudo el de hoy. Al menos para mi. - comenzó con voz átona, mientras su vocecilla interior se exasperaba entre bastidores. - La verdad es que me he pasado un poco, así que gracias por no matarme muchas veces.

"Por los dioses, menuda frase". Se llevó la mano a la frente, deseando llegarse a su propio culo para darse una patada en él, pero cuando percibió el estremecimiento en los hombros del elfo y el susurro de una risa breve, silenciosa, una oleada de alivio se extendió sobre su pecho.

- De nada, Harren.


Por un momento, ninguno de los dos habló, y finalmente, Albagrana suspiró y la miró de soslayo, un destello verdoso y una sonrisa sesgada.

- Me lo has puesto muy difícil, pero coincido contigo. Ha sido un gran combate.

Ella sonrió a medias, sintiéndose imbécil por sentirse feliz. Y lo que dijo a continuación la sorprendió a ella misma.

- Deberíamos entrenar de vez en cuando.

"Gilipollas, ¿Te has vuelto loca? ¡¡QUE HACES!! ¿Por qué has dicho eso?". Carraspeó y trató de componer una expresión grave, mientras rezaba a los dioses que no conocía e incluso a los demonios del Torbellino que se la llevaran de allí en aquel momento. O mejor, que se lo llevaran a él. "Coño. Mierda. Estoy zumbada."

- No pienso pelear contra ti ni una sola vez más - respondió él, tajante, volviendo a ensombrecer su semblante.

Sintiendo que no había más que decir, introdujo los pulgares en el cinturón, caminando hacia la escalera con estudiada calma. "Que no se note que estoy huyendo vilmente".

- Oye Ivaine.

Se detuvo como si una cuerda invisible tirase de ella al escuchar su nombre. Pronunciado desde el fondo de un pasillo, por una voz grave y profunda de acento exótico y musical, en la que le sonaba demasiado bonito. Se insultó de nuevo y giró el rostro a medias, dando la vuelta sobre los talones, sin abandonar su postura despreocupada. En el oscuro rincón del rellano, el cabello claro relucía, extrañamente luminiscente en la oscuridad, y entre las facciones dibujadas en la penumbra, los ojos del color del mar despedían una luz suave, inquietante. Que no tenía nada de hermosa, se dijo rápidamente, atajando cualquier pensamiento al respecto.


- Oigo.

La sonrisa destelló de nuevo, pálida entre las sombras, y le recordó una historia que había leído una vez, algo sobre una niña que se perdía y un gato invisible del que solo se veían los dientes, su memoria no era muy buena al respecto.

- A pesar de lo de hoy en el entrenamiento, sigo pensando lo mismo de ti.

Degustó la frase misteriosa, levemente burlona, ladeando la cabeza y sin atreverse a preguntar lo evidente.


- ¿Que soy tonta? - de vuelta al terreno conocido, donde las reglas del juego son claras.
- Exacto.
- Bien, porque yo sigo pensando que eres insufrible. Bueno, ahora más.

Empuja la sonrisa y atrapa el bienestar lejos de la punta de su lengua, sin atreverse a saborearlo. No es divertido. No lo es. La sonrisa baila en la oscuridad, los ojos destellan, cálidos, apacibles y burlones, el cabello se agita suavemente como una cortina de hilo de plata cuando el elfo se cruza de brazos y se apoya en la pared. Puede sentir con claridad el extraño magnetismo, la leve fluctuación de algo denso y vibrante entre los dos. ¿Es cosa suya, o él también lo está notando?


- Me alegra saberlo.
- ¿Puedo irme ya, o quieres que sigamos lanzándonos flores y recitándonos poemas?
- Puedes irte, te doy permiso. - hace un gesto teatral con la mano, como el rey que despide a sus siervos. Ivaine le atraviesa con la mirada ardiente de desprecio.
- Una de dos, o eres imbécil y quieres provocarme, o en el fondo te mueres por que me quede un poco más y sabes que diciendo eso, me irritaré y no me iré sólo por llevarte la contraria. ¿Cual es la respuesta correcta?
- A mi no me preguntes, soy idiota.

Él se encoge de hombros. Ella resopla. Un juego de máscaras, empieza a tenerlo claro, pero no, no es así, no quiere verlo, empuja el descubrimiento y trata de borrarlo de su comprensión. Se caen mal, ella le detesta y él es un engreído estúpido que la molesta por mera diversión. A ella no le divierte. Se enfada. Y punto.


- Anda y que te den.
- Que te den a ti, Harren. Con ese humor es evidente que te hace falta.

Se despidió mostrándole el dedo corazón, ofendida y ceñuda. Como tenía que ser.

X - Derrota

Tras la derrota en el entrenamiento, Ivaine protestó, pero nadie le hizo caso. Theod se negó a concederle la victoria, como era de esperar, y cuando ella le insistió para ser emparejada con Albagrana al día siguiente y terminar lo empezado, recibió una mirada condescendiente.

- Ya has hecho bastante, déjalo. No volverás a luchar con él hasta que no te calmes un poco, Ivaine.
- ¿Que? - entrecerró los ojos, iracunda y temblorosa. - ¡Habría ganado, joder! ¡Déjame intentarlo, te lo ruego, no me hagas esto!
- Mira Ivaine, nunca había visto algo como esto - replicó Theod, mirándola con severidad. Nunca antes le había hablado de esa manera, reprendiéndola, con la decepción pintada en los ojos castaños. - Te has tirado hacia él como si fuera un enemigo, has ido a matar.
- No puedo matarle con una espada sin afilar, coño - se defendió ella, sin comprender de qué iba todo aquello.
- Tú a él no, eso es evidente. ¿Pero es que no te has dado cuenta? Se ha pasado la mitad del combate evitando tus ataques y la otra mitad intentando derrotarte sin aplastarte. ¿De verdad crees que fallaba cuando su hoja se estrellaba cerca de tus pies? Eran advertencias, Ivaine. Le has acorralado hasta el punto de que ha preferido tragarse un par de golpes duros de tu parte antes que hacer los únicos movimientos posibles para derrotarte, porque con ellos podía haberte herido seriamente. - Ivaine parpadeó, perpleja, asimilando las duras palabras de Theod, que parecía casi indignado. - Te has pasado mucho. Y a pesar de todo, cuando ha conseguido zafarse de ti sin herirte, tú insistes e insistes. A veces parece que quieres que te maten.
- ¿Y yo que culpa tengo de que su espada sea una máquina de matar? Yo asumo esa consecuencia - espetó, sin achantarse. - No tengo por qué reprimirme por eso.

Theod suspiró, chasqueando la lengua.

- Es un entrenamiento, Ivaine, no un combate a muerte para declarar tu odio eterno a Albagrana. A mi tampoco me cae bien, pero nunca haría algo así. Le has puesto en una situación muy difícil. Si hubiera sido una lucha seria, estoy seguro de que te hubiera destrozado en el segundo asalto.
- Pues yo no estoy tan segura. Y además para mi era ... - cerró la boca. Apretó los puños, miró alrededor, bajó la cabeza y la volvió a levantar, resopló entre dientes y se marchó a rumiar su descontento.

Ascendió una colina, ignorando las miradas de reojo de sus compañeros, que regresaban a Vista Eterna. Caminó con pasos firmes y desordenados, con el fuego ardiéndole en el pecho y trepándole por la garganta, temblando de ira. "Puta mierda, con el jodido sin'dorei de los cojones. Me saca de mis casillas."

Se sujetó a una raíz para cruzar una hondonada y trepó al árbol con gestos bruscos, sentándose en una rama y rechinando los dientes. Ante ella se extendía el bosquecillo, una hondonada y las colinas mas allá. Las quimeras planeaban sobre el valle, desplegando las alas verdes y azuladas y deslizándose por los aires lentamente, mientras la mañana ascendía.

Se apartó el pelo del rostro y contempló el paisaje, masticando lentamente los sucesos y tragándolos con un resgusto amargo. Ivaine era muy orgullosa. Era terca y visceral, pero no era tonta, aunque a veces creía comportarse de un modo bastante estúpido a causa de aquellas tres características. Sin duda, hoy lo había hecho. Tuvo que admitir que había mucho de verdad en las palabras de Theod, y le dio la impresión de haber cruzado una línea que nunca tenía que haber pisado.

- Es que me pone ansiosa - dijo, mirando a una lechuza de las nieves que la observaba desde un abeto cercano. Arrugó el entrecejo y se frotó la nariz. - Bueno, mucha gente me pone ansiosa pero no pierdo los nervios de esta manera. Joder.

Meditó la solución por un instante, y le pareció muy mala idea lo que iba a hacer, pero aun así bajó del árbol, maldiciéndose a sí misma con su eterna discusión interior. Cuando no tenía con quien discutir, no le quedaba mas remedio que pelearse con Ivaine.

Al entrar en la taberna, ya era noche cerrada. Los chicos de la octava la miraron de reojo cuando atravesó la puerta, con una mueca de disgusto y los brazos en jarras, suspiró y miró alrededor, observando las mesa larga donde varios de ellos comían y los rincones en los que jugaban a los dados. El elfo no estaba por ninguna parte, y nadie dijo nada, volvieron la vista a sus actividades.

Observó las escaleras y ascendió por ellas, resignada. Le pesaban las botas y tenía la sensación de estar sucia o de haberse puesto en ridículo, por lo que no le importaba si se ponía aún más. Llamó a la puerta de la buhardilla y asomó la cabeza sin esperar respuesta. El brujo y el elfo estaban allí, Derlen parecía entretenido en sus cosas mientras el sin'dorei sostenía una jarra entre las manos y miraba por la ventana polvorienta, apartando las cortinas hechas jirones con la otra mano. Ambos volvieron el rostro hacia ella cuando se plantó en el umbral.


Para ser honesta, su primera reacción fue cerrar la puerta y largarse, dejar que las cosas volvieran a la normalidad o no lo hicieran, por sí solas. Total, que más le daba a ella. Sin embargo, arañó por un momento el marco de la puerta y luego se enfrentó a la mirada verdosa, fría y distante.

