viernes, 22 de octubre de 2010

XXXIV - Amaneceres

En las Tierras de la Peste era difícil medir el paso del tiempo, el transcurrir de las horas o las estaciones. Derlen Elikatos, brujo del Alba Argenta, solía apretar su insignia contra la mano para hacerse sangre y recordarse dónde estaba y por qué. Ivaine solía ignorarle de manera continuada, pero aquel día no. 

- Eres de lo que no hay - decía, con su tono de voz habitual, seco y algo cortante, limpiándole la herida y poniéndole la venda en la palma de la mano - No deberías hacer esto aquí. Podrías infectarte, pedazo de capullo.

Acababan de volver a sus actividades tras el saludo al amanecer. Habían formado delante de los estandartes desplegados, los soles blancos parecían tener brillo propio, y Maxwell Tyrosus se había presentado en los escalones de piedra. Una figura alta con un parche en el ojo y aspecto de torre. Eso le había parecido, una torre, una torre que hablaba y cuya voz se extendía sobre todo y sobre todos, entraba en los corazones y los hacía vibrar. Aquella voz todavía resonaba en sus oídos.

"Hermanos, camaradas... saludemos hoy al amanecer, como cada día. Saludemos al amanecer que nos brinda una nueva oportunidad para empuñar las armas y combatir a aquellos que quieren imponer una noche eterna y sin estrellas sobre nuestro mundo"

- No me infectaré... es la costumbre - repuso Derlen, flexionando los dedos cuando ella anudó el vendaje.

Le dedicó una mirada nostálgica y una sonrisa desteñida. Ivaine respondió con la suya, sesgada.

- De nada.

Alrededor, en su esquina del campamento, los miembros de la División Octava emprendían sus actividades rutinarias. Theod examinaba un pergamino junto a Varhys, que hacía gestos con las manos, asentía y señalaba algo.

- Claro, puedo ir en retaguardia como siempre, Capitán - decía el mago - Los hechizos de fuego son muy efectivos contra los muertos, pero no puedo hacer nada contra el olor.
- El asunto del olor es insalvable - replicaba Theod, con una sonrisa - pero mantente entre la linea de defensa, ¿de acuerdo? No podemos perderte.

Varhys asintió y el Capitán le palmeó el hombro. La sonrisa de Theod despertó nuevamente, como si la hubiera rescatado de algún baúl viejo, un poco pesada pero casi tan brillante como antaño.

"Sólo somos hombres. Hombres, mujeres, trols, orcos, enanos, elfos. Sólo somos personas, con armas en las manos, pero hay algo que nos une, por encima de todo lo que nos separa. Si estamos aquí, bajo este estandarte, en este lugar que parece dejado de la mano de los Dioses, es por aquello que nos une y hermana."

- Mañana entramos en combate - dijo Derlen, en voz muy baja. - ¿Crees que irá bien?
- Irá bien - afirmó Ivaine con seguridad, subiendo los pies al taburete en el que se sentaba y guardando las vendas en su faltriquera - no puede ir mal. ¿No ves que yo os protejo?

Derlen rió a media voz, mirándola de reojo.

- Claro, lo olvidaba. El escudo de la Octava.
- Pues procura no olvidarlo, maldita sea. No caeré, y vosotros tampoco.

Hetmar Grossen llevaba la capucha calada hasta la nariz y peinaba el pelaje de su loba. Hel'ki, arrodillado junto a él, le mostraba la manera de comprobar que el animal no tenía restos indeseables entre los dientes.

- Lobo no guh'ta abrir la boca po'que sí - decía, rascándole el lomo al animal - pero si levantah labio y mira ojo, siempre mira ojo. Lobo hace casi solo.
- Pero si está gruñendo. Te va a morder en cualquier momento.

El trol se rió, abriendo la bocaza y mostrando los colmillos.

- No mueh'de, no mueh'de, tú cerca, Eh'posa sabe no pasa ná malo. La eh'tá tocando, ehtá tranquila.
- Bien, bien - asintió el cazador, sonriendo un poco - también te acariciaremos a tí para examinarte los dientes, no sea que comas lo que no debes.

Hel'ki se echó a reír con otra de sus carcajadas.

- Si, si, acaricia trol, acaricia trol, mwaaaahahahaha

"Todos tenemos esperanza. Si no, no agarraríamos una espada y vendríamos a luchar a este lugar. Nuestra presencia aquí significa que creemos que podemos vencer. Que podemos conseguir un mundo mejor, donde la Plaga deje descansar en paz a los muertos y los árboles puedan florecer en primavera y marchitarse en otoño. Sólo somos hombres, pero tenemos fe en nuestro poder. El poder de un solo hombre para cambiar el mundo. Y si sumamos todos esos unos que tienen poder para cambiar el mundo, ¿Qué es lo que obtenemos?"

Boddli rodó por el suelo delante del brujo y la chica, despedido hacia atrás por el impacto del acero contra su escudo. Se incorporó, sacudiendo las barbas.

- ¡Maldita sea! ¿Qué ha sido eso, Berth?

El muchacho regordete levantó el escudo y la espada en señal de victoria, dando un salto, con el almófar deslizándose hacia atrás sobre sus cabellos rubios.

- ¡He ganado, he ganado! ¡Lo conseguí!

Shalia aplaudió y Arristan palmeó la espalda del chico. Rodrith tendió la mano al enano para ayudarle a incorporarse, con una media sonrisa y los ojos chispeantes.

- Eso se llama El Golpe de Berth con el Escudo en tu Cara. ¿Quien dijo que estar gordo era un problema? Te acaba de vencer por su peso.
- ¡Que me arrojen a la Montaña Aullante! No me lo puedo creer... ¡Otra vez!
- ¡Ánimo, Berth!

Ivaine respiró el aire asqueroso de aquel lugar, llenándose los pulmones, y volvió los ojos al cielo. Entre la neblina amarillenta, allí donde la vida era un chiste viejo y una broma pesada, donde los árboles parecían ensayos de sí mismos y bulbos hediondos se levantaban de la tierra marchita, un halcón surcaba el cielo, dejando oír su grito. Sonrió, entrecerrando los ojos.

