viernes, 28 de enero de 2011

XXX - Decisiones (II)

Al día siguiente, Ivaine se desenlazó de los brazos que la envolvían antes del amanecer. Se vistió en silencio y se quedó en un rincón de su tienda, mirando al sin'dorei dormido durante largo rato.

Hacía frío, era un alba gris y gélida, pintada de escarcha. A través de la lona blanca de la tienda, la penumbra se diluía suavemente en ese velo indeciso y descolorido que precede al sol rompiente. En esa luz equívoca, los rasgos del elfo se dibujaban como las formas de una escultura antigua insuflada de vida. Dormía con el ceño fruncido, los cabellos de oro gastado cayéndole sobre el rostro como una cortina de hilos finos y lacios y la piel bruñida contrastando con las sábanas blancas que le cubrían a medias. Ivaine estudió, como hacía en las escasas ocasiones en las que tenía oportunidad de mirarle así, los rasgos de su semblante. Conocido y familiar, pero al que nunca se acostumbraba. Cada vez descubría matices nuevos en la nariz recta y aristocrática, en los pómulos marcados y los huesos de la mandíbula, que resaltaban en sombras y relieves bajo la piel broncínea. Podría reseguir las líneas una y otra vez, dibujarlas en su imaginación y con sus dedos, y siempre hallaría una belleza antes desconocida en aquella curva, en ese ángulo, en aquel tacto. Era la belleza etérea y viril de una criatura excepcional, de un elfo antiguo de piedra y ríos, lleno de magia y misterio, de una criatura alta y lejana, que no estaba a su alcance. Y aun sin estarlo, la estaba alcanzando. Sonrió, abrazándose las rodillas y recibiendo otra oleada de súbita ternura.

Se había acostumbrado poco a poco a aquellos sentimientos cálidos que había rechazado durante tanto tiempo. Le había costado lo suyo darse cuenta de que no socavaban su dominio de sí misma - ya que no le quedaba demasiado, si es que algún día lo había tenido - y de que no la debilitaban ni la volvían más frágil o menos rotunda. Habitaban en ella y la llenaban de vitalidad de un modo en que nada más lo hacía. Ahora podía aceptarlos sin dramatismo, y se sentía casi cómoda con ellos. Siempre, esa sensación dulce y tibia como la que ahora la envolvía, iba acompañada de un matiz triste y nostálgico. En este caso, lo saboreó, conociendo su procedencia.

En su cabeza pelirroja y despeinada no dejaban de revolotear las palabras que él había pronunciado la noche anterior, antes de marcharse. "Si no lo entendéis, es que no sentís lo que esta División significa de la misma manera que yo lo siento", había dicho. Aquellas palabras habían golpeado a todos los presentes, Ivaine era bien consciente. Cuando siguió a Rodrith hasta su tienda, no hablaron más de eso. No hablaron más de nada, hubo consuelo y alivio, hubo altas llamas elevándose hasta el firmamento y luego el sueño plácido y el perfume de la pasión. Sin embargo, esas palabras no la abandonaron.

Sentir lo que la División significaba. Por todos los dioses, claro que lo sentía, en el fondo del alma. Y estaba segura de que todos lo sentían igual. Podía saberlo, qué demonios, es que no podía ser de otra manera. Hasta aquella noche, no se había dado cuenta de que para Rodrith, la división y sus gentes era más que importante, era vital. Lanzándole una última mirada, se escurrió, silenciosa, fuera de la tienda.

Regresó, minutos más tarde, con el corazón alegre y un nerviosismo solemne recorriéndole la columna vertebral. Levantó la lona, se arrodilló frente al sin'dorei y le pasó los dedos sobre el cabello, inclinándose para despertarle con suavidad. Los ojos claros se abrieron al cabo de un instante y un gruñido, como un ronroneo, vibró en su garganta.

Maldito fuera. Era hermoso.

- Tengo que preguntarte algo - dijo ella en un susurro.

El sin'dorei aún no había puesto los dos pies en la realidad. Se rascó la cabeza, revolviéndose todo el pelo e incorporándose sobre un codo.

- Belore... ¿Ahora? Que sea fácil.
- ¿Por qué viniste al Alba Argenta, Albagrana?