- Um...

¿Donde estaban las palabras? Quizá se las dejó olvidadas en la colina. Abrió la boca, frunció el ceño, se maldijo mentalmente y puso cara de circunstancias, esperando que Albagrana se diera cuenta de sus intenciones. No le cupo duda de que lo había hecho, pero aun así, seguía esperando, con la misma frialdad. Derlen les miró a ambos un par de veces y volvió a su trabajo, sumiéndose en las sombras y contando piedrecitas. "Joder, ya podía ponérmelo más fácil", se dijo, sintiendo como crecía de nuevo la ira en su interior. Finalmente, tras una eternidad de zozobra, fue capaz de hablar.

- Que quiero hablar contigo, ¿vale?

Bien, tal y como lo había ensayado mentalmente, las cosas eran muy diferentes. Claro que en sus elucubraciones no había tenido en cuenta el factor gilipollez del elfo ni su propia dificultad para las relaciones sociales. Se quedó un instante en la puerta, rechinando los dientes con el ceño fruncido y mirándole a la expectativa, aún enfurruñada. Albagrana arqueó la ceja. Suspiró. Dio un sorbo a la cerveza y finalmente asintió.

- Vale.

Se levantó, arrastrando la silla, y se acercó a la puerta, cruzándola y cerrando a su espalda.

IX - Hostilidad

El entrenamiento al amanecer era una rutina constante en Cuna del Invierno. Los soldados salían al exterior, bajo las órdenes de Samuelson. Cruzaban los muros de Vista Eterna, con las armaduras completas y las armas a la espalda y se dirigían al claro, junto a la pequeña ciudad. Una vez allí, con los tabardos relucientes y las sonrisas ansiosas en el rostro, se agrupaban por parejas y entrenaban para el combate.  Theod pensaba que, ante la ausencia tan prolongada de nuevas órdenes desde la Capilla, era un buen modo de tener ocupados a los soldados, hacer que se sintieran útiles, liberasen tensiones y energías y prepararse para los futuros combates. Estaba seguro de que los habría. Ivaine también.

Para estimularles, Theod había hecho un cuadrante que sacaba al exterior cada mañana. En él, les emparejaba de maneras diferentes cada día e iba puntuando a los vencedores. Como capitán, Theod no solía participar en la pequeña competición, cosa que Ivaine se guardaba muy mucho de criticar, pero le parecía una muestra de inseguridad.

"Lo que le acojona es perder", iba pensando esa mañana, caminando junto a Berth, que se encontraba ya recuperado de su enfermedad. El joven parloteaba excitado.

- Creo que en cuanto consiga girar la espada convenientemente, empezaré a ganar de vez en cuando. - Al sonreír, el rostro redondo del chico parecía aún más infantil. Ivaine ensayó una media sonrisa, con el escudo a la espalda y el arma al cinto, y volvió la mirada hacia la muralla, donde Theod acababa de colgar el pergamino.

Se abrió paso entre sus compañeros con algún que otro codazo. Los enanos estaban riendo entre dientes y le lanzaron miradas de soslayo que no supo interpretar, de modo que les ignoró y observó su puntuación. "Hum, la tercera, no está mal".

- Vas en la cabeza, Harren - le dijo Berth, sonriéndole de nuevo con un júbilo innecesario a su juicio.
- Ajá.


Hizo rodar la vista hacia arriba para ver quién le superaba y resopló con desdén. Albagrana, segundo. Arristan, el primero. "El puto sin'dorei", dijo para sí, meneando la cabeza con desprecio.

- Me toca contra Derlen - murmuró Lohengrin.

Ivaine no solía mirar el cuadrante, así que se alejó hacia el grupo de soldados que se alineaban, esperando que su pareja le encontrase a ella. Era el tipo de molestias que no se tomaba. Silbando entre dientes, hizo girar la espada entre las manos, volteó las muñecas, se crujió el cuello y tomó el escudo, flexionando el brazo para calibrar el peso y adaptar la fuerza a él. A ella le habían asignado el escudo a los pocos días, cuando Theod comprobó que se arrojaba salvajemente contra cualquier rival sin tener en cuenta la menor consecuencia. "Con esto al menos, tus posibilidades de morir durante los primeros tres minutos de combate, descenderán", le había dicho, resignado. Al principio le costó acostumbrarse, pero ahora le estaba cogiendo gusto a la plancha de acero con forma de lágrima invertida.

- A ver como te portas hoy, colega - murmuró entre dientes con una media sonrisa, alzando la mirada para contemplar al rival que acababa de situarse frente a ella. Frunció el ceño y por un momento se le bajó la sangre a los pies.
- Intenta no mearte encima, Harren. - le dijo el sin'dorei, el puto sin'dorei, clavando el gigantesco mandoble en la nieve para anudarse el pelo en la nuca. - No pienso ser condescendiente contigo.

Ivaine apretó los dientes y trató de respirar sin parecer un dragón irritado. ¿Por qué tenía tan mala suerte? Evidentemente, sabía que tarde o temprano le iba a tocar pegarse con el elfo, pero esperaba cogerle en un día milagroso en el que no abriera la boca. Sin embargo, ahi estaba, con la petulante sonrisa, peinándose con los dedos y levantando el espadón con una sola mano para echárselo al hombro como si fuera el rey de Ventormenta. "Que asco de tío".

- Tu tienes un serio problema, Albagrana. - replicó, con una mueca desdeñosa y una mirada de profundo desprecio. - No solo eres gilipollas, sino que además no pierdes ocasión de demostrarlo.
- Lo cual no cambia el hecho de que vas a morder el polvo.

De nuevo la sonrisa engreída. Ivaine no le entró al trapo a ese respecto, era orgullosa pero no era tonta. Había visto combatir al elfo y una de sus escasas virtudes, o una de las pocas cosas en las que no resultaba irremediablemente defectuoso, era en el combate cuerpo a cuerpo. Para algo tenía que servir, el desgraciado.

- Déjate de charlas. No estamos aquí para hablar. Prepárate y ni me dirijas la palabra, ¿está claro?

La mañana era clara y había dejado de nevar, pero el suelo era resbaladizo y el manto blanco, perpetuo, cubría la tierra por completo. La chica sacó la piedra de afilar y preparó las armas, mientras el sin'dorei hacía otro tanto, mirándose de reojo de cuando en cuando con hostilidad. A su alrededor, las demás parejas conversaban animadamente, se hacían fintas y aguardaban entre risas y chanzas la llegada del capitán. Sólo el brujo, Berth y ellos dos permanecían silenciosos.

- ¡Dale duro, Harren! - exclamó Boddli Korr, haciéndole un gesto de ánimo que algo tenía de burlón. Grossen le imitó, y luego los dos cuchichearon algo. Ivaine se limitó a dedicarles una sonrisa sarcástica, mientras el elfo se reía entre dientes, dedicándole una mirada desafiante y divertida bajo el cabello que se le derramaba ante el rostro irremediablemente. "Hoy me va a tocar aguantar muchas tonterías", pensó Ivaine con apatía.

La hostilidad evidente entre ella y Albagrana no era ningún secreto. Sus compañeros en la división no habían tardado en darse cuenta de que ella no le soportaba bajo ningún concepto, cosa que a él parecía resultarle de lo más divertida. Habían tenido varias discusiones violentas desde que él se unió a la división, y alguna vez habían llegado a las manos, pero Ivaine tenía que concederle que él nunca se había propasado. Imaginaba que podría tumbarla fácilmente de un puñetazo si se lo proponía, y pese a que ella había intentado agredirle seriamente alguna que otra vez cuando la había sacado de sus casillas, él se había limitado a detener sus golpes o a recibirlos con sorpresa y luego escupir a sus pies. Si la cosa se ponía seria, sólo la miraba severamente, arqueaba la ceja y se daba la vuelta para largarse como un señor. No le costó demasiado comprender que la única que se enfadaba de verdad, al menos hasta el momento, era ella. De hecho, apostaría una mano a que Albagrana se lo pasaba en grande.

Así pues, su relación consistía fundamentalmente en ponerse a parir, pelearse por cualquier cosa, provocarse el uno al otro y seguir al elfo en sus expediciones hacia la poza de magia. Las tres primeras cosas las hacía por que no le soportaba y era un imbécil de cojones. La cuarta, no lo tenía claro, pero ya había dejado de preguntárselo.

Evidentemente y como solía suceder en estos casos, la hostilidad palpable de Ivaine hacia el sin'dorei se había convertido en una fuente de diversión para la división al completo. Sólo Theod no parecía sentirse cómodo con aquella situación, aparte de ella misma, pero para todos los demás, cada vez que iniciaban una disputa era un soplo de aire fresco. Quizá por ese motivo, hoy las miradas se dirigían hacia ellos de cuando en cuando, con risillas maliciosas y divertidas pero que, tal y como bien sabía o quería suponer, en el fondo no eran más que fruto del humor juguetón que nacía del buen ambiente de la Octava, la camaradería y la naciente amistad de sus miembros. Hasta de eso empezaba a hartarse, cuando Theod apareció finalmente y saludó a los soldados.


- Buenos días, camaradas.
- Hola Theod. Saludos Capitán.
- Empezad cuando queráis. Ya sabéis, preparaos, saludo y coordinación, no hagáis trampas.

Se oyeron algunas risas y comentarios aislados, y finalmente, las dos líneas paralelas de combatientes se irguieron y se miraron entre sí. Ivaine levantó el escudo y preparó la espada, ladeándose un tanto, adelantó una pierna y respiró, relajada y firme, mirando al elfo por encima de la placa de acero.

Él hizo girar el mandoble un par de veces con ambas manos y situó la punta en la nieve, tras de sí, como si fuera un remo, de perfil hacia ella. Sacudió los cabellos y la miró, con una media sonrisa y un brillo chispeante en la mirada, entre ansioso y jovial. Algunos metales ya entrechocaban a su alrededor.

- ¿Listo?
- Siempre.