"Obtenemos esto. Este estandarte representa la Luz de nuestra esperanza, la que cada uno de nosotros tiene en su corazón, reluciente como un sol que no se apaga y no deja de arder. Y si unimos todos esos fuegos, esas hogueras, todos los luminosos rayos de nuestra fuerza y nuestra fe... nadie, hermanos... nadie podrá detener el amanecer. Cada llama alimentará las demás. Cuando la sombra amenace con ahogar el resplandor, ahí estarán nuestros hermanos para levantarnos. Cuanto más densa se vuelva la oscuridad, con mayor fuerza brillaremos, y en la hora más siniestra, en ese lugar donde todo se pierde y no hay nada que pueda iluminarnos... allí no estaremos solos. Saludemos al alba, camaradas. Hoy es un nuevo día. Otra oportunidad para brillar"

- No vuelvas a clavarte esa insignia, Derlen - dijo Ivaine, volviendo la mirada hacia el brujo.

Éste frunció un poco el ceño y se ajustó la caperuza, suspirando.

- Prométeme que no lo harás más. No lo necesitas. Este es tu lugar, donde tú quieres estar... y donde todos queremos que estés.

El hombre se apartó los cabellos oscuros del rostro, tragó saliva y asintió. Tenía la piel apergaminada y un resplandor verdoso en la mirada, pero su expresión era casi dulce cuando apretó la mano de Ivaine, y esta vez sí lo dijo.

- Gracias.

Ivaine sonrió y le revolvió el pelo que acababa de peinarse. Luego se levantó del taburete, desenvainando la espada y haciéndola girar. Se plantó en medio del improvisado entrenamiento, con aires de fingida superioridad y rezumando chulería por todos sus poros.

- ¡He aquí que os reto! Aquel que tenga agallas para enfrentarse a mi poderoso poder... ¡Argh!
- He aquí una mala intervención. No interrumpas al chico, que está entrenando.
- Maldito seas, elfo engreído, bájame - pataleó, retorciéndose sobre el hombro del soldado Albagrana, que parecía muy a gusto con todo su peso y el de su armadura de malla. - Así no hay quien se de ínfulas.
- A ver con cuántos puedes, elfito.

Astafirme, el tauren, se acercó con pesados pasos y trató de encaramarse al sin'dorei. Entre exclamaciones de "no, no", "cuidado, cuidado" y las carcajadas de sus camaradas, la montaña argenta se vino abajo, y se vio sepultada por otro montón de cuerpos que se unieron al aplastamiento general.

- ¡No, Beeeeerth!
- ¿De quien es este pie?

"Cuanto más densa se vuelva la oscuridad, con mayor fuerza brillaremos, y en la hora más siniestra, en ese lugar donde todo se pierde y no hay nada que pueda iluminarnos... allí no estaremos solos. Saludemos al alba, camaradas. Hoy es un nuevo día. Otra oportunidad para brillar"

XXXIII - Muchas formas de morir

La mujer que la había examinado era una enana con rodetes de trenzas rubias en las sienes. Su tienda estaba rodeada de blandones sagrados, en su interior había estanterías atestadas de frascos con líquidos de colores que brillaban a la luz de las velas. Le había hecho abrir la boca, había revisado toda su anatomía para cerciorarse de que no tenía heridas y le había pedido que soplara en un alambique donde algo extraño hervía. Luego sonrió y dijo "estás limpia", y la mandó afuera a esperar.

Cuando terminó con el último, la enana salió al exterior, limpiándose las manos, y les miró. Tenía la nariz colorada y la voz suave. Los soldados hablaban entre sí y guardaron silencio al verla aparecer.

- Mi nombre es Griselda Martillotenaz y soy uno de los médicos del Alba Argenta - dijo, sin preámbulos - cada noche, antes del toque de queda, todos los soldados pasan una revisión rutinaria para confirmar que ninguno ha sido infectado. No importa si habéis combatido o no. Muchas cosas sobre el funcionamiento del añublo de la Plaga aún no están claras, y hay muchas otras pequeñas enfermedades, combatibles, que podéis contraer sólo por estar aquí, respirando este aire.

"Maravilloso", pensó Ivaine, resoplando. Estaba sentada en un taburete, y aún temblaba un poco tras el combate. Por mucho que intentase contenerlo, los estremecimientos nerviosos la asaltaban de cuando en cuando. Rodrith estaba detrás de ella, con el mandoble en el suelo y una mano sobre su hombro. La había puesto ahí cuando ella salió de la revisión, y no la había apartado. Ivaine tampoco se había deshecho del contacto con un manotazo en esta ocasión. Berth, a su lado, estaba pálido, sentado en su petate. No había pronunciado una palabra. Ivaine temía que estuviera en estado de shock.

- Tomad buena nota de las medidas preventivas - prosiguió la tal Griselda - y tenedlas muy en cuenta para cuando estéis en campaña. La Plaga se transmite por el aire, por la sangre y mediante el consumo de agua o alimentos infectados. Una vez infectado, el plazo hasta la muerte es de unos tres días en caso de infecciones directas por sangre o alimentos. Hasta tres semanas si es por las vías respiratorias. Los síntomas iniciales son fiebres altas, malestar general, imposibilidad de ingerir alimentos o bebidas, mareos, agotamiento. Los órganos dejan de funcionar poco a poco. La carne se seca y se pudre. Funciona como una enfermedad que acelera el envejecimiento del cuerpo hasta que éste muere, y entonces se alza de nuevo.

Ivaine apretó los dientes. Aquella enana hablaba con toda naturalidad. Se preguntó qué habría pasado con la mujer de los pendientes, si se infectó por el aire o fue mordida por un necrófago.

