sábado, 22 de enero de 2011

XXVII - Theod: Danza Macabra - Acto II: Vals diabólico

Si fue la fortuna o el destino, no se ha decidido aún. Pero Theod Samuelson no fue detenido por ninguna mano enemiga ni descubierto por ninguna criatura del Azote. Nadie advirtió su presencia, y llegó a la caverna oculta.

Se descolgó hacia la entrada de la gruta, silencioso y oscuro como una sombra. Mirando tras de sí y alrededor, se internó en la negrura, con el pálpito cadencioso en el pecho, semejante a un tambor. No le habían visto, pero el miedo a ser descubierto por los engendros no-muertos era un soplo frío en su nuca. Allí, en la oscura caverna, un extraño olor acre y dulzón flotaba en el ambiente, contrastando con la peste a putrefacción de las tierras marchitas. El viento ululaba entre las rocas, y de alguna parte difícil todavía de definir, surgía un cálido resplandor rojizo.

Caminando con ligereza, se internó en la gruta, a oscuras. Respiraba lentamente, intentando convertir en inaudible el soplo de su aliento. Tanteando la pared con una mano, la espada en la otra, recorrió con pasos veloces el túnel de tinieblas, buscando el origen de aquel tenue, muy tenue brillo carmesí. Finalmente, tras haber caminado unos minutos, halló una grieta entreabierta en la pared. "¿Es acaso una puerta?"
- Alaster - se atrevió a llamar en un susurro.

El silencio sepulcral le respondió.

Sin ceder a la incertidumbre, Theod recorrió el contorno de aquella grieta con los dedos y finalmente, ayudándose con la espada, deslizó la piedra suelta. Era grande, del tamaño de una puerta de buhardilla, pero apenas hizo ruido al deslizarse, y el brillo suave y anaranjado se hizo más intenso. Procedía, definitivamente, de aquel corredor oculto. Y se internó en él, inclinado y con la espada por delante, pensando en Alaster, buscándole con la mirada mientras sus pasos avanzaban por un pasillo de roca viva que iba ensanchándose poco a poco.

Algunas antorchas ardían en las paredes. Ni un alma se cruzó con él. Pero en la piedra oscura del corredor, extraños dibujos de vivos colores atraían su atención y le hacían cerrar más los dedos sobre la empuñadura, tragar saliva e intentar no prestar atención al propio latir de su corazón. El olor almizclado se había vuelto más intenso y profundo, ahora parecía exudar de las mismas paredes, manar de los pigmentos de aquellos curiosos frescos que representaban figuras danzantes. "¿Qué lugar es este?", se preguntó, genuinamente sorprendido por lo que se mostraba a sus ojos. "Nunca vi que la plaga empuñara un pincel, y desde luego, esto no es obra de nigromantes. ¿De qué se trata, y por qué mi hermano me ha llamado aquí?"

No tuvo tiempo de hacerse más preguntas. Había escuchado una voz suave al fondo del túnel, una voz que creía conocer pese a no haberla escuchado en años. Su pulso se aceleró y echó a correr antes de darse cuenta.

- ¡Alaster!

Imprudente o no, gritó su nombre con alegría. Y no pudo menos que sentir un gran alivio al llegar al último recodo y encontrar a su hermano.

Alaster no sonreía. Sus ojos oscuros parecían tristes, bajo ellos se dibujaban ojeras grises y profundas, su rostro era enjuto y flaco y parecía consumido. Y sus ropajes negros estaban carcomidos por el polvo, que también se prendía a sus cabellos de rizos despeinados. Sin apercibirse de esto, Theod se lanzó hacia él y le estrechó en sus brazos, tan grande era su alegría y su tranquilidad al encontrarle a salvo allí.

- Alaster, ¿Qué sucede? Tu carta es críptica y... hueles de un modo extraño - dijo precipitadamente, al alejarse de él - Tu ropa está muy sucia. Y pareces famélico. ¿Qué te ha sucedido?
- Ah... - murmuró Alaster, como si no esperase aquellas preguntas o no supiera qué decir - Bueno, el viaje fue duro. Pero estoy bien, no debes preocuparte, hermano.

Theod frunció el ceño, pero asintió. Alaster le esquivaba la mirada. "Me oculta algo".

- No conocía este lugar. ¿Has hecho tú estas pinturas? - dijo, señalando el dibujo del fondo de la pared.
En él, una mujer de aspecto bellísimo se retorcía, sujetándose los cabellos, y miraba a los dos hermanos con ojos verdes y brillantes. El pelo rojo serpenteaba sobre sus hombros blancos, su cuerpo voluptuoso pintado en la roca parecía necesitar de dedos que lo tocaran. Delante sólo había una losa de piedra en la que ardía una varilla de incienso y reposaba un cristal púrpura.