Tomó aire. Contó tres. Se impulsó con las piernas, con el escudo por delante y cargó, conteniendo el grito. El escudo se estrelló contra la hoja de acero templado, que giró cuando él levantó los brazos, elevándose como una columna metálica, aún con el filo deslizándose en la tierra. Se ladeó para descargar la espada roma contra la mano izquierda de su rival, pero sólo vio flotar un jirón de cabellos trigueños ante sí cuando él se movió para esquivarla.

"Joder con el puto sin'dorei". Dio un salto hacia atrás para quitarse de la trayectoria del arma que caía sobre ella, y la hoja se estrelló contra la tierra, a diez centímetros de su cuerpo. Ivaine parpadeó, mirándole con indignación. Si no se hubiera apartado, ese golpe le habría abierto la cabeza.

- ¿Estás loco o qué?

- No te asustes, no te habría dado.- Rodrith volvió a levantar el arma, esta vez echándosela a la espalda, y agitó la melena.  
- No me asusto, gilipollas.

Arremetió de nuevo contra él, esta vez desde un lateral, rápida como una ardilla, pero él volvió a girar sobre sí mismo, hizo oscilar el espadón sobre su cabeza, y volvió a descargarlo, esta vez a un paso de los pies de Ivaine. Le fulminó con la mirada y él sonrió. "Está jugando conmigo. Asi que quieres jugar, ¿eh?", le devolvió la sonrisa y se le quedó mirando, adoptando la misma posición y probando el mismo ataque. El elfo hizo un movimiento similar, girando sobre sí mismo, pero en el último segundo, Ivaine se deslizó hacia el lateral y, mientras la masa de acero cortaba el aire en una elipse, le dio tiempo a golpearle con la espada en el costado descubierto. Puso toda su rabia en el golpe, y el metal vibró y resonó en el claro. Atisbó la mirada iracunda y se precipitó hacia la espalda del guerrero para alejarse del camino de su arma, imponiendo el escudo entre ambos.

Jadeó y le escuchó jadear cuando el mandoble se estrelló contra el suelo, y atisbó sobre el escudo al percibir el sonido rasposo del acero al raspar la tierra para elevarse de nuevo y el gruñido desdeñoso. Otro restallido de metales encontrados, y la plancha de acero ante ella vibró, haciéndole contraer el brazo y apuntalar los pies al verse precipitada hacia atrás por la violenta colisión.

Se miraron de nuevo, y tragó saliva, atravesándole con los ojos. No había burla en la mirada verdeante esta vez, sino una seriedad grave y un atisbo de serenidad que no le gustó nada. Le había visto así en el lago Kel'theril, ese mismo semblante de mandíbula apretada y la tormenta naciente bajo las pestañas.

- En serio, ¿estamos? - le dijo, sin achantarse. Un hormigueo de excitación le recorrió las venas, la adrenalina se le disparó. "Estoy zumbada. Bah, qué mas da, hagámoslo".
- No me tientes, Harren - respondió el elfo con voz grave y una advertencia implícita en ella.

Aquello la espoleó aun más, y esta vez cargó con un grito que no pudo reprimir.

El combate fue todo un espectáculo. Le acorraló con su furia hasta obligarle a responder a los ataques sin contenciones, le avasalló y desató todo su ímpetu contra él, sin importarle una mierda si la respuesta significaba terminar aplastada por el inmenso mandoble. Se arrojó sobre él, le asedió con el escudo, coló su espada por los lugares abiertos que veía, y pronto el combate se convirtió en una danza. Se sintió satisfecha cuando, agotada pero aún concentrada, logró despertar el destello frío y acerado en los ojos de Albagrana, le hizo fruncir el ceño y rechinar los dientes. Su arma no le tocó a lo largo de los primeros minutos, donde sólo le dejó opción a defenderse, esquivarla y aguantar las embestidas o poner espacio entre los dos con ataques que no estaban dirigidos a herirla sino a abrir hueco.

Se dieron tregua un instante cuando ella reculó para recuperarse del cansancio que comenzaba a invadirla a causa del desenfrenado acoso, y sólo entonces se dio cuenta de que varios compañeros, que habían terminado ya, estaban mirándoles y lanzando arengas. Theod les observaba, con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Se permitió una sonrisa ácida antes de volver a la carga.

La danza prosiguió con el mismo proceder, esta vez acompañada por los gritos y los vítores del círculo de soldados que se había formado a su alrededor, pero en sus ojos sólo existía el rostro firme y severo de mirada turbulenta que percibía de cuando en cuando entre los mechones de cabello claro y la armadura del rival. Estaba sudando y el brazo del escudo empezaba a temblarle a causa del esfuerzo, incapaz de hacerse una idea de cúanto tiempo llevaban combatiendo.

Apretó los dientes y se lanzó de nuevo hacia su contrincante, con el escudo ante sí. Él resistió el ataque con la hoja del arma perpendicular sobre la tierra, como había hecho al principio, y ella volvió a ladearse, tratando de alcanzar el cuerpo del elfo con su espada sin afilar. Los ojos verdeazulados destellaron triunfales. Una de las manos que sostenía el mandoble se apartó de la empuñadura y se precipitó hacia la hoja de su acero. Por un momento creyó que iba a atravesarle, pero se movió un instante, levantando el mandoble en el que presionaba con el escudo y privándola del punto de apoyo, de modo que se precipitó hacia adelante arrastrada por su propio impulso. 



"Mierda". Esa palabra rebotó en su cabeza mientras caía, y por si fuera poco, Rodrith le arrebató su propia espada por el camino, cerrando la mano en la guarda y tirando con tanta fuerza que casi se le llevó los dedos por delante. Su armadura golpeó contra el escudo cuando tocó tierra, desarmada, y escuchó el silbar del metal cortando el aire a su espalda. Guiada por el instinto, sostuvo el escudo con las dos manos y rodó sobre la tierra, cubriéndose con él boca arriba.

Parpadeó un par de veces y las voces se apagaron en el claro. El mandoble se detuvo secamente, apenas rozando el escudo de Ivaine con el extremo. El elfo respiraba con cierta dificultad y rechinaba los dientes, y en su expresión seria y ceñuda no había asomo de ira. Toda estaba concentrada en su mirada. Abrió la mano con la que le había arrebatado su arma y la dejó caer al suelo, dándole una patada después. Ella aferró el escudo, testaruda. Él arqueó la ceja. Y las palabras de Theod se hicieron oír en el tenso silencio reinante, ante los ojos expectantes de los miembros de la división.

- Harren, estás desarmada. La victoria es suya.
- No estoy desarmada.

"Y una mierda lo estoy", se dijo, sin soltar el escudo. Los murmullos volvieron, más tenues, tímidos, emocionados. Albagrana suspiró imperceptiblemente entre los dientes y no dijo nada, pero leyó sus labios. Ya basta, decía. Ella negó con la cabeza, inamovible.

- No estoy desarmada - exclamó con indignación, empujando el mandoble con el escudo y poniéndose en pie.
- Ya basta - y esta vez lo dijo claramente, con voz grave y reverberante, imperativa. El semblante era amenazador y esta vez si, estaba enfadado.
- ¡He dicho que no!
- Es un puto entrenamiento, Harren, y se ha terminado. Si no estás contenta con el resultado, me rindo. - volvió los ojos hacia Samuelson. - Dale la victoria a la chica del escudo, Capitán, yo no pienso seguir.
- ¡Y una mierda! ¡No puedes retirarte! - exclamó ella, poniéndose en pie. - ¡Esto no es justo!


Jadeó, echando chispas por los ojos, destellando iracunda. Un fuego abrasador estaba despertándose en su pecho, consumiéndola de rabia, pero el sin'dorei ya había soltado la espada y se marchaba sin volver la vista atrás, sin mirar a nadie.

VIII - El sin'dorei (II)


Ivaine observaba, con los ojos muy abiertos, como si fuera la espectadora de un suceso excepcional. Había visto a los elfos nobles mucho antes de conocer a Albagrana, cuando aún era una niña y los escasos viajeros del antiguo pueblo eran recibidos con asombro y cierto temor en Stormgarde. Solo de oídas había conocido los crueles sucesos que se vivieron durante el ataque de la Plaga, mientras ella permanecía en el caserón de los Samuelso
n, a salvo de aquel mal que se disponía a combatir en las filas del Alba Argenta. El reino de los elfos, que imaginaba lejano y muy raro, había sido arrasado, su pueblo se había convertido en enemigo de los hombres, habían cambiado su nombre y se alimentaban de niños y de sangre de demonio para recuperar su magia. Hasta ahí llegaban sus conocimientos.



Por eso, la escena que estaba presenciando le parecía extraña y asombrosa. Se mantuvo a distancia, mirando, mientras  el elfo abría los dedos sobre la pequeña pila y un hilo de luz azulada recorría sus palmas, disolviéndose al entrar en su piel. Él suspiró quedamente y entrecerró los ojos, que brillaban intensamente ahora, echando la cabeza hacia atrás en un gesto de absoluto placer largamente pospuesto. Ivaine se estremeció un instante, quizá con asco o puede que a causa de la expresión extasiada del soldado, cuyos cabellos ondearon suavemente con la energía que se arremolinaba en torno a sí. Le pareció verle esbozar una breve sonrisa maliciosa antes de apartar las manos y quedarse mirando la poza, lamiéndose los labios. 

Había un deseo subyacente en él y la muchacha podía percibirlo en la mano trémula que quería acercarse de nuevo al recipiente de piedra, el leve temblor de los dedos. “Cogerlo todo, absorber todo ese poder para cerrar una herida que sólo se abrirá más hasta destruirle. Los sin’dorei son así. Son adictos. Siempre quieren más y nunca están satisfechos, eso son, ¿no es verdad?” Una parte de sí misma lo comprendía más profundamente de lo que su razón acertaba a elucubrar, y sin embargo, lo sentía como si estuviera viviéndolo en su propia piel, en su propia alma.

Entonces, con un gruñido insatisfecho, Albagrana levantó la mano y crispó los dedos de nuevo para absorber más, más, la dulce magia, deliciosa magia. Antes de darse cuenta, Ivaine estaba allí y le agarró de la muñeca.

