viernes, 28 de enero de 2011

XXXII - El Cruce de Corin (II)

Antaño, aquel había sido un lugar verde y cálido, un reposo para los pies del caminante y las pezuñas del corcel. La aldea se había alzado como un pequeño remanso de paz entre los bosques y las estribaciones de los ríos claros, sobre un lecho de pasto tierno y con calles empedradas. Era un pueblo pequeño que vivía del comercio dada su posición privilegiada, justo antes del cruce de caminos que se desviaban hacia el Norte, a la próspera Stratholme, hacia el este y hacia el sureste, a la Mano de Tyr, Bastión de la Mano de Plata.

Nathaniel Matthew administraba una posta en la aldea, y además del tabernero era el alcalde. En "El gallo rojo" se servía la mayor variedad de cervezas a este lado del Thorondril, y la carne de venado con frutos del bosque era la especialidad del local. En el Ayuntamiento se conservaban, además de los libros de cuentas, comercio y sentencias, multitud de registros históricos sobre los movimientos y asentamientos en aquella parte del reino de Lordaeron desde tiempos de su fundación. En la plaza, alrededor de la fuente de piedra y mármol, las muchachas se sentaban a bordar y sonreían a los mozos de labranza cuando iban y venían de las granjas.

El Cruce de Corin había sido en otro tiempo un lugar rebosante de vida. Al llegar a sus inmediaciones, tras tres horas de marcha casi a la carrera, la División Octava descubrió que, lamentablemente, seguía siéndolo, pero en este caso de una vida que no debía ser. Theod iba al paso junto a sus hombres, montado en el corcel que le habían dado en la Capilla, altivo y sereno en apariencia. Rodrith, que se había adelantado, regresó al galope sobre la yegua briosa, desmontó de un salto y negó con la cabeza.

- Es un hervidero. Hay abominaciones con cadenas y ganchos en todo el perímetro - informó, mirando al capitán - Necrófagos, guardias esqueléticos y banshees. Pero he visto otras cosas. Sombras informes y cultores en los callejones apartados, hombres altos vestidos de negro que pasean por las calles, entre las criaturas del Azote, sin que ellas les hagan ningún daño.

- El Culto de los Malditos - gruñó Theod - Seguro que esos nigromantes invocan espíritus malignos y hacen alzarse los huesos. Deberíamos intentar limpiar un poco la zona.

Rodrith negó con la cabeza. Su semblante era serio.

- Están demasiado concentrados. El único acceso posible es siguiendo este camino, y ellos podrían asaltarnos desde todos los rincones. Entrar en el asentamiento ahora, sin distracciones ni necesidad, es un riesgo innecesario.

Hubo un instante de silencio. Rodrith había desmontado. Ivaine permanecía al lado de Theod, con el escudo, la espada y el yelmo, observando el cruce de miradas. Desde lo alto de su corcel, el capitán observaba al elfo. Alrededor de ellos, el resto de los combatientes sólo esperaba una orden. El aire se detuvo y cayó como plomo pesado sobre sus hombros. A poca distancia, la figura infame de una abominación con las vísceras al aire, se recortó entre la bruma parda. Finalmente, el capitán asintió.

- Bien. Aguardaremos apostados detrás de aquel establo. La zona parece despejada, y desde allí tendremos visibilidad, podremos vigilar el Cruce.

Ivaine reprimió el suspiro de alivio. Caminaron en silencio hasta el edificio derruido, y ataron los caballos a una viga caída. Con la espalda pegada a la pared, se dispusieron a aguardar.

La brisa templada llevaba los aromas infectos de la putrefacción, les golpeaba los rostros. De cuando en cuando, se escuchaba el gorgoteo de la bilis en los estómagos de aquellas moles de carne que vigilaban el entorno. Berth estaba pálido y sus ojos miraban la silueta difusa de una de ellas, muy abiertos y con un reflejo de terror. Ivaine le puso la mano en el hombro.

- Eh - susurró - no te preocupes.

- Son enormes - respondió el chico. Ella le observaba entre las rendijas de la celada, con la sensación de que todos a los que miraba estaban atrapados en jaulas. - Y eso que llevan es...

- Tranquilo. Si tenemos que vérnoslas con ellos, yo iré delante - insistió la muchacha - Les meteré el escudo por el culo.