- Si recibís una herida por arma de las fuerzas de la Plaga, acudid inmediatamente a los médicos. Si estáis en Campaña, que la revise un paladín, un sacerdote o un druida. Si recibís un arañazo o un mordisco, por pequeño que sea, retiraos del combate y acudid inmediatamente a los médicos o a los sanadores de vuestro grupo. No comáis ni bebáis nada que no proceda de nuestros suministros revisados. Fuera del área de la Capilla, llevad siempre el rostro cubierto y un pañuelo delante de la nariz o la boca. Incluso si vais con yelmo, llevad un embozo debajo. No fuméis hierbas de la zona. No toquéis los hongos ni los bulbos. No respiréis las esporas. Si sois hechizados por un conjurador de la Plaga o sentís alguna clase de malestar por cualquier motivo, acudid a los médicos.

- Dioses... - murmuró Boddli - ¿cuántas formas de morir hay aquí?

Griselda le oyó y se volvió a mirarle, sonriendo.

- Demasiadas, me temo. Pero también tenemos muchas formas de evitar eso. - se volvió a los demás - Como dice vuestro camarada, hay muchas maneras de morir aquí, sin embargo, hay algo fundamental en esta guerra. Cada soldado nuestro que cae a manos de la Plaga, se levanta como uno de ellos. Para evitarlo, los Intendentes del Alba Argenta equipan a sus soldados, a todos ellos, sea cual sea su rango, con el Buena Muerte.

La enana levantó en el aire una bolsa de cuero, una suerte de morral plano y no muy grande con el emblema del sol de ocho puntas grabado en blanco en la tapa. Lo abrió y desplegó algo parecido a un botiquín. En los compartimentos había viales rojos, viales amarillos y unos botes diminutos con un líquido negro de destellos anaranjados.

- El Buena Muerte contiene pociones de sanación, pociones de purificación y aceite de fuego.
- Para incinerar los cadáveres de los caídos - completó Theod. Griselda asintió.
- Cada aliado que caiga, debe ser quemado. Sin excepción. Si un compañero se infecta con la Plaga y no hay manera de salvarle, se le da muerte y se le incinera en menos de media hora. Si se deja transcurrir más de ese tiempo entre la muerte y el fuego, se levantará.
- ¿Cómo debemos atender a nuestros camaradas cuando estemos en campaña, señora?

La fina voz de Shelia Nocheclara se dejó oir con cierta timidez. La enana la buscó con la vista y le dedicó una sonrisa.

- Los sanadores y todos aquellos que puedan hacer uso de facultades de sanación debéis reuniros conmigo mañana, dos horas antes del amanecer. Os explicaré todo lo que necesitáis saber para que podáis hacer vuestro trabajo. ¿Tenéis alguna pregunta, soldados?

Ivaine volvió la mirada. Sí, tenía, tenía muchas. Le gustaría saber cómo demonios podía hablar de esas cosas con tanta calma, qué maldito virus era aquel que hacía a los vivos acostumbrarse a cosas como esta, como esto, y cuánto tiempo tardaría ella en hacerlo o en caer.

- Bien, gracias por vuestro tiempo. Estoy a vuestra disposición para lo que queráis.

Griselda desapareció dentro de la tienda y los soldados de la Octava se miraron. Theod fue el primero en hablar.

- Vamos a montar el campamento. Y todo el mundo a dormir. Mañana será un día largo.

Ivaine suspiró y se puso en pie. La mano del sin'dorei desapareció de su hombro y caminaron juntos a través de las carpas de lona blanca y las hogueras, los taburetes y los cajones de piedras de afilar. Rodrith parecía extrañamente tranquilo con todo aquello, apenas fruncía levemente el ceño. "No se ha despeinado", comprobó aterrada. Maldito fuera.

- Tu ya habías visto esto - afirmó Ivaine, hablando en thalassiano. Últimamente, lo hacía a menudo.

El sin'dorei negó con la cabeza y respondió en su idioma natal. Su voz era incluso más melódica cuando lo utilizaba, vibrante y profunda.

- No así, la verdad... pero no es mi primer contacto con el Azote.
- Arrasó Quel'thalas, ya lo sé - dijo con sequedad - ¿Has luchado con ellos antes?
- He huído de ellos.

Ivaine se rió con un deje amargo, mirándole de reojo. El sin'dorei no reaccionó, parecía hundido en alguno de sus recuerdos.

- Es la primera vez que admites tu cobardía.

Siguieron andando y él no respondió. No la insultó ni le devolvió la puya, ni siquiera lo negó. Tampoco le explicó lo que había vivido en Quel'thalas. Serio, masticaba algo que Ivaine no podía adivinar ni definir. Suspiró con frustración. A veces le resultaba terriblemente difícil llegar hasta él, y eso la hacía sentirse rechazada, como si se cerrara a ella sin explicaciones.

- No me digas nada, vale - escupió, apretando el paso y poniendo distancia entre los dos. - Ya me enteraré de a qué me enfrento cuando esté en combate, muchas gracias.

"Que te den por culo, gilipollas". Sí, estaba asustada. Sí, necesitaba apoyo, y admitirlo no era fácil. Intentaba encontrarlo en él, en su experiencia, y el muy élfico cerraba la boca y se dejaba llamar cobarde antes que soltar prenda. Escuchó las zancadas rotundas a su espalda y la mano se cerró en su brazo, arrancándole un suspiro de resignación. 

Habían llegado al extremo del campamento, la zona que les habían asignado. Los compañeros ya estaban montando sus tiendas, golpeando las estacas y tirando de los vientos para anclarlos al suelo a la luz de las antorchas. Rodrith la volteó contra el muro de la capilla, en un recoveco, y fijó los ojos vidriosos en los suyos.