El corazón le latía muy deprisa en el pecho. No entendía por qué estaba tan emocionada, pero lo estaba.

- Buscaba a mi maestro - respondió el elfo, buscando a tientas su ropa. La sábana se le había caído hasta la cintura - Os he hablado de él... de hecho os he preguntado por él alguna vez. Seltarian Lanzasolar. Al parecer, nadie sabe nada, aunque me consta que se unió al Alba Argenta.

- ¿Y por qué te quedaste? No le has encontrado.

- Encontré otras cosas - dijo él, sencillamente, metiéndose las mangas de la camisa y sacándoselas al darse cuenta de que se la estaba poniendo al revés. Ivaine reprimió una sonrisa.

- Cuando te vistas, ven al cementerio. Delante de la cripta.

- ¿Vas a llevarme a otra conspiración? Hoy no tengo ganas.

- Tú ven.

Ivaine abandonó la tienda de nuevo, salió al frío de la mañana y se arrebujó en la capa. Tomó el camino hacia la cripta con paso vivo, y volvió el rostro hacia el cielo cuando un halcón lo surcó, emitiendo un chillido lejano, antes de perderse rumbo a tierras más amables.

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El cielo se había despejado, como si quisiera estar a la altura de aquel momento. En el cementerio de la Capilla, las tumbas ya eran numerosas y muchas otras habrían de poblar aquel pequeño reducto de tierra parda. Frente a la cripta excavada en la roca, la División Octava se había reunido, con el tabardo y el uniforme. Rodrith fue el último en llegar. Ivaine jugueteaba con la daga, inquieta. Todos la estaban mirando, y ella contemplaba el camino, aguardando a Theod Samuelson.

- ¿Qué sucede? ¿Para qué estamos aquí? - dijo Boddli, con una mirada curiosa - Es hora de entrenar, no deberíamos...

- Calla - replicó Ivaine. El corazón le brincó en el pecho al ver llegar a Berth, apresuradamente.

El muchacho se reunió con ella. Le había crecido el pelo y ya no estaba gordo, su figura era más esbelta y fibrosa y su rostro menos infantil. Combatir plaga había convertido a Berth Lohengrin en algo más cercano al hombre que al niño. Sin embargo, sus ojos seguían siendo inocentes y piadosos, y brillaban con disgusto cuando habló en un susurro a Ivaine.

- El capitán dice que no vendrá. Que no quiere perder el tiempo en idioteces - murmuró.

Ivaine apretó los puños.

- Bueno, no importa. Ya lo haremos con él cuando esté de mejor humor - respondió.

Luego puso la mano en el hombro de Berth y miró a sus compañeros, que aguardaban con paciencia. Rodrith Albagrana la observaba con seriedad, como si esperase que hiciera alguna locura. Tomó aire y habló, dirigiéndose a sus camaradas e intentando no sonar... a Ivaine. Brusca y antipática. No le salió del todo bien, pero era lo más que podía dar. Además, estaba nerviosa.

- Escuchad, no se me dan bien los discursos, ¿vale? - carraspeó, para no gruñir - Os he llamado porque... bueno, vienen días muy duros. Y somos compañeros. Somos... más que compañeros.

Boddli miró de reojo a Helki el trol. El trol se encogió de hombros. Astafirme y Nocheclara contemplaban a la muchacha pelirroja con paciencia, intentando entender. Derlen Elickatos, al lado del sin'dorei, mantenía una media sonrisa y parecía saber exactamente lo que Ivaine pretendía. Pero ella empezó a sentir que no iba a ser capaz. SABÍA lo que quería decir. Pero las palabras no acudían. "Si no lo comprendéis, es que no sentís lo que esta división significa de la misma manera que yo lo siento".

- Somos parte de algo muy bueno - soltó al fin, mirando al suelo. Luego alzó la vista con orgullo - Esta división, la Octava, no es como las demás. Nosotros no somos grandes guerreros. Nadie tenía fe en que sobreviviríamos al principio, ¿os acordáis? Porque éramos unos patanes.

Se escuchó alguna risa velada y las sonrisas asomaron a todos los labios.