- Vámonos – exhortó con firmeza.

“¿Qué coño hago? Déjale que reviente. ¿Tu que sabes de todo esto? No tienes ni idea de lo que haces, Ivaine. Te pondrás en ridículo otra vez.”

La mirada volvió a ella y la observó con extrañeza, con cierta ansiedad. Ella crispó los dedos y tiró de él.

- Venga. Ya has hecho lo que tenías que hacer. – le vio lamerse los labios, mirar la poza, lamerse los labios de nuevo. – Vamos, tengo prisa. Me estoy meando y yo no puedo hacerlo aquí.
- ¿qué… de qué hablas…? – murmuró el elfo con voz pastosa.
- Vamos, Albagrana. Volvamos ya. A insultarnos como antes. Todo el camino de vuelta. He estado pensando cientos de insultos para decirte – prosiguió, parloteando aceleradamente, tratando de apartar la atención del sin’dorei de la fuente de poder. – Por ejemplo, engreído asqueroso.
- ¿Engreído asqueroso?

Había movido un pie y la observaba con la ceja arqueada, aun con la mirada algo perdida, así que no se detuvo y siguió tirando de su muñeca, tirando y tirando, guiándole un paso tras otro mientras volvían al camino. Habló sin cesar, le fustigó con puyas ingeniosas y se dirigió a él con desdén, hasta que el elfo dejó de volver la vista atrás y se soltó de sus dedos con un movimiento sutil.

- … y llegaste con esos aires…”Soy los refuerzos” – decía ella, echándose el pelo hacia atrás. - ¿Por qué eres siempre tan gilipollas?
- La respuesta más sencilla es que soy un gilipollas.

Ivaine reprimió una sonrisa. Era la primera vez que él respondía desde que se habían alejado de las ruinas.

- Desde luego que lo eres, no tengo ninguna duda al respecto.
- Si preguntas que por qué soy siempre tan gilipollas, es que crees que puedo ser de otra manera.
- No, en realidad no – dijo, echándose la capa por delante. “Sí, en realidad sí. He mirado a través de tus tormentas”, se dijo. Inmediatamente se rectificó a si misma. – La pregunta es… ¿Siempre has sido así de gilipollas o has tenido que entrenarte?

El elfo la sujetó un instante por el brazo y la apartó, señalando un montoncito de nieve vagamente. Ivaine imaginó que debajo había otro agujero, y su gesto le hizo sentirse incómoda.

- Hasta ahora había sido autodidacta, pero quizá te pida que me instruyas. Se te ve con experiencia.
- Para nada. Has superado mis capacidades sólo a lo largo de este tiempo.- replicó ella, mordiéndose el labio con cierta confusión.

“No he venido a esto”, se reprochó a sí misma. “No debería divertirme con esto. Odio a este tipo, ¿no?” Su mente no contestó.

- No mientas, sé que aún no has demostrado todo tu potencial.
- En esto sí te dejaré ganar.


Continuaron caminando hasta llegar a Vista Eterna, discutiendo apaciblemente, si es que eso es posible, pero a ella se lo parecía. Cuando entraron a la posada, Ivaine se sentó al lado de Berth y le cogió la mano fofa, hablándole con tranquilidad, diciéndole que se recuperaría y que todo iba a salir bien. Albagrana se retiró a un rincón y se envolvió en la capa, cerrando los ojos. Ella no volvió a mirarle mas que un par de veces hasta que quedó dormida.

Desde aquel día, no dejó de seguir al elfo a la poza de magia cada vez que iba hacia allí. Nunca supo si él era consciente o no de que ella caminaba tras sus pasos en aquellas noches de invierno, pero tenía la sensación, en algún lugar recóndito de su corazón, de que él lo sabía. Porque nunca más volvió a dudar al apartar la mano del poder chispeante y tentador que fulguraba sobre la piedra.

VII - El sin'dorei (I)

Cuna del Invierno - Tercer día de primavera

Berth Lohengrin tosía y temblaba sobre la litera, mientras la druida le pasaba las manos por el rostro, entonando extraños salmos en su idioma natal. La fiebre había hecho presa en él después de su baño en el lago helado, y ahora, rojo como una manzana madura, aún exclamaba “me caigo, me caigo”, una y otra vez.  Shelia colocó un paño húmedo sobre su frente y arrojó algunas hierbas al interior del mortero, las machacó y las volcó sobre el cuenco de agua hirviendo. Allí, bajo la luz tenue de las antorchas, a Ivaine le recordó, sin saber por qué, a un parto.

Estaba apoyada sobre una columna, observando a su compañero yaciente. Berth le despertaba sentimientos contradictorios. Por una parte le daba pena el muchacho gordito y torpe, que quería ser un guerrero a toda costa, a pesar de que la naturaleza no le había dotado para ello. Por otro lado, detestaba su debilidad. Sus quejidos la hacían enfadar, porque sabía que no podía hacer nada para evitar aquel dolor.

- Tranquilo, camarada – murmuró la druida suavemente, mientras removía la mezcla sobre la hoguera. Habían trasladado el jergón de Lohengrin junto al fuego para que recibiese todo el calor que fuera posible, y su rostro parecía aún más enrojecido con el resplandor de las llamas. – Pronto te pondrás bien.

Ivaine miró a la druida, frunciendo el ceño, y ella le sonrió suavemente un instante, antes de volver a su labor.

- ¿Puede oírte? – preguntó, removiéndose un poco.
- No exactamente. – Shelia escurrió un trapo y lo colocó sobre otro cuenco, haciéndole un gesto para que se acercara. Entre las dos, volcaron el líquido humeante, que dejó los restos de hierbas prendidas en el lienzo al filtrarse al otro recipiente. – Pero estoy segura de que capta el tono de mi voz.
- No sabes si se va a curar, ¿verdad?

La elfa se apartó el cabello púrpura de la frente y la miró de nuevo con los ojos plateados, rezumantes de luz lunar.

- Sé qué hacer para aliviar su mal – respondió, retirando el lienzo a un lado. – Pero también depende de él. Si lucha, sobrevivirá. Si se rinde, morirá.

Ivaine volvió la vista hacia el muchacho de nuevo, mientras su compañera se sentaba junto a él y le acercaba la bebida a los labios, levantándole la cabeza con delicadeza.

“No puedo hacer nada. Sólo esperar.”

Se dirigió al exterior airadamente, huyendo de los gemidos sufrientes del soldado Lohengrin y de la exasperante calma de Shelia. ¿Cómo coño hacían los druidas para mantener siempre esa actitud? ¿Era por el equilibrio? Si era por eso, desde luego ella no había nacido para ser druida.

Cerró la puerta a su espalda cuando el beso del invierno la golpeó con violencia, y se estrechó la capa en torno al cuerpo. Vista Eterna estaba en calma, y aquí y allá los miembros de la división se entretenían puliendo las armaduras, remendando los tabardos o jugando a los dados. Caminó entre ellos distraídamente, intercambiando algunos comentarios banales.

Realmente, Ivaine sólo hablaba con Theod. A él le conocía de verdad, era la única persona a quien podía darse el lujo de apreciar. Con él compartía sus sueños y sus preocupaciones desde que era una niña flaca y entrometida, y a medida que fueron creciendo, los sueños eran cada vez menos y las preocupaciones cada vez más grandes. Ahora que su hermanastro era capitán, lo último que necesitaba era que le importunaran con ese tipo de cosas, tenía temas más importantes entre manos. Así que Ivaine se sentía muy sola.  Pateó la nieve, de camino hacia la puerta de la ciudad, con un movimiento vago y lánguido. “Todo esto es un asco. Ojalá me hubieran echado.” Bien, no todo era un asco. El lugar era bonito.

El cielo se teñía de púrpura y añil, y las estrellas comenzaban a encenderse, como botones de plata sobre una túnica recién tejida. Las lechuzas ululaban aquí y allá, y en el linde del bosque se encendían de cuando en cuando ojos amarillos. Entrecerró los ojos y se lamió los labios, echando mano a la espada, con un repentino deseo de matar alimañas, cuando las voces la sorprendieron. Sin saber por qué se ocultó detrás de la muralla.

- … horrible y malvado, no me cabe duda.
- No… no es para tanto, creo. Solo hago lo que sé hacer.

Reconoció la voz de Elikatos y la otra, la primera, la voz profunda y grave del elfo, con ese tono burlón, ambiguo. Ivaine frunció el ceño y curvó los labios en una mueca de desprecio instintiva.

“Maldito sea, todo es culpa suya”, se dijo, sin molestarse en pensar a qué se refería exactamente. Esperó a que las voces se hubieron alejado y vio entrar al brujo, encapuchado y taciturno, que se dirigía a la posada. Solo entonces volvió al exterior, observó la silueta de Albagrana, alejándose pausadamente, con los cabellos ondeando a su espalda.

Mientras le seguía con prudencia, se preguntó a sí misma por qué lo hacía. Encontró varias respuestas convincentes. Seguro que iba a hacer algo oscuro y ominoso, si no ¿qué diantres hacía hablando con el brujo momentos antes? Nadie hablaba con el brujo. De hecho, era un misterio para todos cómo demonios el tipo había conseguido el sello de aprobación del Alba Argenta, pero con o sin él, seguía siendo un brujo. Y si no era así, de todos modos era mejor tener vigilado a Albagrana. Al fin y al cabo había aparecido de la nada, con esas ínfulas, con su actitud irritante y esos aires de superioridad… “seguro que trama algo. Seguro”, se dijo.

Avanzó, repitiéndose sus excusas al amparo de las sombras de los árboles hasta que él se detuvo repentinamente entre unos abetos y habló.

- Ahora voy a mear, así que deberías darte la vuelta. – dijo con toda naturalidad.

Ivaine parpadeó sorprendida y pegó la espalda al árbol, preguntándose si le hablaba a ella. Quizá la había descubierto. Frunció el ceño cuando escuchó el sonido cristalino del fluir del líquido y entrecerró los párpados, vocalizando una maldición que no llegó a enunciar.

