miércoles, 30 de septiembre de 2009

II - Ivaine Harren

Había nacido en Stormgarde, una noche de invierno frío, en la que la nieve parecía querer colarse por los ventanucos de la fortaleza a toda costa. O eso le habían contado.


Recordaba las rojizas hogueras en las cocinas, ardiendo y chisporroteando mientras su madre y el resto del servicio preparaba las cenas de los caballeros, lavaban las espuertas de ropa sucia en gigantescos calderos, amasaban el pan y el hojaldre y desplumaban los capones. Ella se sentaba junto al fuego, mordisqueando los trozos de pan duro, jugando con patas de pollo y cangrejos aún vivos, modelando muñequitos de masa de harina y agua. El resplandor de las llamas lo teñía todo con su tonalidad anaranjada, incandescente, convirtiendo las losas de piedra del suelo en el escenario inquietante de sus aventuras.


- Iv, mi niña, ¿Quieres que te cuente un cuento?


Su madre se secaba las manos en el delantal y se sentaba a su lado, sonriendo y pasándole la mano por los cabellos. Ella la miraba y asentía, apartando los improvisados protagonistas de sus juegos a un lado. 


- Cuéntame la historia de papá


Sarah Harren era pálida y lánguida, como una flor blanca que se niega a marchitarse a pesar de la crudeza del otoño. No podía apartar los ojos de ella, del suave resplandor que se avivaba al fondo de sus pupilas, los suaves rasgos de su hermoso rostro, las blanquecinas hebras de su cabello y las puntas de sus orejas, que se levantaban hasta asomar junto a las sienes. La tomaba en brazos y la sentaba sobre sus rodillas, relatándole con voz dulce.


- Tu padre era el señor de este castillo, mi amor. Danath Aterratrols, le llamaban - le decía, deslizando las uñas por su pelo. Mamá tenía el pelo suave y pálido, Ivaine, hirsuto y rojo. "Como tu padre", le repetía constantemente. De pequeña había creído en la identidad de este supuesto padre a pie juntillas, pero ahora ya no estaba segura de la veracidad de ésta... aunque tampoco le importaba demasiado.


- Él me llevó a una habitación junto a las cuadras, mi niña, y allí te hizo en mí. Fuiste una gran bendición, que me llegó a través de un acto cruel. Y aunque te quiero más que a mi vida, debes saber, Ivaine, que si una mujer no es fuerte, está a merced de los hombres.


Ivaine asentía, mordiéndose el labio, mientras Sarah le describía con todo lujo de detalles las cosas que podían sucederle a chicas como ella, como las demás jovencitas de las cocinas, o no tan jovencitas. Asentía, y no dudaba, pues ella misma había visto, cuando vagabundeaba por los corredores del viejo castillo, cuán grande era aquella verdad.


- Teresia tiene el ojo morado porque un caballero le pegó - afirmaba en voz baja, mirando de reojo a la muchacha que cortaba cebollas. - Les vi en la escalera que da al río. Le había roto la falda.


Sarah asentía a comentarios como estos, pero le repetía a su pequeña que a ella jamás le sucedería algo así, abrazándola y apartándola luego para mirarla.


- Tu serás una mujer fuerte, Ivaine. - Y sus ojos destellaban mientras lo decía, con la mandíbula apretada y la voz áspera. - Aprenderás a luchar y encontrarás el lugar que mereces. Yo me encargaré de eso.


Sarah sabía lo que decía, pues ella también era fuerte, a su manera. No estaba su poder en su brazo, ni tampoco en su habilidad para empuñar un arma, pues jamás empuñó nada que no fuera un cucharón. Sin embargo, estaba dotada con una gran astucia y una belleza mestiza sin igual. Sus rasgos élficos no pasaban desapercibidos para los caballeros de Stormgarde, y si no se habían propasado más con ella tal vez fuera por el aura de dignidad que la envolvía y las miradas condescendientes que prodigaba a todos ellos. Siendo una mera sirvienta, Sarah se comportaba en todo momento como una reina blanca, lo cual capturó los corazones de más de uno de los valientes caballistas.


Así pues, Sarah usó este poder siempre que encontró oportunidad, mientras Ivaine practicaba esgrima con palos de escoba, recibiendo las puyas y las burlas de los jóvenes escuderos. "El pelo rojo es señal de mala suerte", le gritaban, y ella les respondía o se arrojaba contra ellos para morderles y golpearles.


Finalmente, a los diez años de haber nacido, Ivaine vio cómo el duro trabajo de su madre entre las sábanas obtenía su recompensa.

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