miércoles, 30 de septiembre de 2009

IV - La División Octava

El comandante Kuntz no se caracterizaba por su paciencia. Tampoco por su sentido del humor, y lo sabía. Cuando repasó a los jóvenes reclutas, levantándose los anteojos sobre el puente de la nariz, les atravesó con la mirada uno a uno.  “Vamos a morir todos”, pensó. No, ciertamente tampoco se caracterizaba por su optimismo, pero aquella imagen patética no le hacía albergar muchas esperanzas. 

- Un paso al frente, panda de pordioseros – ordenó, secamente.

Los futuros soldados obedecieron, sus pies sonaron, dispares, al golpear sobre el suelo del cuartel. El enano más bajito tuvo que dar dos pasos, mascullando entre dientes, para quedar alineado con los demás, y el tauren dejó una huella resquebrajada sobre el suelo.

Les miró en silencio, sopesando la posibilidad de rechazar aquel nuevo cargamento de carne fresca. “¿Cómo diablos pretenden que les ponga una espada en la mano a este grupo de idiotas?”, se dijo. El trol estaba masticando algo, la chica pelirroja parecía querer escupirle a la cara en cualquier momento y el encapuchado… que le colgaran si ese tipo no era un brujo. “¿En qué narices estaban pensado?”

- No sé por qué extraño motivo, las oficinas de reclutamiento han sellado vuestras solicitudes. – dijo, alzando la voz. – Aquí tengo un montón de papeles con vuestros nombres y un sello que lamentablemente no puedo ignorar.

Echó a andar, caminando ante ellos con el pecho hinchado, intentando convencerse a sí mismo de que no podía ser tan malo como parecía. Cuando se fijó en la barriga del chico más joven, volvió los ojos al cielo y suspiró.

- Me da igual de dónde venís. Me importa una mierda cuáles son vuestras motivaciones o vuestras ilusiones. Desde hoy, todo eso no vale nada, ¿me oís? Nada. – apuntó con el dedo en el pecho del tauren, que le devolvió una mirada bondadosa – Vais a ser soldados del Alba Argenta. Vais a aprender a luchar juntos, a manejar la espada, a moveros como un solo elemento. Vais a aprender a matar plaga. Vais a besar ese jodido estandarte hasta que os salga sangre de los labios. Será lo primero que veáis cada mañana, lo último que veáis antes de dormir en vuestros lechos pulgosos, y todos los puñeteros pasos que deis serán para combatir el Azote.

Hizo una pausa, mientras el trol se convulsionaba, aguantando un estornudo y los demás, se miraban unos a otros con disimulo como si no supieran que estaban haciendo allí.

- Esto no es ningún juego. Se acabó el levantar espaditas de madera y soñar con gloria y honores. Estáis aquí para matar plaga y eso NO ES DIVERTIDO. – prosiguió, mirando fijamente a una elfa nocturna que mantenía una suave sonrisa en el rostro. – Aquí se trabaja. Se trabaja día y noche, hasta que vuestros ojos se acostumbren a ver las tripas colgando de amigos y enemigos y vuestras manos se sientan desnudas sin un arma en las manos.

Se dirigió al estante y extrajo los tabardos negros, arrojándolos uno a uno a la cara de los dispares reclutas.

- Llevaréis esto en todo momento. Desde el momento en que os lo pongáis, habréis muerto. Seréis reclutas del Alba Argenta y nada-mas-que-eso, ¿queda claro?

Un espeso silencio se extendió por la sala, donde aún reverberaba su voz.

- ¿QUEDA CLARO?
- Sí, Señor
- Sí, señor
- Si, seño’

“Luz, dame fuerzas”, se repitió, mientras el enano se cuadraba y el trol estornudaba finalmente, soltando un reguero de saliva y sorbiendo la nariz.

- Os cagaréis en los pañales desde el primer día, ya lo estoy viendo. ¿Pero sabéis que? Me importa una mierda. No estoy aquí para entrenaros. Estoy aquí para demostrar que no valéis para esto, así que seguid poniéndomelo fácil. ¡Vestid el tabardo!

Obedecieron con torpeza, mirándose unos a otros. Observó al muchacho castaño, mientras seguía animando a la compañía con amenazas y palabras desdeñosas. Sí, ese quizá valiera algo. Sus gestos firmes, el rostro alzado, mirando al frente, silencio perpetuo, sin intimidarse … miró los papeles. Theod Samuelson, sí. Tendría que seguir sus pasos con atención.

Una vez los reclutas estuvieron vestidos, el muchacho gordito levantó una mano y carraspeó, inseguro. Le fulminó con la mirada. Era grueso, rubio y tenía los mofletes fláccidos y blanquecinos.

- ¿Quieres preguntar algo, recluta? – dijo con fingida amabilidad.
- Sí. Ehm… sí señor. Por favor. Perdón.
- ¿Qué duda tienes, recluta como te llames?
- Me llamo Berth… señor – respondió el joven, con una sonrisa confiada e infantil.
- ¿Y qué es lo que quieres, recluta Berth? – escupió el nombre como si acabara de morder un gusano dentro de una manzana.

El muchacho se rascó la nuca, inseguro, y le tembló la papada cuando se decidió finalmente a hablar.

- Señor…me…me preguntaba p-p-p-p-p-por qué no está el sol en el t-t-t-t-tabardo.