- ¿Qué coño quieres que te diga? - le espetó en thalassiano, en un susurro tenso - No es momento para esto.
- ¿Y cual es, cuando esté apartando garras afiladas de mí? ¿Cuando tenga que escurrirme de sus dientes? ¡Tú has sobrevivido a eso, háblame, dime algo, dame algo a lo que aferrarme, maldita sea! - las palabras salieron como un torrente de lava entre sus labios, ardientes, quemándola - Soy el escudo de este grupo, ¿lo has olvidado? Soy el maldito muro. Necesito apuntalarme, si fallo estamos muertos.
- Hay muchas maneras de sobrevivir, Ivaine, y ya te lo he dicho. Yo no he combatido antes al Azote. Sólo he huído.
- No te creo - confesó ella. Era cierto. No se lo creía.

Rodrith frunció el ceño y apartó la mano del muro. Siempre hacía eso cuando le sacaba de sus casillas, acorralarla contra alguna parte y cernirse sobre ella, como si pretendiera intimidarla. Y nunca le salía bien. Ivaine no le tenía ningún miedo, y simplemente, no podía aceptar que él lo tuviera.

- Pues créeme. Sobreviví al Azote de Quel'thalas porque no estaba en Quel'thalas. - dijo en voz baja y rasposa, apretando los dientes. - Cuando volví a casa, me recibieron los nerubian. Arañas enormes. Y escapé, sobreviví porque un elfo a caballo me tendió la mano y me sacó de allí. No he combatido a la plaga porque llegué tarde.

La chica frunció el ceño y asintió. Él había apartado la mirada y cerraba el puño. Finalmente lo descargó contra la pared de piedra de la capilla y vocalizó una maldición de marinero en voz muy baja.

- Hay muchas formas de morir. - añadió él, en el mismo tono - Y de sobrevivir. La peor, en ambos casos, es no haciendo nada.

El sin'dorei se apartó y se fue a montar su tienda, sin volver a mirarla. Ivaine se pasó la mano por la cara, chasqueando la lengua.

- Pues bastaba con decirlo - dijo para sí, dirigiéndose hacia el otro extremo y colocando la suya bien lejos de la de Rodrith.

En las noches siguientes, ambos tendrían que andar un buen trecho a través del campamento para ir a buscar la mutua compañía y el refugio y la seguridad que sólo hallaban en el otro. Pero era uno de los precios a pagar por la tozudez.

XXXII - La bienvenida de los héroes

El comandante Kuntz se sentía mayor. Tenía la impresión de que sus gritos ya no resonaban de igual manera, como si estuviera perdiendo su energía. No podía permitirse eso, no en aquel lugar ni mucho menos en aquel momento. En las tierras del Este, apostados en los restos de una vieja capilla que había sobrevivido a lo imposible, algunos mandos del Alba Argenta daban lo mejor de sí mismos para resistir los ataques de las hordas de no muertos y combatirles desde el frente. 

Tras el fallecimiento de Lord Raymond George, Maxwell Tyrosus se había convertido en el pilar de las fuerzas del Alba en la zona. Si Lord Maxwell aportaba el brío de su fe combatiente y la experiencia, no solo militar, de sus años, el Duque Nicholas Zverenhoff mostraba la calma altiva de la nobleza idealista. Kuntz no era un alto cargo como ellos, pero era consciente de que su mejor aporte a las fuerzas del Alba eran sus reproches, sus exclamaciones y su mal carácter. El mal carácter era como el buen humor: si eras capaz de mantenerlo en las situaciones extremas de desaliento, servía para espolear las energías de los demás.

De modo que tomó aire y volvió a "espolear" a los defensores que se preparaban para la ronda cerca del lago.

- ¡¡¡VAMOS, VAMOS, VAMOS!!! ¡Es para hoy, espabilad! ¡He visto más agilidad en la casa de ancianos de Ventormenta! - bramó, tirando de las riendas del corcel y ajustándose los binoculares. - ¡Para cuando hayáis formado, seguro que la Plaga ya ha caído, sí! ¡De ABURRIMIENTO!

Los soldados se ajustaron los yelmos y formaron en el camino en filas de a dos, saludando hacia la puerta de la Capilla. Después, se volvieron hacia el sendero. El primero dio la orden.

- ¡Preparados! ¡Marchad!

La hilera de combatientes se alejó a paso seguro, con las espadas y los escudos prestos, hacia el bosque. Entre los árboles retorcidos e infectos se adivinaban siluetas acechantes, más allá de la neblina amarillenta, insana, que todo lo cubría. Las figuras plateadas desaparecieron en la bruma, y Kuntz se retorció el bigote, preguntándose cuántos de ellos regresarían. "Esta guerra es demencial. Es como si el infierno hubiera abierto sus puertas de par en par y estuviera dejando salir toda su escoria. Bueno, al menos a mi suegra le dará el aire".

- Señor - el defensor se cuadró y saludó, con la voz amortiguada por el casco de acero - están llegando grifos desde el Orvallo. La División Octava.

- ¿La Octava? Bien - farfulló, haciendo caracolear a su corcel y abriendo la cartera de cuero donde tenía las órdenes y las libranzas. - Iré a echar un vistazo. ¿Qué se sabe de los exploradores de Stratholme?
- Sin noticias, comandante.

Se escuchó un grito y un cuerno resonante, que interrumpió la conversación. Kuntz arrugó la nariz y le destellaron los ojos. Un ataque. Hora de gritar.

- ¡¡Defensores!! ¡¡Plaga en la zona Norte!!

Una veintena de hombres armados aparecieron desde el interior de la capilla de piedra, salieron de las tiendas apostadas alrededor y se unieron de entre los vigilantes que hacían ronda a lo largo del campamento. Kuntz metió las espuelas y cruzó delante del establo de grifos, donde un pequeño grupo se reunía. Se detuvo en seco, mirando los tabardos. Debían ser los recién llegados. Bien, tendrían el recibimiento especial de las Tierras de la Peste.

- ¡¡Vosotros!! Por la Luz, pero si sois críos. - resopló, al ver el rostro juvenil del caballero que parecía al mando de aquella peculiar coalición - Coged las armas YA y al combate. ¡¡¡VAMOS, VAMOS!!! ¡¿Es que os pesan los pañales?!

Acto seguido, continuó su camino, espada en ristre. "Estoy mayor, maldita sea. Y estos son demasiado jóvenes. Supongo que no hay edad para esto".