- Esta sí - admitió Alaster con voz átona - Llevo algunos días aquí... pensando si llamarte o no.
- ¿Pensándolo? Hermano, pero... ¿Qué hay que pensar? - replicó Theod, dándose la vuelta para volver a mirarle.

Al hacerlo, se dio cuenta de que su visión se emborronaba. La espada le pesaba en los dedos y le costaba enfocar la imagen de Alaster, que pronto se dobló y se triplicó, se rompió en una vidriera fracturada y por último se desvaneció en una bruma oscura y densa.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 

Cuando despertó, Theod ya sabía que aquello había sido un gran error. No necesitó entender las extrañas palabras que su hermano pronunciaba. No necesitó que él le devolviera la mirada desesperada. Atado sobre la piedra, semidesnudo, bajo la luz de las antorchas y mareado con el olor del incienso, le bastó ver el puñal entre las manos de Alaster y la bruma rojiza y sonriente, los ojos verdes como gemas de jade del demonio, que jugaba con sus velos alrededor de ambos.

Las lágrimas rompieron y el nudo se cerró en su garganta. Su propio hermano. Trató de pronunciar su nombre a través de la mordaza.

- ¡Elefhte! - aquello fue todo cuanto pudo exclamar - ¡Elefhte!

La mujer demonio de ojos verdes rió y le puso un dedo en la nariz. Su aroma le inundó los sentidos, mientras el miedo le anegaba el corazón.

- Relájate, mi precioso caballero - le susurró ella, toda dulzura y seducción - Reza tus oraciones de paladín.

Con los dedos blancos recogió sus lágrimas, se llevó las yemas a los labios y las paladeó con deleite que no se molestó en disimular. Se envolvió en los velos y observó a Alaster mientras él completaba las palabras de aquel terrible rito.
- ...por mi mano te entrego lo más amado... - murmuró la voz trémula de Alaster. El sudor le corría por la frente y en su mirada había una angustia y una desesperación muy hondas, tanto que hasta Theod tuvo espacio para la compasión entre los jirones de su propio pánico - Con sangre de mi sangre, te reclamo a mi lado.

La mujer sonrió. Alaster miró a Theod y sus nudillos se pusieron blancos. Levantó el puñal.

- ¡Aina!

No vio el fogonazo. Desolado, sintiéndose ya muerto, Theod había cerrado los ojos. Temblando de pies a cabeza, sólo sus oídos recogieron los sonidos de lo que tuvo lugar a su alrededor. Aquella voz de bronce que invocaba la Luz Sagrada, los metales chocando. El aullido de la mujer y el estertor de su hermano, su peso sobre su cuerpo, la sangre manchándole los labios, su propia sangre, la de él, que también era suya.

Minutos después, cuando consiguió reaccionar y sus párpados se despegaron, sus ojos se encontraron con la mirada de Rodrith Albagrana, que le zarandeaba y le apartaba los cabellos de las mejillas.

- Theod. Theod. ¿Estás bien?

La voz de bronce, como una campana cálida y suave que vibraba de preocupación. Los ojos azules, grises, quizá verdes, conmovidos y alterados. Y en aquel momento, le odió. Odió su compasión, su lealtad, odió su fuerza, odió estar en sus brazos, odió haber mostrado así su fragilidad ante él. Sabiéndose arrasado, sabiéndose destrozado, le odió a él mas que nunca, pues jamás, jamás podría llegar ya a rozar sus hombros o a alcanzar ni de lejos su altura. Él era el amado. Theod, el traicionado. Él era el salvador. Theod, el cazado. Él era el primero, y Theod siempre sería, como mucho, el segundo. En aquel momento, lo que quedaba de la frágil amistad, se quebró y se empañó con el humo negro de la última derrota de Theod Samuelson, quien poniéndose en pie empujó lejos de sí a su lugarteniente, tomó su espada y arrastró el cadáver de su hermano Alaster.

No escuchó los gritos de Rodrith, ni de los que habían venido con él, mientras se dirigía a la boca de la gruta. Allí, arrojó el cadáver de su hermano a los no-muertos para entretenerles mientras escapaba por las colinas, con un agujero humeante en el lugar en el que había tenido el corazón y la semilla de un odio negro hundida profundamente, germinando en las cenizas de su mente y de su alma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario