viernes, 21 de enero de 2011

XXXVI - Theod: Danza macabra - Acto II: Preludio desesperado

El Capitán Theod Samuelson jamás hubiera esperado tener encuentros felices en aquel terrible lugar, las Tierras de la Peste. Había acudido allí a combatir, a tener encuentros desgraciados con criaturas que morirían a sus manos. Quizá a morir, como sucedía con frecuencia, y a confiar en la habilidad de sus compañeros para que le incineraran antes de que pudieran levantarle con las artes de la nigromancia y pasara a engrosar las filas de la Plaga.

Y sin embargo, después de unos días en el campamento de la Capilla, había recibido un mensaje de su hermano. Ni más ni menos. Con el corazón en un puño y las armas a la espalda, ahora cabalgaba hacia la cueva infame en la que Alaster le había citado, preguntándose, con un punto de inquietud, cómo había hecho su querido hermano menor para atravesar aquellas tierras infectas y el por qué de tan peculiar lugar de encuentro.

Llevaba la carta doblada en una mano, el escudo a la espalda y la espada desenvainada en la otra mano. Albor cabalgaba al paso, lentamente, por las vías seguras trazadas por el Alba Argenta, donde aún había centinelas aquí y allá y los engendros del Azote no se atrevían a aproximarse demasiado. El sol se ponía, y el peligro de aquel viaje, breve pero mortal, convertía la travesía en una insensatez propia de un idiota o un suicida. Theod era consciente. Sin embargo, no podía dejar de acudir a la cita, porque la sangre le llamaba y tras los duros golpes que había sufrido su corazón, en poco podía confiar más que en la sangre, y no le quedaban demasiadas cosas a las que llamar valiosas, demasiados sentimientos puros a los que aferrarse.

Ivaine, el amor cálido y puro que había sentido por ella, se había convertido en un cuchillo que solo le hería, se había disuelto en las aguas burbujeantes de la posesividad no consumada, de la envidia y los celos, que le corroían lentamente, día a día, por mucho que Theod intentara combatirlos. La leal camaradería que había mantenido con Rodrith, la amistad y el mutuo afecto, habían quedado sepultados bajo el despecho y el sentimiento de rechazo. Si bien seguía tratando a ambos con la mayor naturalidad posible, era como si se hubieran abierto abismos insalvables entre ellos. Asi pues, las únicas dos personas en la División en quienes había podido apoyarse un día, ya no estaban a su alcance, y nada le provocaban mas que dolor y sufrimiento. En aquella caída en picado en la soledad y el malestar, en aquel entorno en el que se sentía cada día más inseguro, mas reemplazable y más amenazado por caracteres más fuertes o carismáticos, la carta de su hermano citándole para pedirle ayuda le parecía un bote salvavidas.

No veía a Alaster desde que eran pequeños. Su padre le había enviado siendo muy niño a los Páramos, bajo la tutela de un pintor, para desarrollar su sobresaliente talento artístico. Desde entonces, las cartas de Alaster eran breves y dirigidas a toda la familia, y un día dejaron simplemente de llegar... y si lo hacían, su padre no decía nada. Pero le quería. Adoraba a su hermano, y su hermano le adoraba a él. Prueba de ello era que Theod conservaba todos y cada uno de los dibujos que Alaster le había regalado siendo pequeños, y los que más tarde le había remitido como regalos de cumpleaños.

Albor resopló al llegar a las cercanías del Claro Ponzoñoso. Theod se echó la caperuza sobre el rostro y dejó a la fiel montura aparte, atada al último estandarte del Alba. Se sacó una de las reliquias que llevaba prendidas a los brazales y la enganchó a las bridas del corcel, palmeándole el rostro y mirándole a los ojos.

- Espérame aquí, mi buen amigo - le susurró - el estandarte te guarda, y al cuello llevas una reliquia sagrada. La Plaga no se atreverá a acercarse a tí. Espérame.

La noble bestia sacudió la cabeza y frotó el morro contra la mano de su señor, que se alejó, embozado y silencioso. Theod se escurrió entre los matorrales y se encaramó a las rocas, trepando las colinas, atento alrededor. No atravesaría aquella vasta extensión infestada de no-muertos para llegar a la cueva. Bordearía la zona sin ser visto y descendería justo sobre la boca oscura. La luz pálida de las estrellas ya asomaba entre la bruma amarillenta de las tierras plagadas, el sol, una lágrima roja y líquida, se desdibujaba tras un horizonte sucio. Theod echó un vistazo a la carta de Alaster y examinó el pequeño mapa que había trazado para él, justo antes de que el sol se pusiera del todo y finalmente.

¿Qué lleva a un hombre a internarse en la boca del lobo, sobre grandes peligros, para acudir a un encuentro que se presiente desgraciado? ¿Quién cita al hermano en cuevas más allá de hordas de no muertos alzados? ¿Donde estaba la cordura o la lógica de Theod Samuelson en aquel día aciago? Si fueron la inocencia o la desesperación por hallar algo que aún le sirviera de asidero lo que le guiaron a emprender tal camino, nadie lo supo nunca. Si fue el amor hacia su hermano o el pensamiento de que pudiera estar en peligro, ni siquiera él llegó a analizarlo. Theod sólo siguió la llamada de su sangre, ciegamente, sin valorar ni contemplar posibilidades. Fue llamado, y acudió, como un hermano leal hace, como un hombre justo, como un soldado fiel.

Y así, con aquella llamada en el corazón, con aquel deseo de ver a Alaster de nuevo iluminándole como una llama, Theod cruzó las colinas oculto bajo su manto, se fundió en la oscuridad cuando la noche se tendió como un edredón de tinieblas sobre el cielo envenenado y se movió con rapidez y agilidad hacia su meta. Las criaturas de la Plaga, olisqueando el aire, si captaron su presencia fueron incapaces de ubicarla.

De este modo, sin saberlo, el caballero Samuelson iba al encuentro de su destino, y a hacer que muchos otros también hallaran el suyo.

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