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-¡¡VAMOS, VAMOS!!

Ivaine apretó los dientes. Soltó su petate de cualquier manera, se ajustó la armadura y agarró el escudo de acero y la espada, echando a correr tras otros hombres que corrían. Apenas había puesto el pie en aquella tierra nauseabunda y ya había problemas. Estupendo.

- ¡Abrid paso, joder! - gritó ella, haciéndose un hueco entre los montones de metal y acero, buscando con la mirada los objetivos.

Durante el vuelo en grifo, había contemplado el paisaje que se le ofrecía a la vista preparándose para lo que habría de venir. Desde las alturas, era absolutamente desolador. Ivaine no tenía miedo a la muerte, pero lo que se encontraba ahí abajo era mucho peor que perder la vida. Había pasado sobre Andorhal, que en los mapas parecía ser una ciudad preciosa y animada. Animada estaba, sin duda. Los edificios humeaban, los carros de combate de la Plaga arrojaban piedras y toneles que estallaban en el suelo, creando una nube amarilla y tóxica. Destellaba la Luz aquí y allá, y una masa de cuerpos podridos y esqueletos descarnados se extendía por las calles, como un potaje abyecto que se hubiera derramado o un hongo putrefacto, tomando las ruinas de los edificios, haciendo frente a los que intentaban recuperar la ciudad. En el centro de la plaza, había visto a una criatura flotante y extraña, aterradora, cuya sola visión le había estremecido con una mordedura gélida en la espalda.

Había visto las calderas humeando en las granjas. De vez en cuando, una vaharada fétida golpeaba su olfato incluso allí, en las alturas. El aire parecía espeso y cargado, densificado a causa de los gases dulzones de la putrefacción, que no sólo asolaba los cuerpos, sino la propia tierra, los árboles, todo. Al Este, gigantescas larvas blancas se arrastraban entre los montes resecos. Las gárgolas circundaban las torres que antaño habían protegido aquel lugar. De las criptas salían cadáveres bamboleantes, y en los arbustos marchitos se agazapaban perros de ojos rojos y fauces amarillas. Atravesó los cielos por encima de una ciudad anclada en un cruce de caminos, donde abominaciones y espectros deambulaban, unas arrastrando sus cadenas, otras aullando. Y al norte, una sombra piramidal, lejana, que se recortaba más allá de la densa neblina.

Si, se había preparado para lo que estaba por venir.

Escuchaba el entrechocar de metal mientras intentaba avanzar hacia el combate. Un hombre cayó delante suya, derrumbándose como un muñeco roto. El olor de la sangre se le pegó al paladar, y un gorgoteo enfermizo, antinatural, le dio la bienvenida.

Ojos amarillos, velados por una densa mucosa. Un rostro deformado de dientes como dagas, grisáceos y sucios, costillas al aire y los huesos a través de la carne . Algunos mechones de cabello surgían del cráneo de la criatura. Llevaba pendientes, dos aros de plata reverdecida que pendían de un par de muñones a ambos lados de la cabeza. Los jirones del vestido le colgaban de los miembros, algunos se habían podrido en la carne y se habían pegado a ella. 

"Luz Sagrada"

La criatura lanzó un grito extraño, crujiente y quebrado, y arrojó las zarpas hacia ella. Ivaine interpuso el escudo, resollando dificultosamente, y lanzó la espada hacia adelante con una exclamación brusca.

"Luz Sagrada, no estoy preparada. No lo estoy".

Cortó un brazo, giró sobre sí misma y golpeó al monstruo con el baluarte de acero. El no muerto se agarró a él como si fuera una araña sobre su presa, tratando de alcanzarla con el brazo que le quedaba. Aquel golpe debía haber derribado al enemigo, pero apenas se tambaleó hacia atrás antes de prenderse a su única defensa.

"Luz Sagrada, dioses, quien sea".

- ¡MUERE DE UNA VEZ! 

Atravesó la carne con su acero. Cortó tendones, huesos, músculos secos y contraídos como ciruelas pasas, salpicando a su alrededor sangre negra y coagulada. El brazo cercenado se arrastraba por el suelo, le agarró un tobillo.

- ¡Muere, muere, muere!

La cabeza del no muerto voló por los aires. La mano le soltó el pie, y se quedó golpeando el cadáver una y otra vez con la espada y el escudo, destrozándolo, picándolo, machacándolo. "Que no se levante, que no se levante, que no se levante".

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El último necrófago sucumbió bajo las llamaradas de un hechizo, y Kuntz resopló, limpiándose el sudor y la sangre infecta del rostro.

- ¡¿Hay más?!
- ¡Limpio aquí!
- ¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Recoged a esos dos caídos y haced una pira junto a la cripta!

Miró a su alrededor. Otro día, otro ataque, otra vez repelido. Estaba cansado y se sentía mayor, verdaderamente. Quizá convendría hablar con Lord Maxwell y pedirle que le dejara al cargo de las libranzas y poco más. "No, ni hablar. Ni hablar". 

Vio a los novatos, a su derecha. Las expresiones de sus rostros, sus respiraciones aceleradas, y el miedo. En todas sus formas. El miedo evidente y palpable del soldado más joven, un humano rubio y regordete que mantenía los ojos abiertos como platos y el semblante pálido. El miedo más sosegado y reprimido del capitán, el joven caballero de pelo castaño que fruncía el ceño y reagrupaba a sus hombres. El miedo nostálgico de la elfa nocturna. El miedo supersticioso del trol. El miedo convertido en ira y venganza en el elfo sin'dorei que apretaba los dientes y escupía sobre los restos de una carcasa esquelética.

Kuntz sabía que el miedo es la peor enfermedad en una guerra, y hasta donde sabía, sus técnicas eran bastante efectivas contra eso. Montó de nuevo en el caballo y se puso a gritar, tomando aire profundamente y dando lo mejor de sí mismo para librar de él a los novatos.