El chico sonrió un poco y volvió a permanecer callado. Los segundos se arrastraron. Los minutos pasaron, y la mañana dio paso a la tarde. Los soldados cambiaban el peso de pie, algunos habían bajado la guardia y permanecían con la espalda pegada al muro. Rodrith parecía una estatua. Se había apostado tras un muro derrumbado y sus ojos permanecían fijos en la aldea más allá. Astafirme y Shalia se escurrían de vez en cuando por las esquinas del establo, adoptando la forma de felinos sigilosos y se asomaban para atisbar los movimientos de los enemigos.

- Parece que se repliegan hacia el Oeste - dijo Shalia, al regresar de uno de sus paseos de espionaje - creo que los cultores los están reuniendo allí con algún objetivo desconocido.

- ¿Quizá para un ataque? - preguntó el capitán.

- Es posible - repuso Astafirme - No podríamos concretarlo. El hecho es que toda la zona este ha sido desocupada. Han ido alejándose de allí lentamente, como en un goteo casi casual.

Samuelson esbozó una sonrisa y le brillaron los ojos un instante.

- Esto podría ser conveniente. Quizá podamos tomar la aldea y hacernos fuertes en ella. Eso despejaría el paso si la división de la Torre tiene que ceder terreno, y además quizá pudiéramos tomar la plaza definitivamente.

Ivaine arqueó la ceja. Miró rápidamente a Rodrith, pero el lugarteniente seguía en su puesto, a varios pasos de ellos, observando la lejanía.

- Theod, eso es una locura. Somos sólo quince y nuestras órdenes no son tomar ninguna plaza, sino cubrir una retirada en caso de que se de.

Su propia voz sonaba metálica y potente dentro del yelmo, se escuchaba, autoritaria y firme. Theod Samuelson, volviéndose hacia ella, se apartó los cabellos del hombro y le dedicó una mirada llena de fuego. En aquel momento, Ivaine se encontró preguntándose estúpidamente por qué motivo su hermanastro jamás había vuelto a usar yelmo desde que llegaran a Cuna del Invierno.

- Harren, a veces no hay que esperar a las órdenes, ni cumplirlas a rajatabla, ¿verdad? Como en el lago Kel'theril.

La joven frunció el ceño. Negó con la cabeza todo lo que le permitió la armadura, con un estremecimiento gélido en la espalda, de nuevo un soplo negro y fatídico que la alertaba y la avisaba de algo que no podía definir. La voz de su hermanastro era escurridiza y venenosa, traicionera, extraña y sombría. Todo él parecía macilento y ruinoso como aquella ciudad derrumbada que espiaban a lo lejos, excepto su mirada.

- Pero Capitán, no es...
- ¿Quien tiene un plan mejor? - Los ojos de Theod brillaban como ascuas negras de pupilas diminutas, cuando se acercó a ella y su voz se convirtió en un susurro de dientes apretados. Los demás les miraban, pero no podían escuchar sus palabras - Ah, tenéis un plan mejor, lo sé. Habéis estado confabulando cada noche, desde hace tiempo, a mis espaldas para llevarlo a cabo. ¿Cuando será, Ivaine? ¿Cuando me arrebataréis la insignia para ponérsela a él?

Algo no iba nada bien. La chica se removió, apartó la mano que se había cerrado como una garra firme sobre su hombrera y se sacudió, levantándose la celada de un tirón para atravesar a su hermanastro con la mirada carmesí.

- ¿De qué hablas? - respondió en el mismo tono bajo - Nadie va a quitarte nada. No estás en tus cabales, Theod, y ves enemigos donde sólo hay gente que te quiere.

El capitán sonrió y su mirada se fundió en una luz ajena y peligrosa, como el brillo de un puñal al desenvainarse. Un golpe de brisa, como el aliento fétido de un moribundo, les agitó los cabellos.

- No me hables de amor, Ivaine Harren - escupió, tensando la mandíbula, con el rostro contraído en una mueca de desprecio infinito - Ten algo de decencia, aléjate de mi y vete a seguir revolcándote en los rincones con el héroe del momento mientras puedas, pero no vengas a hablarme de amor con la lástima pintada en los ojos, mientras tramáis la manera de despojarme de todo aquello que pueda significar algo para mí. Traidores y bastardos, sólo eso sois. Tú has elegido ser la zorra de un quel'dorei, pero no me obligarás con tus chantajes a desdeñar aunque sea un solo instante de gloria en la batalla. Se acabó el ser vuestro bufón. Y se acabó el ser tu esclavo.

Los ojos de la muchacha se habían abierto desmesuradamente. Las palabras de su hermanastro habían llovido sobre ella como lanzas afiladas, saetas certeras impregnadas de ponzoña que la habían herido, a su pesar, despertando ira y rabia. Por eso, cuando el capitán se volvió precipitadamente y montó en el corcel de un salto, fue incapaz de reaccionar.