- Seguimos sin ser grandes guerreros, la verdad... creo que cualquiera de la Capilla podría darnos una paliza. Nos apañamos, y damos lo mejor de nosotros, pero somos tipos normales... - desvió la mirada hacia Albagrana unos segundos - al menos casi todos. Pero tenemos algo grande. Confiamos en los demás... y... creo que todos hemos crecido mucho. Yo lo he hecho, gracias a Berth, a Shalia, a Boddli, a todos. Vienen días muy duros. Hicimos juramentos de lealtad y todas esas cosas, pero os he llamado hoy para que hagamos una promesa. No al Alba Argenta ni a la Luz ni a la madre que los parió. A nosotros.

Tragó saliva. No se le daban bien los discursos, demonios, y no estaba segura de estar expresando bien aquello que quería decir. Sin embargo, siguió adelante, tenaz y cabezota. No cerraría la boca hasta que no estuviera satisfecha.

- Llamaron a las armas en la Capilla porque hay una amenaza en el Bosque de la Plaga, una ciudadela flotante, horrible, desde la cual Kel'thuzad controla a las tropas del Azote. Se llama Naxxramas - dijo, frunciendo el ceño - Todos lo escuchamos al llegar aquí, y muchas veces, con algunas cervezas de más, nos hemos jactado de que le daríamos muerte al Lich.

>> Pues hagamos una promesa: No nos daremos la espalda ni nos dejaremos atrás. No nos separaremos ni nos abandonaremos, al menos hasta que hayamos entrado a esa Ciudadela asquerosa y hayamos salido victoriosos o con los pies por delante. Al menos hasta que Naxxramas ya no exista, y si es por nuestra mano, mejor que mejor. Hagamos esa promesa. Yo la haré, porque no quiero ir ahí sin vosotros. No quiero ir a ninguna batalla sin vosotros... eso significa para mí esta División, y así la siento. Aunque no os soporte... no quiero estar sin vosotros en la guerra.

Les encaró, casi desafiante, y se pasó el filo del cuchillo por la palma de la mano, dejando caer la sangre al suelo mientras se sentía a la vez ridícula y estúpida, expuesta y vulnerable una vez más. Pero no encontró burla ni perplejidad en los rostros de sus compañeros, sino una reverencia grave y una emoción profunda brillando en sus miradas. En todas ellas.

La tierra seca se bebió las gotas rojas. Y al cabo de unos segundos de silencio sepulcral, Boddli Korr se adelantó en rápidas zancadas, tomó el puñal de su mano y se sacó el guante, haciéndose un corte a su vez y apretando el puño para derramar su parte.

- Desde luego que es una promesa que merece la pena hacer. También así lo siento yo - dijo el enano, asintiendo con vehemencia - A ninguna batalla sin vosotros, hermanos. Siempre juntos.

Berth le siguió, y después Shalia, con una suave sonrisa. Uno por uno, todos los miembros de la División Octava, salvo el capitán Theod Samuelson, se sumaron a aquella promesa grave y solemne que se rubricaba con sangre. Y cuando Albagrana cerró los dedos sobre la hoja plateada en último lugar, serio y solemne, sus ojos estaban llenos de orgullo y de esperanza, una esperanza luminosa e intensa que le hacía brillar de alguna manera. Y cuando le devolvió el puñal ensangrentado a Ivaine, aquella mirada cayó sobre ella como un torrente de luz estelar, como si todos los astros la estuvieran amando en ese momento, haciéndola temblar.

- Aman Carandil... hantale

Su voz en un susurro se clavó como una lanza en su alma, las antiguas palabras conmovieron su corazón de nuevo, otra vez, con violentas emociones encontradas. Bendita seas, gracias. Tragó saliva, inclinando la cabeza con suavidad.

- Gelir na thaed - respondió a su vez. Sonrió fugazmente.

"La esperanza es un regalo difícil de encontrar, pero muy fácil de dar", pensó entonces, y le dio la impresión de que aquellas palabras no eran suyas, sino que provenían de alguna parte antigua y esencial de su corazón que no había conocido aún.

El halcón volvió a surcar el firmamento. Y las nubes, que se habían retirado, volvieron a cerrarse en una bóveda oscura y densa.

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