- ¡¡Que hacéis ahí parados!! ¡Vamos, vamos, moveos! ¡Id a que os hagan la revisión sanitaria, División del Pañal! ¡Quizá los médicos os den una sorpresa y os digan que ya podéis tomar alimentos sólidos en vez de las papillas que os hacen vuestras mamás! ¡Que me aspen, pero si está aquí el gordo! ¡Maldita sea, me acuerdo de vosotros! ¡Parece que aun siendo patéticos habéis reunido las suficientes agallas como para llegar hasta aquí! ¡Veremos cuanto duráis antes de que llaméis a la nodriza! 

Cuando empezaron a arrojarle orgullosas miradas de desprecio, se despidió con una última puya y volvió a su puesto. Sí, puede que estuviera algo mayor, pero aún podía dar algo al Alba Argenta. El resto de la tarde y la noche transcurrieron sin contratiempos.

Kuntz no vio a su suegra, pero aquel día soñó con ella.

jueves, 21 de octubre de 2010

XXXI - Tierras no tan lejanas



La hoguera ardía, y sobre ella, el firmamento estaba cuajado de estrellas. Acababa de anochecer, y los soldados de la División Octava ya habían preparado sus almas, sus mentes y su espíritu para lo que había de venir. El capitán les había dicho que aquél era su último respiro, y quizá por eso, en aquel crepúsculo púrpura junto al campamento del Orvallo, todos se habían congregado alrededor del fuego después de cenar, conversando a media voz y mirándose los rostros teñidos de naranja y amarillo bajo el resplandor de las llamas.

- Decimos... saludos a la Noche - susurraba la voz cálida de Shelia, la kaldorei de cabellos de plata y ojos como perlas. Ivaine no se cansaba de mirarla. - y alzamos los brazos al cielo para celebrar la bendición de la Luna. A mi hermana Delin le gustan mucho los festejos de invierno.

El tauren Astafirme, sentado junto a la elfa, asintió con la cabeza e intercambiaron una mirada y una breve sonrisa. Ivaine había aprendido a darse cuenta de cuándo su compañero sonreía, a pesar de que sus facciones animales le hubieran hecho difícil al principio interpretar su lenguaje corporal.

- Creo que ese es mi mejor recuerdo. Mi hermana levantando las manos al cielo entre los farolillos iluminados y exclamando alegremente su saludo a la noche - terminó la elfa, con un suspiro.

Quedaron en silencio, un instante. Habían estado hablando de recuerdos, de sus familias, de sus vivencias en sus lugares de origen. Muchos habían recorrido caminos muy largos. Helki Gar'ak, el trol Lanza Negra, había hablado sobre la dura lucha de sus gentes por sobrevivir, con palabras secas y breves y un brillo amargo en los ojos. Varhys, el mago, también había roto con sus costumbres silenciosas aquella noche, y para sorpresa de todos había confesado que estaba casado y tenía un hijo pequeño. Boddli agitaba una jarra de cerveza que apenas había probado. Estaba recostado en su escudo, con la mirada perdida en las llamas, acariciando a Esposa con languidez. Hetmar Grossen se lo permitía, con la capucha sobre los ojos y la barba espesa asomando debajo, castaña como las hojas ancianas.

- ¿Y el tuyo, Ivaine? - preguntó Berth. El chico se abrazaba las rodillas, sentado a su derecha.

Ella se volvió para mirarle, frunciendo un poco el ceño.

- ¿Mi mejor recuerdo?

Berth asintió. Los ojos de sus compañeros se volvieron a ella. Theod la observaba desde el otro extremo del círculo, pero el sin'dorei tenía la mirada perdida en la oscuridad, más allá de todos ellos, hacia el Norte.

- Cuando era pequeña, me subía a las almenas para ver partir a los caballeros de Stromgarde a la batalla - comenzó, lentamente. - Las lanzas brillantes, los relinchos de los corceles... siempre me ha acompañado eso. Supongo que es mi mejor recuerdo.

Había hablado a media voz. Después de hacerlo, descubrió que era mentira. "Mentirosa, Ivaine", se dijo a sí misma, "no es ese, pero a quién le importa. A nadie, a nadie le importa la canción y la nieve en tu pelo, el cielo despejado y el frío beso del viento. A nadie le importa el brazo que te rodeaba ni la caricia de su voz, ni siquiera a tí".
 

- Yo siempre me acuerdo mucho de mi familia. Le escribo a mi padre de vez en cuando para contarle que soy un soldado, que ya sé luchar - decía Berth. Algunos sonrieron. Al final, el chico se había granjeado el afecto de todos - Espero que algún día esté orgulloso de mí.

"Ivaine, mentirosa otra vez... a tí si te importa, a tí si". Había dejado de prestar atención. Se había quedado atrapada en el recuerdo. Aquella tarde no había nubes en Cuna del Invierno, y las lechuzas invernales surcaban el aire de cuando en cuando. A pesar de la nevada, no hacía demasiado frío, y los copos se le pegaban a la cara; allí se derretían, sobre sus mejillas, o desaparecían en sus labios. Si cerraba los ojos podría recordar exactamente el calor de su cuerpo cercano, la risa suave y su voz.

Por eso, casi dio un respingo cuando la escuchó, real. Sentado a su izquierda, envuelto en la capa color pardo, el sin'dorei estaba diciendo algo.

- ...siempre cantaba canciones antiguas cuando me peinaba. Yo quería ser como Dath'remar, y me negaba a cortarme el pelo. Mi madre se resignaba, me peinaba y recitaba.

Ivaine sonrió a medias. Estaba hundida en el fuego, en el recuerdo. El calor de su cuerpo cercano, la risa suave, los dedos en sus cabellos ásperos y rojos, peinándola bajo los árboles, hablándole de lugares que nunca había visto, de misterios que no conocía.

- ¿Qué recitaba? - preguntó Arristan, rasgueando el arpa. - ¿Recuerdas algún poema de tu gente?