Kuntz esbozó una maligna sonrisa y abrió los brazos.

- El tartamudo no sabe dónde está el sol – dijo con afectación. Luego le propinó un cachete despreciativo que le hizo temblar las carnosas mejillas - ¿Acaso eres un soldado del Alba Argenta, tartamudo? ¿Acaso has completado tu instrucción, bola de sebo? ¿Eh? – le golpeó de nuevo. - ¿Es que ya te crees digno de tener el sol del Alba en tu tabardo?

Su voz había ido ascendiendo, iracunda, mientras el muchacho negaba con la cabeza cuando los cachetes se lo permitían, mirándole como si estuviera a punto de llorar.

- Este es el tabardo de entrenamiento. – dijo, mirando a los demás.- Si superáis las pruebas, seréis soldados y formaréis parte de una división y portaréis el sol del Alba, pero no os hagáis ilusiones, ese día no llegará. – paseó de nuevo ante ellos - Lo quiero siempre limpio, impecable, sin una costura suelta ni una jodida mancha de sangre. ¿Está claro?
- Sí, señor

Esta vez la respuesta fue unánime y casi firme, y Kuntz ladeó la cabeza, satisfecho, tirándose del bigote. “Algo es algo”.

- Ahora dad un paso al frente y presentaos. Empieza tú.

El enano que estaba en un extremo de la fila obedeció, poniéndose el puño sobre el pecho con firmeza, y dijo su nombre con voz potente y nasal.

- Se presenta Boddli Korr, Paladín de …
- ¡NO! – gritó Kuntz, abofeteándole. - ¿Es que estás sordo, enano? ¿O es que ahí abajo no llega mi voz?

El tal Boddli se le quedó mirando, perplejo. Estaba claro que no era una basura andante como muchos de los demás, si era paladín. Pero aun así, tenía que marcar las pautas, y aquella bofetada quería decir que allí no valían títulos ni honores, sólo la disciplina y la jerarquía. Bueno, sí, también quería decir que él tenía ardores de estómago, pero eso no era de la incumbencia de los reclutas.

- ¡Tú! – señaló a la muchacha del ceño fruncido. - ¡Preséntate!

La chica dio un paso al frente con estudiada lentitud y ejecutó el saludo militar con cierto aire desganado.

- Se presenta Ivaine Harren, recluta del Alba Argenta.

Kuntz frunció el ceño y se quedó en silencio un instante, contemplándola. Ella no se achantó. Le aguantó la mirada casi de un modo desafiante. "Interesante".

- ¡Ahora tu!
- Se pre ‘enta Helki Gar’ak, recluta del Alba Argenta
- ¡Tu!
- Shelia Nocheclara, recluta del Alba Argenta.

Uno a uno, contagiados por las estrictas formas impuestas por Kuntz, fueron avanzando y diciendo sus nombres. El comandante, les estudió con escepticismo. Sí, quizá se pudiera sacar algo útil de aquel montón de despojos. Pero sabía cúan fácil es levantar la barbilla y mantenerse firme dentro de un cuartel, y con qué rapidez todo eso se deshace en jirones de blando algodón a la hora de presentar batalla.

No se confiaba. Y no se confió en los días que siguieron.

Semana tras semana, machacó a los reclutas sin descanso. Les obligó a limpiar las armas que escogieron hasta que brillaron como el sol, les hizo correr sin descanso, ascender colinas con sacos de rocas a la espalda mientras repetían las máximas hasta que tenían la garganta en carne viva, practicar movimientos sincronizados. Y combatir. Combatieron contra los muñecos de entrenamiento, combatieron entre sí, contra reclutas de otras divisiones, contra él, contra fieras, contra pequeños zombis que aún pululaban por los bosques cercanos.

Les levantaba en plena noche, alertando un ataque que no se había producido, para acostumbrarles a dormir alerta. Cronometraba sus descansos, instauró horarios incluso para ir a mear, y encerró en los calabozos a Hetmar, el enano del rifle, por orinar en un árbol en mitad de una instrucción.

Día a día y noche a noche, rezó a la Luz por que alguno de ellos desistiera. Pero ninguno se quejó. Nadie recogió el petate y se marchó a casa, por el contrario, cuando pasaron dos meses y volvió a reunirles en la sala de armas, los rostros firmes se alzaban hacia él con la mirada enardecida de auténticos soldados.

Cuando les ordenó presentarse, sólo encontró pasos seguros y voces claras que declamaban su nombre y a qué pertenecían ahora sus vidas. Cuando les ordenó presentar armas, el sonido unánime le hizo albergar alguna esperanza, antes de que el trol estornudara de nuevo. Chasqueó la lengua, decepcionado, mientras el grupo permanecía en silencio sepulcral, firmes e inamovibles.

- Más os valdría guardaros esa noble expresión y largaros de aquí. – dijo, meneando la cabeza. – Pero ya no hay vuelta atrás. La preparación ha terminado. Presentaos en la sala de recepciones, ante el comandante Korfax y que vuestros dioses os ayuden.

Kuntz estrelló un pergamino enrollado contra el pecho del recluta Samuelson, que lo cogió y saludó con estricta dignidad.

- Con un poco de suerte – comentó en voz alta mientras les veía marchar hacia la puerta, con andares sincronizados – la cagaréis nada más entrar y os mandarán a casa.



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