viernes, 28 de enero de 2011

XXXI - El Cruce de Corin (I)

Una semana más tarde, despertó un amanecer rojo como sangre. El halcón del firmamento había estado sobrevolando los cielos durante aquellos días, lanzando su agudo chillido de cuando en cuando mientras su silueta negra se deslizaba en círculos sobre el campamento de la Capilla, como una flecha negra. Aquella mañana, sin embargo, no se escuchó al ave ni se vio la sombra de sus alas en las nubes. El aire era pesado y denso, la niebla había engordado y hacía un frío sucio, que lamía los huesos por dentro y se enroscaba como un gusano en los tobillos, en los pies y en las puntas de los dedos.

Ivaine estaba ajustándose el plaquín al pecho y cerrándose las hebillas de los guantes, con el escudo y la espada a mano, cuando escuchó el cuerno que llamaba a formación. Sin dejarse amedrentar por el mal tiempo y las apretadas nubes, avanzó hacia el frente de la Capilla, donde ya los soldados se disponían junto a sus capitanes. Berth pasó corriendo a su lado, dedicándole una sonrisa.

- Buenos días, Harren.

- Que lo sean, Berth - repuso ella, sonriéndole a medias también.

Borró el gesto cuando su hermanastro se unió a su caminar, estirándose el tabardo sobre el pecho y con la cabellera castaña recogida en la nuca. Le miró de reojo. Parecía tranquilo y sosegado, más que en muchos días, y aquello la reconfortó.

- Es una llamada de alarma - dijo Theod, apretando el paso - algo no debe ir bien. Apresurémonos.

En pocos minutos, todos los soldados estaban reunidos frente a los estandartes. Las cimeras plateadas y las empuñaduras de las espadas veían ahogado su brillo a causa de la neblina insistente, que parecía engullir las voces y los sonidos alrededor, destiñendo los muros de la capilla y envolviendo el edificio en un velo fantasmagórico. Si el viejo templo, ya de por sí, había visto días mejores, en aquel ambiente tétrico difícilmente se podía creer que albergara alguna luz o la más mínima esperanza, aun a pesar de su nombre. En la lejanía se recortaban de cuando en cuando la silueta de un murciélago entre las formas retorcidas de los árboles. Un clarín sonó y se hizo el silencio. Maxwell Tyrosus apareció sobre las escaleras de entrada a la iglesia, y capitanes y soldados saludaron al unísono.

Ivaine se llevó la mano al pecho con firmeza, embutida en su fila. A la derecha, Berth miraba al frente, serio. A su izquierda, Rodrith Albagrana mantenía la mirada fija en el Señor del Baluarte.

- Capitanes, soldados - la voz de lord Maxwell se alzó por encima de la sorda niebla y pareció romperla por un momento - Stratholme se ha movilizado. Los rastrillos se han abierto, y nuestros exploradores indican que una fuerza de no-muertos se aproxima desde el noroeste. Nuestros vigías de la Torre de la Corona y la Torre del Escudo de la Luz se han replegado al avistar movimientos también en las colinas cercanas. Es momento de presentar batalla y defender cada onza de tierra.

Los capitanes se golpearon el pecho y se escuchó un "salve" algo apagado. Ivaine tragó saliva. Las escaramuzas que habían tenido hasta el momento con la Plaga habían sido duras. Esto parecía aún más serio. Maxwell Tyrosus siguió hablando.

- Hay aquí seis divisiones completas. No podemos dejar la Capilla sin defensa, por lo que enviaremos tres hacia las torres del Norte y el Este. Si conseguimos cortarles el paso en los puentes, mejor que mejor. Allí los artilleros y el fuego harán su trabajo. - Tres capitanes se adelantaron. Ivaine les miró, poniéndose de puntillas y echando un vistazo entre las cabezas y los hombros. - Otras dos quedarán guardando nuestras posiciones en Cejifrente y la torre del Escudo de la Luz. Una última se aproximará al Cruce de Corin para mantener vigilancia y abrir paso a nuestras tropas de la torre del Escudo si deben retroceder. Quedar atrapados entre la Plaga de las colinas y la del Cruce sería fatal.