El sin'dorei frunció el ceño y dejó de mirar al Norte, volviendo el rostro hacia los demás. Parecía viejo y joven a la vez, antiguo pero imperecedero, como una escultura. Los elfos tenían ese efecto en la gente, pero para Ivaine, aquel en particular había llegado a conmoverla de una manera que la irritaba consigo misma. Sin embargo, esa noche no tenía ganas de pelear. Los combates Ivaine contra Ivaine la agotaban, y pronto tendría que entregarse a luchas mucho más cruciales.

- Si... claro que recuerdo. Había uno sobre... es difícil explicaros su significado.

Arristan asintió, pulsando las cuerdas en un acorde tenue y suave, casi nostálgico. Los demás parecían expectantes. Todos querían escucharlo. Ivaine se lamió los labios, y cuando la voz grave y profunda del sin'dorei desgranó la primera estrofa, un calor húmedo y feroz se le agolpó detrás de los ojos.

- Soledad en la isla abandonada... ya murió la fragante primavera... crujen las ramas, y a los cielos... vuelan las hojas secas.

La nieve en sus mejillas, derritiéndose, sus dedos en su cabello enmarañado. "Eresse Tol- eressease..."  En aquel momento no había nada más, solo su presencia y ella, y ella que era Ivaine y estaba en paz. Tranquila. Sin ira, en paz, mientras le escuchaba y el viento cantaba, mientras su brazo le rodeaba, y no le molestaba. Estaba bien. Todo estaba bien.

- Arínya losse or lord'aere... - esta era su voz, ella estaba recitando.

- ...se fundirán en el aire húmedo...

- ... ar tiruválye ólor aire, enyalien i vanwa iswa.

Ivaine suspiró y apartó la vista del fuego. El crepitar de las llamas rompía el silencio. Theod la miraba con extrañeza, con los ojos empañados por algo parecido al dolor, y aunque no quisiera saberlo, ella sabía por qué. "Lo siento, Theod. Así son las cosas, hermanastro". Volvió la mirada hacia Rodrith, y sus ojos se encontraron.

- Ar erumesse hiruvalye
I metya harma sa haryalye:
I hesin yenion, alasse
Eresse Tol-Eresseasse.

Ivaine completó el poema y le aguantó la mirada al elfo un instante más. Luego volvió a sumergirla en las llamas. El arpa de Gunther resonó un instante más, y nadie dijo una sola palabra cuando Rodrith le tendió la mano y ella la agarró, enlazando los dedos con los suyos.

Todos habían venido desde muy lejos. Compartían sus recuerdos a media voz, su añoranza por sus hogares y su patria. Ivaine no añoraba Stromgarde ni el caserón de los Samuelson, no estaba hecho su corazón para lamentar la lejanía de aquellos lugares. No tenía familia ni nada importante más allá de aquel círculo alrededor del fuego, sólo hojas secas y nieve fundiéndose en el aire húmedo.
 

Algunas tierras no estaban tan lejos. Y estaba empezando a pensar que quería quedarse en ellas.







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((N. del A. : Por si alguno tenéis curiosidad por conocer la voz de Ivaine, tras mucho investigar he encontrado ESTA: 

http://www.youtube.com/watch?v=jbvFPiPo6ew&feature=related

y además... recitando el mismo poema. El poema "Ninqueldan" es propiedad de Arandil Elenion. Aqui tenéis link a sus poemas :)

http://www.elvish.org/gwaith/arandil.htm   ))

XXX - El último respiro

El campamento del Orvallo era una pequeña posta al noreste de Alterac. El río tronaba cerca, las montañas aún eran frías y al amanecer, la hierba grisácea crujía bajo las botas, vestida de escarcha y rocío. El día había despertado con una densa neblina, y el grupo de soldados se aprovisionaba para el largo viaje. Habían cruzado el mar desde Kalimdor y habían cabalgado durante semanas hasta el Norte; a pesar de todo aún quedaban leguas por recorrer hasta la base del Alba Argenta en las que ahora llamaban Tierras de la Peste. A pesar de que el día sólo asomaba, ya se escuchaba la bulliciosa charla de la división y, por supuesto, la canción del bardo, que entonaba a su alrededor.

- ¿Por qué debo esperar, triste y sola
apartando las ramas, las hojas, las ramas
por qué debo esperar, triste y sola
en esta ladera?

Ivaine resopló y miró de reojo a Arristan, arrojándole un saco de pertrechos y arrebatándole el arpa que había improvisado con una rama curva y cuerdas de laúd.

- Espabila, anda.

El hombre rió y recogió el saco, arrastrándolo hasta el carro de suministros.

- ¿No te gusta? Es de tu tierra, de Arathi.
- Ya la conozco - replicó Ivaine, ayudándole a levantar la carga y dejarla sobre la carreta. Las mulas resoplaron. Se veían venir lo que les esperaba. - Es una canción un poco tonta. Un hada esperando a su amor en vano.

Arristan rió entre dientes y la acompañó a por la caja de espadas. Resoplaron al levantarla.

- ¿Que... se puede esperar de esas relaciones?

Ella le miró por encima del embalaje, suspicaz. El hombre, sin embargo, no dijo nada más, esbozando una media sonrisa entre la barba cana. La carreta se quejó y las mulas unieron las cabezas, seguramente planeando una manera de escapar, cuando soltaron la carga sobre el carruaje. Ivaine se sacudió el tabardo, apartándose el cabello del rostro.

- Aprecio tu rima, pero vamos a la guerra. ¿No es tiempo de cantar sobre otras cosas?
- ¿Qué propones?
- Batallas épicas. Por ejemplo.

Caminaron juntos hacia el extremo del campamento. Los soldados del Orvallo permanecían alerta, los exploradores hablaban de avistamientos hostiles la noche pasada, al norte. Nadie había dormido demasiado. Berth y el brujo contaban suministros en el rincón, rodeados de cajas apiladas.

- ¿Todavía no han llegado los demás? - preguntó el muchacho.

