miércoles, 26 de enero de 2011

XXVIII .- El Molino Cejifrente

Era un jirón pálido, una sombra blanca que oscilaba. Sus ojos fantasmales escrutaban la negrura alrededor de las ruinas de los edificios, acechando, vigilante. No tenía más pensamiento que la orden que debía de cumplir, no tenía otro objetivo que realizar los mandatos que le eran dados. En lo que de ella quedaba, las huellas del sufrimiento eran como heridas viejas que no perdían nunca su dolor pero al que había terminando volviéndose ciega y sorda.

Deslizándose en la noche, torció una esquina. Su visión percibió el movimiento, pero antes de que pudiera lanzar el aullido, un hechizo oscuro, tejido de sombras y de malicia, se anudó en su garganta transparente. Después la luz estalló. Vio los ojos inflamados de los soldados que corrían en silencio, armados con escudos y espadas, y la mirada rojiza de la mujer que iba delante, que se detuvo en ella mientras su esencia se deshacía y flotaba en el aire hasta desaparecer.

- Vamos - murmuró Ivaine - cuidado detrás.

El grupo se parapetó tras el muro semiderruído. Luego se volvieron hacia el capitán.

Era noche profunda. No solían enviarse patrullas a aquellas horas, solo de vigilancia. Pero desde hacía algunos días, Theod se había convertido en el capitán más intrépido, y la Octava en una de las divisiones más activas. Voluntarios para todo lo que se requiriese, los soldados de la División que antaño se habían quejado de la falta de acción ahora estaban sorprendidos y no sabían si alegrarse o no del cambio. Aquel día, Samuelson les había llevado a las ruinas del Molino Cejifrente a hacer un poco de limpieza, "que nunca es poca" como solía decir el Comandante Metz.

- Avancemos - dijo Theod - no vamos a quedarnos aquí parados.

Ivaine tragó saliva y siguió mirándole, sin moverse. Hacía días que Theod estaba raro. Más pálido de lo habitual, seco y como perdido en sí mismo, no hablaba con nadie, sólo daba órdenes y combatía. Ella no se lo reprochaba. Hacerlo sería no tener corazón, sabiendo los sucesos tan terribles que su hermanastro acababa de vivir, pero tampoco estaba de acuerdo con que en su nueva manera de enfrentarse a las desgracias quisiera llevarles a todos a la muerte.

- Capitán, hay abominaciones al otro lado. Y varios necrófagos - replicó de manera aséptica, en un esfuerzo por no mostrar acritud - ya hemos limpiado las colindancias, seguramente no habrá molestias esta noche. Es una campaña de limpieza suave, no hemos venido a conquistar Cejifrente.

- ¿Eres el capitán, Harren? - replicó Theod, con la misma voz ausente, casi lejana.

Ivaine apretó los dientes. El fuego le subía por la garganta y se le agitó en las venas; respondió intentando parecer desprovista de altivez o de orgullo alguno. Trataba, en aquellos días, de ser menos brusca con Theod, en deferencia a su situación. No le salió muy bien.

- No, señor - murmuró, alzando la barbilla.
- Entonces avanza. He dado una orden.
- Capitán...

El sonido de la hoja de Theod, silbando al salir de la vaina, cortó el aire. "Maldito seas, ¿pero qué te ocurre?", gruñó Ivaine en su mente. Tensó la mandíbula y se adelantó al capitán. Ella era el muro, tenía que ir la primera. Su hermanastro la miró de reojo con pupilas frías y cortantes, y ella le devolvió una mirada resignada, desdeñosa.

- Atentos, sanadores - dijo una voz grave y susurrante tras ellos - No la perdáis de vista.

La joven agradeció que alguien tuviera el suficiente cerebro como para dar órdenes más complejas que "avanzar" o "destruir". Suspiró y aguardó a que el lugarteniente del Capitán concretase su orden en pasos y tareas para todos.

- Grossen, tu y la loba, manteneos junto a Ivaine, algo detrás. Los de escudo y espada, vayamos junto a ella. Cuanto más juntos mejor. Derlen y Nyghard, como siempre, un poco alejados. Cubridnos desde atrás. Podemos avanzar en diagonal por esta zona y evitar a las abominaciones. Los edificios ruinosos están muy juntos, las cadenas golpearán en las paredes si las arrojan contra nosotros.

Una vez todo estuvo claro, el grupo se dispuso. Ivaine agarró con fuerza el escudo y saltó hacia adelante, abandonando su escondite, y pronto seguida por el resto de los soldados.

En la oscuridad, las hojas destellaron, la magia y la Luz iluminaron la penumbra de la aldea en ruinas, y los cuerpos de los necrófagos cayeron, amontonándose uno tras otro bajo la habilidad de los luchadores del Alba Argenta. Ivaine avanzaba con el escudo por delante, como una torre de asedio, provocando a los enemigos, centrándolos en ella. Un halo pálido de Luz titilante la envolvía, de cuando en cuando vibraba al invocar Boddli la sagrada bendición que debía sanarla y protegerla. A su derecha, Theod parecía buscar a propósito las cimitarras y las afiladas uñas de las bestias de la Plaga.

Cuando llegaron al otro extremo del asentamiento, los no muertos se habían agrupado en la cara occidental, tras las vigas desprendidas y montones de escombros. Ellos jadeaban y estaban agotados, pero habían ganado terreno y alejado a aquellos monstruos lo suficiente como para que no planearan ningún ataque esa noche.

Ivaine estaba entumecida y le dolían los músculos, el sudor se le escurría por la nuca y bajo la armadura. Todos permanecían en silencio. No había heridos ni ningún caído. Se miraban unos a otros como si compartieran el mismo pensamiento, y después miraron al capitán. Éste parecía no verlos.

Ivaine volvió entonces la vista hacia Rodrith. En los ojos de ella había una exhortación, y el elfo frunció el ceño, apretó los labios, empezó a negar con la cabeza... y finalmente suspiró, rindiéndose.

- Reagrupaos - dijo el sin'dorei - Regresamos. Ya hemos hecho suficiente.

- ¿Eres el capitán, Albagrana? - escupió entonces Theod Samuelson. Su voz era suave, silbante, parecida al siseo de un reptil, y también muy fría. En las sombras confusas de la noche, los ojos de Theod parecían dos ascuas de carbón negro.

- No, mi Señor Capitán - replicó el elfo, casi en un tono reverente - Pero alguien tiene que serlo. En marcha.

Diciendo esto, Rodrith se echó el mandoble a la espalda y comenzó a caminar tras las casas derruídas, de regreso a la capilla. Ivaine suspiró con alivio, y no fue la primera persona que le siguió, ni tampoco la última. Se volvió un instante para mirar a su hermanastro. Éste aún se quedó unos segundos mirando hacia la oscuridad, antes de girarse y acompañarles, con una sonrisa amarga y una risa casi inaudible, tan seca como el polvo, que sólo Ivaine escuchó.

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