viernes, 21 de enero de 2011

XXXV - Oscuros presagios

El crepúsculo caía lentamente, manchado de amarillo y ocre, por encima de la neblina sucia de aquel lugar terrible. Ivaine limpiaba su nueva armadura a conciencia tras el encuentro en el linde del camino. La patrulla de la Octava no estaba ociosa en absoluto, y pasadas tres semanas en la Esperanza de la Luz, la rutina se había hecho lugar entre los soldados.

Al poco de llegar, Ivaine había acompañado a Theod a la armería. "Eres nuestro escudo", le había dicho él, "así que puedes escoger equipo". Ella había elegido un yelmo cerrado con visera, que le protegía mejor que el casco rígido que solía portar, y además le daba mayor movilidad. También un escudo más grande y pesado, pero mucho más resistente, de tipo muro, cuadrado y casi tan alto como ella. Ahora se afanaba en sacarles la mugre a sendas piezas con un cepillo de cerdas rígidas, como cada tarde.

Las patrullas, los heridos, los muertos, los cadáveres ardiendo, lo más aberrante y terrible se había convertido en algo cotidiano. Uno no se acostumbraba. En la división los había más duros y más sensibles, sí, pero no creía que nadie pudiera acostumbrarse a aquello. Y después de familiarizarse con esas abominaciones informes, con el terrible olor, con los fantasmas, los esqueletos, los muertos con jirones de carne pegados a los huesos... aquella tarde habían visto, por primera vez, a los miembros vivos de la plaga. Hombres y mujeres vestidos de oscuro, con pintura púrpura en el rostro, que tendían sus manos sobre calderas humeantes en las sombras de un bosque infecto, susurrando sus conjuros. Ivaine había sentido una sacudida al atisbar sus figuras negras. Eran humanos. Humanos como ella. Estaban vivos, y servían a aquella espantosa maldad que se extendía sobre las tierras henchidas de veneno. Se escapaba a su comprensión.

Cuando Theod dio la orden y se abatieron sobre ellos, pudo ver el brillo de los ojos de una de las cultoras, una mujer mayor que descompuso la faz en una mueca de rabia salvaje mientras arrojaba salvas de Sombra helada sobre ellos. Quemaron los cadáveres al terminar el combate. Después, Shalia y Astafirme permanecieron junto a la caldera, tomando muestras con todo cuidado. Vertieron luego un agua fragante en el contenido de la olla, y cantaron en taurahe y darnassiano, una misma canción suave que se trenzó en sus dos idiomas: sonaba a ríos claros y a nieve blanca, al verdor de la primavera y a las yemas tempranas de los árboles. Ivaine sonrió un poco al recordar aquel canto. Le había resultado una luz brillante de esperanza, esa canción dulce en medio de tanto terror.

La rutina, que había llegado y se había establecido en la capilla, también tenía aspectos agradables, sí. Uno de ellos, que ya se había hecho esperar demasiado, entró entonces en su tienda apartando la lona de la entrada y acompañado de un aroma potente a metal, piedra y minerales ácidos. Ivaine dejó el escudo a un lado, haciéndole sitio al elfo alto, que aun tenía media armadura puesta. Llevaba los cabellos pulcramente recogidos en la nuca, con los mechones sueltos cayéndole sobre el rostro como siempre, pero sin despeinarse. Ivaine, que llevaba el pelo muy corto para evitar las molestias que pudiera causarle en la pelea, siempre había admirado y envidiado en cierto modo aquella larga melena  de trigo pálido que no parecía enredarse ni siquiera cuando ella se proponía anudarla.

- ¿Ya has quitado las tripas del escudo? - preguntó Rodrith, cerrando la cortina a su espalda y sentándose frente a ella.

Ivaine asintió con la cabeza, mostrándole el cepillo.

- No ha sido fácil. Y el olor no se irá. Creo que jamás nos desharemos de él.