“Ahora es cuando se abren los cielos y un foco de luz cae sobre mi mientras todos se ríen, ¿no?”, pensó.

- Ya está. – dijo la voz grave cuando el surtidor pareció detenerse al fin. - Puedes continuar siguiéndome, pero yo en tu lugar no pisaría mucho por aquí. Ha sido una meada soberbia.
- No necesito tu permiso – respondió sin poder contenerse.
- ¿Para seguirme o para chapotear en mis meados? – le pareció escuchar una risa velada, ahogada. - Aun así, para ambas cosas generosamente te lo otorgo.
- Que te follen, Albagrana.

Cansada de hacer el ridículo, salió de su escondite, enfrentándose a la sonrisa socarrona del caballero, que se anudaba los cordones de las calzas. Se había atado el pelo a la nuca, pero los mechones más cortos le colgaban sobre la cara y llevaba puestas algunas piezas de la armadura.

- Nada me gustaría más. – la miró por un momento, divertido, y ella levantó la barbilla con un destello de dignidad herida.

“Si este imbécil se cree que puede reírse de mí, vamos a ver quién gana”

- Dudo que se cumplan tus expectativas. – replicó con desenvoltura, acercándose con los pulgares en el cinturón. – Si has tardado tan poco en orinar es que tus meados no tuvieron que hacer un recorrido demasiado largo dentro de tu polla.
- ¿No has pensado en la otra posibilidad?
- ¿Cuál?

El elfo apoyó la espalda contra el tronco, observándola de soslayo.

- Que tardo poco porque me llega al suelo

Ivaine reprimió una sonrisa. “No es divertido. Es engreído y estúpido y se merece una lección”, se recordó a sí misma.

- Solo habría una forma de que te llegara al suelo, y es que te la cortaran y la dejaran caer. Aunque quizá no llegase a tocar tierra y se la llevara el viento, quien sabe.
- ¿Pretendes herir mi virilidad, Harren?
- ¿Herirla? – La muchacha arqueó la ceja, fingiendo sorpresa. - ¿Acaso aun vive? La daba por muerta y enterrada, si es que algún día existió.
- Debe yacer entonces junto a tu feminidad. De hecho, a juzgar por cómo andas, no me extrañaría que tú también meases de pie.
- Me halagas. Nada me gustaría más que ser un hombre. Lamentablemente, sigo siendo mujer, pero pese a todo, soy mas hombre que tú.
- Más hombre que muchos, debo decir.
- Harás que me sonroje.

El elfo sonrió sesgadamente y un destello relució en su mirada un instante. Ivaine se regodeó interiormente ante lo que consideraba una victoria, pero la sonrisa sarcástica se esfumó de sus labios cuando él volvió a hablar.

- Lo que no esperaba es que fueras del tipo de hombres que persiguen a otros hombres, aunque entiendo que mi atractivo haya podido encandilarte incluso a ti.
- No dejes que tu vanidad te confunda. Soy del tipo de persona que prefiere vigilar a la gente peligrosa, eso es todo.
- ¿Me consideras un peligro, Harren?
- Suficiente como para ser vigilado.
- Ahora eres tú quien me halaga.

De nuevo la sonrisa sesgada y el brillo verdeante de los ojos, que relucían tenuemente en la oscuridad. Ivaine se apartó del árbol, acercándose unos pasos, mientras observaba distraídamente las estrellas, esforzándose en caminar de un modo aún más masculino.

- ¿Te gusta provocar desconfianza?

El elfo se encogió de hombros.

- Me gusta no provocar indiferencia.
- Así que si quiero molestarte, bastaría con mostrarme indiferente hacia ti en todos los sentidos, ¿no es así? – dijo con fingida candidez.

Albagrana sonrió ampliamente, mostrando una hilera de dientes blancos y perfectamente alineados. Al hacerlo, sus ojos se estrecharon con una expresión de evidente satisfacción.

- Si lo que te mueve a la indiferencia es molestarme, es que no te soy tan indiferente.
- Es cierto, no lo eres – replicó ella. – Te detesto profundamente.
- Eso lo dices porque no me conoces. Espero que con el tiempo, tus sentimientos cambien y llegues a odiarme mortalmente – dijo él, tendiéndole el brazo con una reverencia exagerada. – Si quieres, puedes seguirme con más facilidad paseando a mi lado. Te proporcionaría una coartada perfecta en tu misión de vigilar los peligros potenciales que encierra mi persona.

Ivaine se inclinó a su vez con dramática cortesía.

- Debo rehusar, ya que mi hombría me impide pasear del brazo de un caballero sin parecer una dama. Además, no necesito tu permiso.
- Te aseguro que no parecerías una dama ni aún caminando de mi brazo, Harren.
- Cierto, pero tal vez lo parecieras tú. Serías el hazmerreír de la división, aunque puede que incluso te gustara. Al fin y al cabo, eso te daría cierto protagonismo, ¿no es así?

El elfo la observaba en la misma postura, con la leve sonrisa perpetua y el brillo burlón en la mirada.

- ¿Qué harás entonces, Harren? ¿Avergonzarme paseando de mi brazo o contradecirme siguiéndome a distancia?

Ivaine sopesó sus posibilidades, rascándose la barbilla con estudiada expresión reflexiva. Hacía rato que se le habían olvidado las justificaciones que la impulsaban a hacer aquello, y desde luego, no encontraba ninguna para haberse enzarzado en aquella pugna verbal.

- Dudo que haya algo que pueda avergonzarte, así que optaré por la contradicción.
- Como gustes.

El sin’dorei se dio la vuelta, con una última sonrisa de suficiencia y prosiguió su camino. Ivaine le siguió a cierta distancia, ya sin precaución alguna, mientras avanzaban a lo largo de un camino irregular que se desviaba hacia el sureste. Albagrana caminaba tranquilo, deteniéndose de vez en cuando para observar en la oscuridad, olfatear el aire y proseguir a continuación.

Al rodear un túmulo, Ivaine pisó un agujero oculto en la nieve y se hundió hasta la cintura. Soltó una maldición, mientras trataba de salir a duras penas. El elfo se dio la vuelta al escucharla y se la quedó mirando, de brazos cruzados.

- ¿Qué coño miras? – replicó ella, tratando de aferrarse a la nieve, que se deshacía en sus manos cada vez que intentaba ascender. “No me puedo creer que me pase esto. Joder. Es insufrible. Insufrible.”
Sin duda, los árboles se estaban aguantando la risa, y debieron estallar en carcajadas cuando Albagrana se rascó la barbilla, observándola.
- ¿Necesitas ayu…?
- NO
- Bien, entonces me voy.

“Joder”.

La chica dio un manotazo a la nieve y trató de buscar apoyo para sus pies. “Maldito cabronazo, sabía que había un agujero aquí, él no lo ha pisado. Lo sabía y me ha dejado hundirme, que la Legión se lo lleve y le devore las tripas. Es culpa suya.”

Observó la silueta alejarse con lentitud y suspiró, tragándose el orgullo.

- ¡Elfo!

La figura se detuvo. Parecía azul bajo la luz equívoca de la noche que cerraba sus cortinas lentamente. Si no fuera por el reflejo de la nieve, estarían a oscuras completamente.

- ¡Elfo, vuelve! – repitió. No podía evitar que su voz sonara imperativa, pero aun así, el soldado regresó. “Bien, estoy en ridículo. Supongo que no podía habérmelo montado peor”. Levantó los ojos, enfadada, hacia él. La humillación le hizo apretar los dientes, y por un momento, se sintió tan desgraciada que creyó que se echaría a llorar como una niña, pero también se tragó aquello.

- Acepto tu ayuda.

Estaba preparada para suplicar, para pedir por favor cuanto fuera necesario que la sacara de ahí y para aguantar todo tipo de degradaciones verbales por parte del sin’dorei. Incluso imaginaba que la dejaría un buen rato ahí. Iba a empezar a planear su venganza, cuando dos manos enguantadas agarraron las suyas y tiraron de ella hacia arriba. La nieve se desprendió a su alrededor y dio con los talones en el suelo en un movimiento suave. Las manos soltaron las suyas al instante y se encontró con la mirada grave y profunda. “Te comprendo. Sé lo que hay dentro de ti”, decían esos ojos.

Ivaine nunca supo medir cuánto tiempo duró aquello. Segundos, o minutos quizá. Sólo consiguió romper el embrujo extraño en el que se veía presa cuando el elfo ya se había dado la vuelta y echaba a andar. Ivaine le observó con los ojos entrecerrados, haciéndose cientos de preguntas y con el corazón en la garganta, hasta que llegaron a la vieja ruina.

Era una antigua poza de la luna, con bancos antiguos medio derruidos, erosionados por la nieve, y una pila en el centro que chispeaba con titilantes motas luminosas. Albagrana se acercó y se sacó los guantes lentamente. Entonces ella comprendió a qué había ido allí.

“Es un sin’dorei”, pensó, mientras le miraba extender las manos sobre la fuente de magia. “Es un adicto”


VI - El Lago Kel'theril (II)

Ivaine miró de reojo a su hermanastro. Las orejas le habían enrojecido tanto que parecía a punto de estallarle la cabeza.

- Puedo perdonar tu insolencia y tu intento de suplantación de antes, pero no lo haré en lo sucesivo. ¿Me oyes, soldado?

El caballero se encogió de hombros.

- No he suplantado a nadie. Si me habéis tomado por vuestro jefe, por algo será.
- Dijiste que tenías un plan – Intervino Arristan sin que nadie se lo hubiera pedido, avanzando hacia el recién llegado. - ¿De qué se trata?
- No se trata de nada. - La voz del capitán resonó, iracunda e impositiva por encima de las agujas de los pinos. – Vamos a atacar ahora y vamos a hacerlo como yo digo. YO doy las órdenes aquí, ¿está claro?

“Joder, Theod…”

La chica resopló y fulminó con la mirada al elfo. Si ese imbécil no se hubiera comportado como un cretino, Theod habría estado más predispuesto a escuchar, pero ahora se cerraría en banda.