Ivaine negó con la cabeza. Berth estaba más delgado y parecía más seguro de sí mismo que unos meses atrás. El largo viaje por mar le había obligado a perder peso: se había pasado la mitad del mismo vomitando, la otra mitad, pálido y encogido en un rincón, sintiéndose enfermo. Tocar tierra firme había sido como un renacimiento para el chico.

- No podremos llevar todo esto - comentó Derlen, señalando las cajas con la cabeza. - Además, el paso hasta la Capilla no parece muy seguro.
- No lo es.

Ivaine frunció el ceño, de nuevo. Volvió la vista hacia atrás. En el campamento, el Capitán hablaba con los protectores del Orvallo, con el cabello castaño recogido en la nuca. Las cosas eran serias ahora, muy serias, y se preguntaba si su hermano estaría a la altura de las circunstancias. También él había cambiado. Más sereno, más severo y más frío, quizá era el viaje por mar o la cercanía de la batalla lo que había afectado a su carácter. Theod terminó su conversación y caminó hacia ellos. Su armadura brillaba, lucía el tabardo como pocos, y la espada de su padre colgaba del cinto en una vaina de cuero grabado.

- ¿Estamos listos?

Los soldados se cuadraron y saludaron al capitán.

- El carruaje va hasta arriba, señor.

Arristan dio unos golpecitos con los dedos enguantados sobre la madera de una caja.

- ¿Qué hay ahí? - preguntó Theod.
- Agua y alimentos. - Derlen consultó su pergamino. - Para diez días de viaje en toda la carga.
- La Capilla necesita las armas, así que abrid las cajas y cargad con tantas provisiones como podáis.

Un relincho lejano anunció la llegada de los exploradores. Ivaine volvió la mirada hacia el sendero, conteniendo un mordisco de ansiedad en el estómago. Desde que abandonaron Cuna del Invierno, Theod había mantenido un pequeño grupo siempre en vanguardia, abriendo paso e informando del estado de los caminos y las posibles rutas. Los corceles se aproximaron al galope, junto a la loba de Grossen, un montículo de pelaje negro y ojos rojos que zigzagueaba entre ellos. Contó las figuras, y la punzada se deshizo cuando comprobó que habían regresado los cuatro.

- ¿Nuevas? - espetó el capitán, acercándose a las monturas y sujetando la brida del caballo de Boddli. El animal parecía nervioso.

- No es practicable.

Rodrith bajó de un salto. Traía el ceño fruncido y un brillo de rabia en la mirada, que se suavizó por un momento cuando se encontró con la de Ivaine. "Está entero", pensó la chica, haciéndole un repaso rápido y disimulado. La hoja de la espada limpia, la armadura intacta, ningún rasguño. Contuvo el impulso de ir a su encuentro, preguntarle si estaba bien y peinarle los cabellos con los dedos. Ella no era ninguna damisela, no era el hada esperando a su amor, era un soldado de la Octava y aquella reacción estaba absolutamente fuera de lugar. Por eso la azotó hasta echarla de su mente, levantando la barbilla y agarrándose el cinturón, anclada al suelo.

- ¿Cómo que no es practicable? - inquirió Theod, mirando a su segundo.
- Será mejor volar - apoyó Grossen - Esposa ha encontrado animales enfermos, hemos visto esas carcasas deambulando. Y el aire es irrespirable.
- He detectado muchos grupos de no-muertos cerca de las granjas - apostilló Boddli. El enano paladín mostraba un gesto fúnebre. - Nidadas de treinta o más, agrupadas alrededor del camino.
- Y tienen hambre - terminó Rodrith - Les vimos atacar a un oso. Le arrastraron hacia el bosque. Aún estaba vivo cuando empezaron a devorarlo, debían ser quince o más.

Theod suspiró profundamente y asintió, pasándose la mano por la cara.

- Hay que llevar las armas hasta la Capilla. Las fuerzas esperan nuestra llegada con suministros y más espadas. Preguntaré a los del Orvallo si hay previsto el paso de alguna caravana más numerosa en los próximos diez días, si no, tendremos que arreglarnos para enviar todo esto de alguna manera. - Les miró uno a uno - Descansad hoy. Este será nuestro último respiro. Partiremos mañana al alba. Volaremos en grifos.

El capitán se alejó a grandes zancadas. Ivaine le miró caminar, la manera en la que aplastaba la tierra bajo sus pies, y por un momento añoró la época en la que siempre sonreía y soñaba con ser un caballero. "Mi madre lo decía, cuidado con lo que deseas". Alrededor, los soldados estaban silenciosos. Miraban con preocupación a los tres exploradores y la loba, buscando en sus rostros las señales que aquello que habían visto había dejado en su ánimo. Los tres estaban demasiado serios.

Un rayo de sol se filtró entre las nubes y golpeó directamente en los ojos a Arristan, que esbozó una sonrisa insegura.

- Nada de canciones épicas por hoy. ¿Qué queréis escuchar? - dijo, animadamente, agarrando de nuevo el arpa improvisada y rasgueando las cuerdas.
- Canta la canción de la esposa gorda y el calabacino siniestro - propuso Boddli, dándole una palmada fuerte en el hombro al bardo. - Eso es lo apropiado ahora.
- ¿No removerá tus recuerdos, enano? Dicen que tuviste una profunda historia de amor similar.
- ¿Con una gorda? ¿Yo?
- Con un calabacino, eso comentan.

Berth se rió entre dientes y el soldado de barba blanca comenzó a cantar. Derlen abrió las cajas haciendo palanca con la espada y comenzaron a llenar sus bolsas, mientras la voz profunda de Gunther Arristan desgranaba los versos. La canción se deslizó como un río cristalino, limpiando la incertidumbre y el pesar de sus espíritus. Ivaine, sin embargo, fue incapaz de deshacerse de aquella pesada losa que parecía cargar desde que partieran de las frías nieves.

Con canción o sin ella, iban a la guerra. Y en la guerra, aun sin haberla probado todavía, estaba segura de que encontrarían pocas alegrías y muchas tristezas.