"Todos menos tú", pensó, sin llegar a decirlo. A ella le parecía que aquella peste a putrefacción ya se le había pegado a su propia piel. Se limitó a fruncir el ceño con desdén cuando el elfo se cernió sobre ella y aspiró profundamente, olfateándola como un animal y mirándola de soslayo con un brillo en los ojos. Esos gestos eran una maldición a la que respondía con indiferencia.

- No hueles mal.
- No, a ti el olor a pocilga debe parecerte perfume del caro - replicó Ivaine, sin dejarse conquistar por el murmullo de su voz ni por los gestos cercanos, ignorando la mirada cálida. Se removió para alejarse un poco de él - ¿Has ido a que te vean los sanadores?

Rodrith asintió, acercándose más a medida que ella se alejaba. Había recibido una herida en el brazo, de un arma oxidada e inmunda. Solo había sido un rasguño superficial, pero suficiente para una infección si no se cuidaba.

- Nada de qué preocuparse.

Ivaine se preguntó si mentía, empujándole con un pie. El muy maldito estaba a gatas, asediándola vilmente con aquella mirada y acercándose cada vez más. Seguramente para besarla, y después pasaría lo de siempre y no podría hablar con él de lo que le preocupaba. Pero "lo de siempre" iba a pasar de todos modos, porque eran como el fuego y el fuego, las llamas siempre corren a encontrarse y ella también tenía ganas de perderse en sus brazos, de olvidarse de las imágenes desagradables de la jornada, de consolar y sanar su espíritu con el alimento de las caricias y la pasión compartida. Así que mejor hablar cuanto antes. Vehemente, Ivaine le puso los dedos sobre los labios, como si así quisiera contenerle.

- Tenemos que hablar.

Rodrith pareció ponerse serio, asintió.

- Cuéntame.

Acto seguido, esbozó una ancha sonrisa y agarró los dedos de Ivaine entre los dientes con un gesto burlón. Ella bufó, revolviéndose y propinándole una fuerte patada en el hombro que apenas hizo retroceder al fornido elfo.

- Déjate de tonterías ya, engreído sin'dorei. Y escúchame.
- Te estoy escuchando, engreída humana - repuso él con altivez, levantando la ceja - Pero habla de una vez. Estamos aquí perdiendo el tiempo mientras tú te decides. Ve al grano rápido, no había venido con intención de conversar.

"Capullo integral". Ivaine suspiró y se armó de paciencia, fulminándole con la mirada. Rodrith sonrió más, con los ojos relucientes y aquel gesto pagado de sí mismo e insolente a más no poder.

- Como segundo al mando, tienes que pedirle a Theod que le de armas nuevas a Berth y a Helki. No les dejan coger nada de la armería sin permiso del Capitán. Además, deberías discutir con él algunos puntos sobre las estrategias de combate. Hoy lo hemos tenido muy difícil con esos cultores.

Rodrith hizo un gesto de resignación, su semblante se tornó severo y se apartó definitivamente. Asintió con la cabeza brevemente.

- Cuanto antes mejor. ¿Me acompañas?

Ivaine negó con la cabeza con una media sonrisa. No le gustaba presentarse delante de su hermano con el sin'dorei, y además, quería aprovechar para adecentarse un poco mientras él estaba fuera. Pero cuando Rodrith salió y la lona de la tienda ondeó al volver a caer, un poderoso escalofrío recorrió la espalda de Ivaine.

Fue como un soplo oscuro, malévolo y frío como una tumba, que le mordió el cuello y las vértebras y la dejó inmóvil un instante, casi sin respiración. Una sensación de alarma y de peligro inminente le hizo aguzar el oído y la vista. Volviéndose hacia atrás, apartó la tela y atisbó el exterior, con el puñal en la mano.

Alli afuera, el campamento del Alba Argenta era el mismo de siempre.

Pero Ivaine conocía las fuerzas. Sabía que unas alas negras como de cuervo acababan de planear sobre ella, y el mal presagio quedó imprimido sobre su corazón como una huella. Se agazapó en la entrada de su refugio, con las armas cerca y la mirada fija en el Estandarte del Alba.

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