- Tomad posiciones y al ataque. Y no quiero oír una palabra. ¿Queda claro?
- Si, señor – respondieron las voces en un murmullo desganado.

Y así lo hicieron. Descendieron hacia el lago, bordeándolo hacia el este en silencio, e irrumpieron contra el primer espíritu. El fantasma no era más que los jirones transparentes de una figura femenina, envuelta en bruma, pero las armas y los hechizos hendieron el plasma translúcido y debilitaron la forma hasta que se disolvió en la luz del exorcismo de Boddli.

Todo iba sobre ruedas, si hacían caso omiso al crujido del hielo a su paso y a los chasquidos inquietantes que dejaban atrás. Ivaine se retiró hacia un lado.

- Separémonos un poco antes de que esto se rompa. – dijo suavemente a sus compañeros. Ellos asintieron.

Iban hacia el quinto enemigo cuando Grossen se detuvo, mirando al suelo.

- Señor, aquí es mas frágil. No aguantará nuestro peso. Tenemos que retroceder.
- ¿Retroceder? Bien, volvamos atrás y busquemos un acceso mejor – admitió Theod, levantándose la visera.

Se dieron la vuelta, dispuestos a desandar el camino unos pasos, cuando la capa de hielo que habían estado a punto de pisar se quebró con un chasquido. Las grietas se abrieron y una de ellas se extendió hacia el grupo, desprendiendo trozos blanquecinos casi de cristal que flotaban en las aguas gélidas y azules.

- Mierda, mierda. ¡Corred!
- ¡No! – exclamó Boddli, moviendo una mano hacia ellos. Pero el grupo ya huía en desorden hacia la ribera, golpeando el suelo quebradizo con botas de acero. Ivaine soltó una maldición entre dientes, y trató de moverse con ligereza hacia un lateral, alejándose de las fisuras que estallaban a su alrededor.

“Maldito seas, Theod, maldito seas”, se repetía, mientras trataba de deslizarse sobre la superficie resbaladiza, procurando repartir el peso entre los dos pies. Escuchó un chasquido y un chapoteo, y el grito agudo de Berth.

- ¡Lohengrin! ¡Aguanta!

El muchacho chapoteaba a varios metros de ella, con el rostro blanco y la boca muy abierta, lanzando exclamaciones espasmódicas a causa del abrazo glacial. Ivaine se arrodilló, con las palmas de las manos sobre el hielo, y avanzó a rastras, reprimiendo un escalofrío.

- ¡Cuidado!

Un nuevo estallido resonó, y esta vez fue Astafirme, el gigantesco tauren, quien se vio al borde del agua con una pezuña en el aire. El lago se rompía. Se estaba rompiendo, y los que habían llegado a las rocas firmes, ya no podían regresar. A su paso habían destruido la capa sólida y sólo había piezas blancas, flotando inestables.

- ¡Sacadme de aquí!
- ¡Sal de ahí!

Ivaine suspiró, tratando de aferrar la mano de Berth, que pataleaba y chapoteaba, intentando anclarse a los bordes resbaladizos que le rodeaban. “Mierda, vamos a morir del modo más estúpido que había imaginado”, se dijo, mientras los dedos regordetes y mojados se escurrían entre sus manos.

Un cabo de cáñamo le golpeó en el hombro.

- Dásela al chaval. – ordenó la voz profunda. Ivaine siguió la cuerda con los ojos. El elfo estaba de pie, a salvo, sobre los restos de un templete, y ataba el otro extremo de la cuerda a una columna. - ¿Qué clase de soldados sois que no lleváis sogas?
- ¡Cállate, imbécil! ¿Cómo has llegado hasta ahí?
- Teniendo cuidado.

La mirada se clavó en ella, mientras Berth se asía y trepaba torpemente hacia la superficie, temblando y tiritando. Ivaine entrecerró los ojos, iracunda, y ayudó a su compañero. Después, los dos se arrastraron hacia la base de mármol.

- Me muero – repetía el muchacho. Los labios se le estaban poniendo azules. – Me arde el frío. Me muero.
- Joder, Berth… joder – Levantó los ojos – Elfo, ¿hay paso seguro hasta aquí?
- Lo hay, humana.

El caballero señaló una columna derruida que reposaba entre las ruinas y la orilla, formando un puente precario y erosionado. Tendrían que hacer de equilibristas si querían llegar a salvo.

- Pregunté por un paso seguro. – replicó, mirando hacia la columna, sin decidirse. Pero el elfo ya avanzaba hacia allí con toda la calma del mundo.
- Si te lo piensas mucho más, el chaval morirá de frío.

Berth la miró, asustado.

- Harren, no voy a poder. Me caeré, seguro.
- No te vas a caer.

Le cogió las manos y tiró de él con brusquedad. No tenía tiempo para aquello. “Malditos sean todos. Ese plan absurdo y luego echar a correr. ¿En qué coño estaban pensando, es que no nos han enseñado nada?”

- Me voy a c-c-c-c-caer – repitió el muchacho, con los ojos azules desmesuradamente abiertos. Los dientes le castañeteaban y le temblaba la papada, y sus extremidades parecían convulsionar. Con aquella armadura parecía un monigote, e Ivaine sintió una oleada de desprecio hacia él.
- ¡Calla! ¡Calla y sube!
- Vamos, chaval.

La mano enguantada del elfo recuperó el extremo de la cuerda, que estaba siendo estrangulado por los dedos ateridos del joven, y luego avanzó con agilidad sobre el fuste hasta llegar a las peñas nevadas. Ivaine le observó con ojos entrecerrados, y cuando la cuerda se tensó sobre sus cabezas, suspiró. Tenía que reconocer que aquel idiota sabía usar la cabeza.

- Agárrate a la cuerda, Lohengrin. Agárrate mientras caminas y no te sueltes.- dijo, mientras subía al pilar y aferraba la soga con una mano, tendiéndole la otra al chico asustado. – Aunque resbales, no te sueltes. Todo saldrá bien, ¿te enteras?
- S-s-s-si.

El muchacho ascendió torpemente y obedeció.

- Ve delante. Si te caes te sujetar…

Aun no había acabado de hablar cuando el chico perdió pie, escurriéndose sobre las botas chorreantes. Ivaine alargó un brazo y le sujetó por la gruesa cintura, cerrando los dedos en torno al cinturón, y se sintió oscilar hacia el agua.

La cuerda se tensó más, firme, sujetando el peso de los dos.

- ¡AAAH!
- ¡Pon los pies, imbécil!

Ivaine clavó las punteras en una arista, tratando de sostenerles a los dos y recuperar el equilibrio. Berth pataleaba y se debatía, con las manos en la cuerda y los pies en el aire. Su peso les inclinaba cada vez más hacia las aguas azules que se abrían abajo. “Si pierdo pie no podremos aguantarnos los dos, con soga o sin ella”. Levantó una mirada desesperada hacia la figura de la orilla, que tiraba de la cuerda para mantenerla tensa, con un pie apuntalado en una piedra. Tras él, algunos de sus compañeros trataban de ayudar como podían. Grossen se encaramaba a la columna y Shelia había invocado unas extrañas raíces que parecían avanzar hacia ellos.

Y entonces, Ivaine resbaló.

La soga se curvó y luego volvió a tensarse con un tirón.

- ¡Vamos a morir!
- ¡Calla joder!

Los dedos le quemaban, y sintió un fuerte dolor en los tendones del brazo. No iban a aguantar mucho más.

- ¡Tú, el brujo! – exclamó el elfo. - ¡Ven aquí!¡Invócales! ¡Ahora!

Un instante después, el cuerpo del muchacho desapareció, liberándola de su peso, y pudo trepar de nuevo.

Cuando llegó al capitel, sentía que iba a vomitar en cualquier momento. Berth estaba a salvo, sentado y temblando sobre la nieve mientras las sombras de la invocación se disipaban alrededor suya. Derlen Elikatos, el brujo, recibía una severa reprimenda de Theod, que al fin había llegado, alertado por los gritos.

- ¡Harren! ¿Estas bien?

Apartó la mano solícita de Arristan con gesto airado y bajó por su propio pie. El elfo se sacudía las manos y se había sacado el yelmo. Un manantial de cabellos de oro pálido se escurrieron sobre sus hombros, y el rostro esculpido del caballero se volvió hacia ella cuando se acercó.

Iba a darle las gracias. Esa era su intención, antes de encontrarse delante suya. Pero cuando la mirada severa y prepotente se dirigió hacia ella desde aquel semblante magnífico, sólo sintió un profundo desprecio y la ira se agolpó en sus sienes.

La bofetada restalló con la violencia del crujir del hielo.

- ¡Todo es culpa tuya!

Ivaine se dio la vuelta y fulminó con la mirada a todos los reunidos. En aquel momento, les odiaba a todos. A Theod por imprudente y cabezota, a Berth por torpe, a los demás por no ser capaces de contradecir las órdenes, por correr como niñas empeorando la situación, al elfo por su soberbia y, sobre todo, a sí misma.

Los demás se encogieron de hombros. Se habían acostumbrado a sus estallidos de carácter y no le daban más importancia.

- De nada, humana. – replicó la voz profunda a su espalda.
- Tengo un nombre, gilipollas.

Cuando se giró de nuevo hacia él con los dientes apretados, apenas podía contener las ganas de abofetearle de nuevo, sin embargo, algo en sus ojos la contuvo con un escalofrío. Una mirada grave, profunda y vibrante, severa, sin rastro de la altanería que había percibido anteriormente “Son ojos de anciano. Es porque es un elfo”, se dijo. “O no… no es eso.”

- Yo también tengo un nombre.

De repente, se sentía como una niña otra vez. “Te conozco”, decía esa mirada. “Sé como eres, me ha bastado un vistazo para saberlo. Y te comprendo. Pero ten cuidado conmigo.” Parpadeó, tratando de deshacerse del influjo.

- Ya lo sé.

Había una tormenta en esa mirada. Una tormenta naciente e imprevisible, tan honda que asustaba sumergirse en ella, que se extendía más allá del mar verde claro, casi transparente. Le pareció ver un torbellino agitándose en las profundidades y quiso alejarse, pero por un momento le resultó imposible.