Cuando el Señor del Baluarte dijo esto último, Theod Samuelson dio un paso adelante. A Ivaine le brincó el corazón en el pecho. "Asi que esa es nuestra misión. El Cruce de Corin". Tomó aire, que le sabía viciado y empalagoso en el paladar. Se preguntó, por un momento, cómo debía sentirse su hermanastro al tener que guiarles a una batalla que, por lo que parecía, era más importante que los encuentros defensivos o de limpieza que habían tenido hasta ahora. "No debe ser fácil", pensó.

- Las ordenanzas están repartidas. Los destinos, decididos - dijo entonces el Comandante Metz. Era, sin lugar a dudas, la persona perfecta para hacerse oir en cualquier circunstancia - ¡Divisiones tercera, cuarta y sexta, Torres norte y este! ¡División quinta, Cejifrente! ¡División séptima, Torre del Escudo! ¡División Octava, Cruce de Corin!

Los cuernos sonaron. De las caballerizas, los mozos sacaron corceles ensillados, con el estribo y las riendas y las gualdrapas grises, plateadas, blancas y doradas del Alba Argenta. Los corceles eran uno de los tesoros mejor guardados en la Capilla, un bien precioso que se utilizaba solamente en casos en los que la premura era vital. Fueron repartidos mientras las unidades se disponían para salir y los soldados recogían sus pertenencias de última hora: víveres, piedras de afilar o flechas para el carcaj.

Ivaine, que llevaba el gran escudo a la espalda, la espada al cinto y el yelmo bajo el brazo, se quedó en su puesto. Se apartó cuando trajeron de las riendas a dos corceles algo nerviosos, de pelaje gris y profundos ojos brillantes. Le tendieron las riendas a Theod Samuelson, que las cogió con gesto inquisitivo.

- La más grande es Elazel, es un caballo de guerra. Yegua, en este caso. El otro, Torbellino, es menos fuerte pero más rápido - dijo el mozo - Podéis usarlo para traer mensajes. Cuidad bien a estas bestias, otros las necesitarán si caéis.

Theod asintió, tendiéndole las riendas de uno de ellos a Rodrith y encaramándose al estribo de Elazel. El corcel se encabritó, coceó y pateó el suelo. Theod intentó apaciguarla, pero sus caricias y sus gestos seguros pero tranquilos parecían tener el efecto contrario en la yegua, que relinchó y se levantó sobre dos patas como si estuvieran azotándola. Soltando una maldición entre dientes, el Capitán desmontó y subió agilmente al otro caballo.

- No tengo tiempo de domar una fiera ahora - espetó con aire digno, volviéndose hacia Rodrith - Tú tienes más experiencia en montar yeguas hostiles, úsala tú, si es que te deja. Cuando estéis listos, en el camino.

Ivaine parpadeó, atónita al principio, mientras Theod se alejaba sobre el caballo gris claro. Albagrana, que había cogido las riendas de Elazel, frunció el ceño y un relámpago de furia le cruzó la mirada.

- ¿Ha dicho lo que creo que ha dicho? - murmuró ella, apretando los dedos sobre la empuñadura.

- Hoy se ha levantado con el pie izquierdo. - Rodrith escupió al suelo, palmeó el cuello de su montura y se encaramó sin problemas. Elazel resopló, caracoleó y se mostró inquieta, pero no tanto como con Theod. Ivaine sonrió a medias. - Aguardemos a los demás antes de unirnos al Capitán en el camino.

La muchacha asintió, bajándose la visera del yelmo. Plantó bien los pies sobre la tierra y se preparó mentalmente para la marcha y el combate. Cuando levantó la mirada hacia el cielo, echó de menos el saludo de aquel halcón peregrino al que se había acostumbrado en los últimos días. Allí arriba sólo había nubes macilentas, abigarradas y apretadas unas contra otras.

Bajó la mirada y vio relumbrar las puntas de las lanzas bajo un rayo de sol esquivo. Las largas filas de soldados comenzaban a abandonar el área de la Capilla, con las capas ondeando a la espalda y los capitanes y lugartenientes a caballo, encabezando las comitivas. Los cuernos sonaban una sola vez, como una despedida resonante. Los estandartes negros ondeaban entre la niebla, y el paso de las botas metálicas de los Defensores Argenta resonó en los claros yermos de las Tierras del Este.

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