El aire se le había ahogado en la garganta. El escalofrío volvió a morderle, esta vez en la nuca, como un cepo. Y cuando al fin se precipitó hacia Torbellino para sujetar las riendas antes de que Theod Samuelson pudiera espolearlo, la cinta se escurrió entre sus dedos, mientras el corcel se precipitaba desde el escondite hacia el camino.

- No...- susurró - no...no, no, ¡No! ¡Rodrith!

Los soldados se agitaron. El sin'dorei se volvió y se detuvo unos pasos delante de la muchacha, con el mandoble en la mano. La división entera se cerró, haciendo piña, alrededor de ella, con la vista fija en la figura de su capitán, que se alejaba por el sendero, a lomos de la montura, directo hacia el Cruce.

- Se ha vuelto loco.
- Luz Sagrada, ¿va a suicidarse? ¿Qué le ocurre?
- Maldita sea - Rodrith rechinó los dientes, mirando a Elazel de soslayo.

Ivaine le atajó.

- Ni se te ocurra. No puedes abandonarnos. - le dijo, sentenciosa.

Los ojos del lugarteniente Albagrana brillaron intensamente.

- Ni nosotros abandonarle a ... - se detuvo, pasándose la mano por el rostro.

La decisión no era fácil. Berth y algunos más estaban mirando, aterrados, a las puertas de la aldea, donde Theod Samuelson se había detenido. Su corcel se alzó sobre las pezuñas y relinchó. Después, entró al galope entre las casas derruidas. Una abominación giró la cabeza y después volteó el grotesco cuerpo, dando el primer paso en su dirección.

- No puedo quedarme aquí - murmuró Boddli, con el ceño fruncido y el rostro transfigurado por el dolor. Su larga barba dorada estaba temblando - No puedo quedarme aqui, señor Albagrana. Lo siento pero...
- No seáis locos - intervino Derlen - esto no...
- ¿No veis que es la muerte?

Los soldados se enzarzaron en una discusión abierta, a media voz. Ivaine, en silencio, tenía los ojos fijos en la mirada luminosa del elfo. Podía ver en las líneas de su rostro y en su postura la tensión contenida. Era como si estuviera manteniendo en su interior una salvaje lucha, y las cuerdas que tiraban de él hubieran empezado a asfixiarle. No dejaba de lamerse los labios y volver la vista hacia la yegua gris, que pateaba el suelo de vez en cuando, impaciente, como si estuviera deseosa de que él hiciera lo que su corazón le decía.

Ivaine lo estaba notando de nuevo, ese soplo oscuro, esta vez mucho más intenso. Era la brisa de un destino funesto, que cada vez arreciaba más y se manifestaba con mayor claridad, haciéndola agarrotarse de miedo y asomar la mirada más allá, a un pozo de negrura, dolor y soledad que se abría delante de todos ellos. Por eso, en un último intento desesperado, alargó la mano y agarró la del sin'dorei. Cerró el guante de metal sobre su guante de cuero, en una presa crispada, mientras negaba con la cabeza.

- Rodrith, no - susurró, tragando saliva.

Le vio tomar aire. La melancolía asomando de nuevo a sus ojos, y le sintió claudicar por un momento.

Y entonces, antes de que pudiera abrigar ninguna esperanza, por encima de las voces quedas de los soldados de la Octava, se alzó el sonido del cuerno, penetrante, grave y claro como una llamada celestial. El Cuerno Argenta, cuya llamada no podía ser desatendida. El emblema de los capitanes, el que no podía hacerse sonar a menos que hubiera un grave peligro y una verdadera necesidad de auxilio. El Cuerno Argenta, que resonó con una nota tenida y se mantuvo largamente, mientras Ivaine apretaba los dientes y Rodrith cerraba los párpados, lívido y resignado.

"No, por favor...estamos perdidos"

- Al combate... - susurró el sin'dorei, apartando los ojos de ella, de Berth y de los demás. Boddli ya había echado a correr, y también Helki y Shalia, en auxilio de su capitán. Rodrith montó en Elazel, levantó la espada y su voz sonó entonces segura y firme - ¡Al combate, División Octava! ¡El Cuerno convoca a quien socorro presta! ¡No quede su llamada sin respuesta! ¡Erasus thar no darador!

Un grito unánime hizo eco de estas palabras. Ivaine volvió a bajarse la celada. Apretó los dedos en el escudo y la empuñadura, los alzó un instante y después echó a correr, al encuentro con la sombra y la tiniebla.

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