- ¿Has sido tú? – La voz iracunda de Theod la rescató de hundirse por completo, y tras un batir de pestañas, la expresión del elfo volvió a ser la de antes. - ¿Tu has permitido brujería en este lugar, Albagrana?
- Suena muy mal dicho así. “Tú has salvado la vida del chaval” sería más apropiado, pero supongo que eso también es aceptable.
- ¡Como te atreves! ¡Yo soy quien da las órdenes aquí!
- Si hubiéramos esperado a tu orden, esos dos ya estarían muertos bajo el agua. Además, no estabas aquí, sino allí.

La discusión se prolongó un rato, pero Ivaine ya se había reunido con los demás, haciendo caso omiso a aquella lucha que en nada le incumbía.

Cuando emprendieron el regreso, con Berth envuelto en mantas, tembloroso y pálido como la nieve sobre la que cabalgaban, lo hicieron en silencio. El capitán, con el ceño fruncido y los cabellos castaños enmarcando la mirada furiosa, encabezaba la marcha. Los demás le seguían, cabizbajos y algo abatidos. Ivaine se volvió para tirar de las riendas del caballo de Berth, que siempre quedaba rezagado, y sintió una punzada de curiosidad al distinguir a la última figura de la comitiva.

A cierta distancia del grupo, Rodrith Albagrana les seguía a pie, con la espada sobre el hombro, observándoles con semblante pensativo.

V - El Lago Kel'Theril (I)

Cuna del Invierno - Primer día de primavera

"...Por esta orden, la División Octava del Alba Argenta debe trasladarse a la ciudad goblin de Vista Eterna donde el soldado Gregor Pedragrís les informará de la situación con respecto a los no muertos que permanecen activos por la zona. Si bien no se tiene noticia de que pertenezcan a la Plaga, un enfrentamiento con ellos no sólo dará paz a sus almas sino que será el entrenamiento perfecto para la nueva División antes de su traslado a la Capilla de la Esperanza de la Luz"

Ivaine bajó del caballo, aspirando el aire helado de la mañana. A su alrededor, sus compañeros hicieron lo mismo, hundiendo las botas en la nieve y ajustándose las armas al cinto. Theod señaló hacia el lago.

- Ahí están. Tomad posiciones y acabemos con esto. – ordenó, mientras ataban los caballos en los árboles cercanos.
- Señor…

La voz casi infantil del soldado Lohengrin surgió, dubitativa, entre sus labios regordetes. Ivaine siempre se preguntaba cómo es que aquel muchachito había decidido unirse a una orden militar, tan fofo, tan desesperantemente pusilánime.

- Señor… ¿no deberíamos esperar a los refuerzos?
- ¿Refuerzos? – Theod chasqueó la lengua, con un ademán autoritario. – Llevamos días esperando esos refuerzos que nunca llegan. Si no hacemos esto nosotros, nadie lo hará. Ya llevamos dos meses en este lugar, no pienso prolongarlo por más tiempo.

Ivaine se echó la capa hacia atrás, apretando los dientes, y subió a un pequeño montículo, al borde del lago. Abajo, tras un descenso abrupto salpicado de rocas y montones de nieve, las placas de hielo se quebraban aquí y allá entre las ruinas de lo que antaño debió ser una ciudad élfica. Los espíritus y las ánimas se movían como sombras difuminadas en torno a las columnas derruídas, exhalando de cuando en cuando leves susurros y silbidos que se fundían con el canto del viento.

- Son muchos. ¿Cómo lo vamos a hacer?

Había contado más de veinte, sólo en el espacio que podía abarcar con su visión. El Capitán le dio un golpecito en el escudo, acercándose a ella por detrás.

- De uno en uno. Iremos eliminándolos uno a uno y ya está. Es una estrategia sencilla.

Ivaine arqueó la ceja.

- ¿Eso es todo?

Grossen, Nyghard y Arristan se reunieron con ellos, observando la situación.

- ¿Por dónde empezamos? – preguntó Grossen, con el fusil al hombro.
- Entraremos por este lado e iremos despejando de este a oeste.

Arristan se tiró de la barba blanca y meneó la cabeza, murmurando algo mientras observaba las placas de hielo con preocupación.

- Si ese hielo se parte vamos a tener problemas.

Nyghard, el mago, asintió, bajándose la capucha, y al parecer iba a decir algo más cuando Theod soltó un bufido y les miró, con los pulgares en el cinturón.

- ¿Queréis planificar vosotros el ataque? – preguntó, torciendo el gesto. – Si alguien tiene un plan mejor, estoy esperando oírlo.

Los demás se encogieron de hombros y el caballero asintió, volviéndose de nuevo hacia la ancha extensión de hielo. Ivaine exhaló un suspiro disimulado. Theod siempre se enfadaba cuando se cuestionaban sus órdenes. Ciertamente, él era el capitán. A él le correspondía toda la responsabilidad, desde el cumplimiento de las misiones hasta la supervivencia del grupo, y había aceptado el nombramiento con seria dignidad. Y desde aquel día, era especialmente insoportable.

No es que fuera un mal líder exactamente, sólo que, en opinión de Ivaine, aquel puesto le venía grande. La División Octava, a la que ambos pertenecían, estaba bajo su mando, y Theod nunca había tenido ocasión de mandar a nada ni a nadie. Por eso solía recurrir con frecuencia a la dureza innecesaria para hacerse respetar, para infundirse de una seguridad de la cual carecía. Pese a todo, los demás respetaban la jerarquía sin demasiadas dificultades. Nadie envidiaba su posición, y en el fondo, es mas fácil cumplir órdenes que tomar decisiones.

Pero Ivaine no se conformaba con eso, iba a abrir la boca para decir algo cuando una voz desconocida sonó a sus espaldas, con un acento suave y extraño.

- Yo tengo un plan mejor.

Se volvieron sobresaltados, con las manos en la empuñadura. Korr dio dos pasos hacia atrás y los soldados se abrieron en círculo, inquietos, ante la alta figura que estaba entre ellos como si hubiera surgido allí mágicamente.

“¿Qué demonios? ¿Cómo es que no le hemos oído llegar?”

Ivaine entrecerró los ojos, a la expectativa, abriendo y cerrando los dedos, mientras Gar’ak oscilaba, moviendo las dagas entre sus manos y contoneando la cabeza, olisqueando y murmurando algo en lengua trol.

- Identificaos – ordenó Theod, mirando el tabardo del caballero.

Sin duda, era un soldado del Alba. Allí estaba el sol de plata, bordado sobre la tela negra, brillando sobre la oscuridad. La armadura de placas que le cubría por completo estaba algo sucia, pero a primera vista parecía de igual factura que las suyas, y el yelmo sencillo y cerrado que apenas dejaba entrever algo más que los ojos de su dueño tampoco levantaba sospechas.

- Identificaos vos – replicó el desconocido.

El tipo dio unos pasos hacia delante y nadie hizo ademán de impedírselo. Llevaba al hombro la espada más inmensa que Ivaine había visto jamás, de hoja plana y brillante y una empuñadura lo bastante larga como para ser sostenida con ambas manos. Si era un hombre, era el hombre más alto que había visto nunca.

- E’ un elfo – escupió Gar’ak, tomando aire entre dientes con ira contenida.

Theod parecía haberse quedado sin palabras ante la autoridad que revelaba el caballero, que ahora examinaba de arriba abajo a los cinco soldados sobre el montículo. Los ojos, de un color impreciso entre el verde y el azul, brillaban con intensidad, escrutadores y algo burlones, con un deje de prepotencia mientras les evaluaba, juzgaba y clasificaba. Ivaine apretó el puño y mantuvo aquella mirada cortante cuando se fijó en ella, arqueando una ceja.

- Soy el Capitán Theod Samuelson, Señor – dijo al fin su compañero, llevándose una mano al pecho. – Nos disponíamos a limpiar el lago tal y como se nos ordenó.

- Vuestras órdenes eran esperar a los refuerzos.

El capitán Samuelson tragó saliva con tanta fuerza que debió oírse en todo el bosque. Entonces Ivaine se fijó en que el caballero no llevaba insignia alguna.

- No le debes explicaciones, Theod – dijo al fin con tono desdeñoso. – No es más que un soldado. No tiene potestad alguna aquí, no más que yo.

- ¿Cómo? – replicó su compañero, poniéndose lívido y abandonando su obediencia humilde al instante, hinchando el pecho. – Identificaos de una maldita vez.

Los soldados se removieron, intranquilos, y sus rostros se crisparon. Todos le habían tomado por un oficial a causa de su actitud, e Ivaine se sintió hervir de rabia cuando escuchó la suave risa velada bajo el yelmo de metal.

- Soy los refuerzos. – respondió el elfo con una reverencia casi jactanciosa.

“Oh por favor”. Ivaine volvió los ojos al cielo, chasqueó la lengua y dirigió la mirada hacia el lago, observando el ir y venir de los espíritus condenados.

- La orden de incorporación – exigió Theod, extendiendo una mano ante él. – Ahora.

El elfo sacó un pergamino de su bolsa y la dejó caer sobre la mano abierta del capitán, mientras pasaba por su lado con absoluta indiferencia y se acuclillaba al borde de la loma. Theod examinó el pergamino, enviándole una mirada torva y desdeñosa.

- Todo parece en orden. ¿Nombre?

- Rodrith Albagrana. – dijo de nuevo la voz profunda y exótica - Al servicio del Alba Argenta hasta el día de mi muerte, que será hoy si no cambiáis de estrategia.

IV - La División Octava

El comandante Kuntz no se caracterizaba por su paciencia. Tampoco por su sentido del humor, y lo sabía. Cuando repasó a los jóvenes reclutas, levantándose los anteojos sobre el puente de la nariz, les atravesó con la mirada uno a uno.  “Vamos a morir todos”, pensó. No, ciertamente tampoco se caracterizaba por su optimismo, pero aquella imagen patética no le hacía albergar muchas esperanzas. 

- Un paso al frente, panda de pordioseros – ordenó, secamente.

Los futuros soldados obedecieron, sus pies sonaron, dispares, al golpear sobre el suelo del cuartel. El enano más bajito tuvo que dar dos pasos, mascullando entre dientes, para quedar alineado con los demás, y el tauren dejó una huella resquebrajada sobre el suelo.

Les miró en silencio, sopesando la posibilidad de rechazar aquel nuevo cargamento de carne fresca. “¿Cómo diablos pretenden que les ponga una espada en la mano a este grupo de idiotas?”, se dijo. El trol estaba masticando algo, la chica pelirroja parecía querer escupirle a la cara en cualquier momento y el encapuchado… que le colgaran si ese tipo no era un brujo. “¿En qué narices estaban pensado?”

- No sé por qué extraño motivo, las oficinas de reclutamiento han sellado vuestras solicitudes. – dijo, alzando la voz. – Aquí tengo un montón de papeles con vuestros nombres y un sello que lamentablemente no puedo ignorar.

Echó a andar, caminando ante ellos con el pecho hinchado, intentando convencerse a sí mismo de que no podía ser tan malo como parecía. Cuando se fijó en la barriga del chico más joven, volvió los ojos al cielo y suspiró.

- Me da igual de dónde venís. Me importa una mierda cuáles son vuestras motivaciones o vuestras ilusiones. Desde hoy, todo eso no vale nada, ¿me oís? Nada. – apuntó con el dedo en el pecho del tauren, que le devolvió una mirada bondadosa – Vais a ser soldados del Alba Argenta. Vais a aprender a luchar juntos, a manejar la espada, a moveros como un solo elemento. Vais a aprender a matar plaga. Vais a besar ese jodido estandarte hasta que os salga sangre de los labios. Será lo primero que veáis cada mañana, lo último que veáis antes de dormir en vuestros lechos pulgosos, y todos los puñeteros pasos que deis serán para combatir el Azote.

Hizo una pausa, mientras el trol se convulsionaba, aguantando un estornudo y los demás, se miraban unos a otros con disimulo como si no supieran que estaban haciendo allí.

- Esto no es ningún juego. Se acabó el levantar espaditas de madera y soñar con gloria y honores. Estáis aquí para matar plaga y eso NO ES DIVERTIDO. – prosiguió, mirando fijamente a una elfa nocturna que mantenía una suave sonrisa en el rostro. – Aquí se trabaja. Se trabaja día y noche, hasta que vuestros ojos se acostumbren a ver las tripas colgando de amigos y enemigos y vuestras manos se sientan desnudas sin un arma en las manos.

Se dirigió al estante y extrajo los tabardos negros, arrojándolos uno a uno a la cara de los dispares reclutas.

- Llevaréis esto en todo momento. Desde el momento en que os lo pongáis, habréis muerto. Seréis reclutas del Alba Argenta y nada-mas-que-eso, ¿queda claro?

Un espeso silencio se extendió por la sala, donde aún reverberaba su voz.

- ¿QUEDA CLARO?
- Sí, Señor
- Sí, señor
- Si, seño’

“Luz, dame fuerzas”, se repitió, mientras el enano se cuadraba y el trol estornudaba finalmente, soltando un reguero de saliva y sorbiendo la nariz.

- Os cagaréis en los pañales desde el primer día, ya lo estoy viendo. ¿Pero sabéis que? Me importa una mierda. No estoy aquí para entrenaros. Estoy aquí para demostrar que no valéis para esto, así que seguid poniéndomelo fácil. ¡Vestid el tabardo!

Obedecieron con torpeza, mirándose unos a otros. Observó al muchacho castaño, mientras seguía animando a la compañía con amenazas y palabras desdeñosas. Sí, ese quizá valiera algo. Sus gestos firmes, el rostro alzado, mirando al frente, silencio perpetuo, sin intimidarse … miró los papeles. Theod Samuelson, sí. Tendría que seguir sus pasos con atención.

Una vez los reclutas estuvieron vestidos, el muchacho gordito levantó una mano y carraspeó, inseguro. Le fulminó con la mirada. Era grueso, rubio y tenía los mofletes fláccidos y blanquecinos.

- ¿Quieres preguntar algo, recluta? – dijo con fingida amabilidad.
- Sí. Ehm… sí señor. Por favor. Perdón.
- ¿Qué duda tienes, recluta como te llames?
- Me llamo Berth… señor – respondió el joven, con una sonrisa confiada e infantil.
- ¿Y qué es lo que quieres, recluta Berth? – escupió el nombre como si acabara de morder un gusano dentro de una manzana.

El muchacho se rascó la nuca, inseguro, y le tembló la papada cuando se decidió finalmente a hablar.

- Señor…me…me preguntaba p-p-p-p-p-por qué no está el sol en el t-t-t-t-tabardo.

Kuntz esbozó una maligna sonrisa y abrió los brazos.

- El tartamudo no sabe dónde está el sol – dijo con afectación. Luego le propinó un cachete despreciativo que le hizo temblar las carnosas mejillas - ¿Acaso eres un soldado del Alba Argenta, tartamudo? ¿Acaso has completado tu instrucción, bola de sebo? ¿Eh? – le golpeó de nuevo. - ¿Es que ya te crees digno de tener el sol del Alba en tu tabardo?

Su voz había ido ascendiendo, iracunda, mientras el muchacho negaba con la cabeza cuando los cachetes se lo permitían, mirándole como si estuviera a punto de llorar.

- Este es el tabardo de entrenamiento. – dijo, mirando a los demás.- Si superáis las pruebas, seréis soldados y formaréis parte de una división y portaréis el sol del Alba, pero no os hagáis ilusiones, ese día no llegará. – paseó de nuevo ante ellos - Lo quiero siempre limpio, impecable, sin una costura suelta ni una jodida mancha de sangre. ¿Está claro?
- Sí, señor

Esta vez la respuesta fue unánime y casi firme, y Kuntz ladeó la cabeza, satisfecho, tirándose del bigote. “Algo es algo”.

- Ahora dad un paso al frente y presentaos. Empieza tú.

El enano que estaba en un extremo de la fila obedeció, poniéndose el puño sobre el pecho con firmeza, y dijo su nombre con voz potente y nasal.

- Se presenta Boddli Korr, Paladín de …
- ¡NO! – gritó Kuntz, abofeteándole. - ¿Es que estás sordo, enano? ¿O es que ahí abajo no llega mi voz?

El tal Boddli se le quedó mirando, perplejo. Estaba claro que no era una basura andante como muchos de los demás, si era paladín. Pero aun así, tenía que marcar las pautas, y aquella bofetada quería decir que allí no valían títulos ni honores, sólo la disciplina y la jerarquía. Bueno, sí, también quería decir que él tenía ardores de estómago, pero eso no era de la incumbencia de los reclutas.

- ¡Tú! – señaló a la muchacha del ceño fruncido. - ¡Preséntate!

La chica dio un paso al frente con estudiada lentitud y ejecutó el saludo militar con cierto aire desganado.

- Se presenta Ivaine Harren, recluta del Alba Argenta.

Kuntz frunció el ceño y se quedó en silencio un instante, contemplándola. Ella no se achantó. Le aguantó la mirada casi de un modo desafiante. "Interesante".

- ¡Ahora tu!
- Se pre ‘enta Helki Gar’ak, recluta del Alba Argenta
- ¡Tu!
- Shelia Nocheclara, recluta del Alba Argenta.

Uno a uno, contagiados por las estrictas formas impuestas por Kuntz, fueron avanzando y diciendo sus nombres. El comandante, les estudió con escepticismo. Sí, quizá se pudiera sacar algo útil de aquel montón de despojos. Pero sabía cúan fácil es levantar la barbilla y mantenerse firme dentro de un cuartel, y con qué rapidez todo eso se deshace en jirones de blando algodón a la hora de presentar batalla.

No se confiaba. Y no se confió en los días que siguieron.

Semana tras semana, machacó a los reclutas sin descanso. Les obligó a limpiar las armas que escogieron hasta que brillaron como el sol, les hizo correr sin descanso, ascender colinas con sacos de rocas a la espalda mientras repetían las máximas hasta que tenían la garganta en carne viva, practicar movimientos sincronizados. Y combatir. Combatieron contra los muñecos de entrenamiento, combatieron entre sí, contra reclutas de otras divisiones, contra él, contra fieras, contra pequeños zombis que aún pululaban por los bosques cercanos.

Les levantaba en plena noche, alertando un ataque que no se había producido, para acostumbrarles a dormir alerta. Cronometraba sus descansos, instauró horarios incluso para ir a mear, y encerró en los calabozos a Hetmar, el enano del rifle, por orinar en un árbol en mitad de una instrucción.

Día a día y noche a noche, rezó a la Luz por que alguno de ellos desistiera. Pero ninguno se quejó. Nadie recogió el petate y se marchó a casa, por el contrario, cuando pasaron dos meses y volvió a reunirles en la sala de armas, los rostros firmes se alzaban hacia él con la mirada enardecida de auténticos soldados.

Cuando les ordenó presentarse, sólo encontró pasos seguros y voces claras que declamaban su nombre y a qué pertenecían ahora sus vidas. Cuando les ordenó presentar armas, el sonido unánime le hizo albergar alguna esperanza, antes de que el trol estornudara de nuevo. Chasqueó la lengua, decepcionado, mientras el grupo permanecía en silencio sepulcral, firmes e inamovibles.

- Más os valdría guardaros esa noble expresión y largaros de aquí. – dijo, meneando la cabeza. – Pero ya no hay vuelta atrás. La preparación ha terminado. Presentaos en la sala de recepciones, ante el comandante Korfax y que vuestros dioses os ayuden.

Kuntz estrelló un pergamino enrollado contra el pecho del recluta Samuelson, que lo cogió y saludó con estricta dignidad.

- Con un poco de suerte – comentó en voz alta mientras les veía marchar hacia la puerta, con andares sincronizados – la cagaréis nada más entrar y os mandarán a casa.