lunes, 19 de octubre de 2009

XX - Contradicción


Ivaine tenía la certeza de haber cometido el peor error de su vida. Oh, sí, lo sabía claramente en el fondo de su corazón. Y sabía que tenía que levantar la cabeza despeinada de aquel pecho cálido, desenlazar sus dedos de aquella mano áspera, sensible y ancha, decir adiós y largarse del refugio. Eso era exactamente lo que tenía que hacer. Pero la somnolencia le daba la excusa. También el brazo que la rodeaba, con dos dedos caminando sobre su espalda. “Y qué coño. Ya la he cagado, no hay forma de borrar lo que ha pasado. Pero al menos puedo disfrutar de mi equivocación hasta que no tenga más remedio que enfrentarme a ella.”, se dijo, acomodándose aún más encima de la piel caliente del soldado.

- Que quede claro – murmuró con voz perezosa – que esto no cambia nada. Sigo detestándote profundamente.

Con el rostro pegado a su piel, podía sentir perfectamente la vibración de la suave risa silenciosa. Le golpeó débilmente con el puño sobre el hombro, en un movimiento tan vago que ni siquiera podía considerar como tal.

- Te lo digo en serio.
- Ya lo sé. – Respondió el soldado. Su voz era profunda, grave, intensa, como una capa de terciopelo perfumado que se desplegaba a su alrededor, y tenía ganas de envolverse en ella, liarla en torno a su cuerpo y descansar en su interior, segura y calentita… “Deja de pensar esas cosas”, se dijo. “Es una orden.” – Puedes detestarme todo lo que quieras.
- No tienes que darme permiso, ¿sabes? – replicó ella, intentando parecer antipática.
- ¿Ya vas a empezar otra vez?
- Es que no te soporto.
- Bueno, en algo estamos de acuerdo.

Otra vez el estremecimiento de la risa contenida.

En otra situación, se habría enfadado, pero no se sentía con fuerzas, ni con ganas. Podría alzar la mirada, escupirle su indignación y golpearle incluso. “Podría, pero no me apetece”, pensó, desdeñosa. Los dedos de su espalda completaron la ascensión y acariciaron su nuca con un roce sutil, después se enredaron en su pelo. El brazo que la rodeaba la estrechó suavemente, sin que opusiera resistencia alguna.

Allí estaban. Tumbados sobre la cama destartalada del refugio, yaciendo entre mantas polvorientas, con sus cuerpos como únicas fuentes de calor. La palma de su mano izquierda unida a la diestra del soldado, su mejilla sobre el corazón del soldado, sus pechos sobre el torso del soldado, la pierna enroscada en su pierna, y el brazo de él rodeando su cuerpo. Un suave aroma flotaba en la habitación: sudor, fluídos, carne y sangre, el olor del sexo, que la embriagaba como incienso, embotando sus sentidos y su mente. Eran los restos del volcán y la erupción, de la tormenta que aún goteaba.

“Me ha tocado”, recordó. “Me tocó por todas partes, con todo su cuerpo. Me ha tocado.” Y ella también lo había hecho. Si, después de pelearse.

Se habían arrastrado sobre la nieve como animales. Ella le abofeteó en algún momento y volvió a insultarle, y él le retorció el brazo a la espalda y le mordió los labios. Se habían empujado el uno al otro dentro del refugio, y habían resuelto su conflicto, haciéndolo arder con una intensidad que era incapaz de racionalizar. Y habían ardido dentro de aquel incendio, inflamándose hasta estallar.

Había sido doloroso. Lo fue por un momento, cuando ella misma se arrojó sobre su cuerpo, apretando los dientes y aguantando el grito cuando la carne lacerante se abrió paso en su interior y se le cortó el aliento por un instante. No lloró con la sensación abrasadora, tirante, dentro de sí, pese a que sabía que estaba sangrando y se había herido. No lloró por eso, pero cuando él la abrazó y se escurrieron las palabras en su oído, dulces y consoladoras, cuando la envolvió entre sus brazos y acarició su cabello como si fueran suaves hilos de seda en lugar de una maraña roja y enredada, la emoción se anudó en su garganta y estuvo a punto de liberar las lágrimas.

- Melya... írima... - le había susurrado. Palabras que no entendía, en un idioma antiguo y musical que resonaba con ecos profundos en su voz grave, teñidas de una dulzura que no había esperado nunca. La pasión arrebatada y violenta se mezcló con otros matices, algo cálido y acogedor, que le hicieron pensar en un hogar que nunca había conocido.

Le consoló con besos que nunca había dado, y él la consoló a ella, destrozando su soledad a dentelladas, disolviéndola en su saliva y entre las caricias entregadas. Nada había tenido el menor sentido, pero todo estaba bien... aunque fuera un gran error.

Ahora solo quedaban las cenizas. Cenizas de las murallas con las que se habían protegido el uno del otro durante los meses anteriores, restos humeantes de un asedio mutuo que parecía haber tocado a su fin. Suspiró, repitiéndose lo terriblemente equivocado que era aquello, mientras desliaba sus dedos de los dedos del elfo y recorría su brazo, sintiendo en las yemas el tacto suave y curtido de la piel, rodeó el hombro y ascendió por su cuello. “Mierda”.

Levantó la vista y se encontró con los ojos del color del mar, intensos. Se miraron largamente.

“He bebido su saliva. He lamido su sudor. He mordido su piel. Y él me ha tocado, y dejó correr su lengua a lo largo de todo mi cuerpo. Debería avergonzarme. O mejor, sacarle los ojos. Son sus ojos, es esa mirada.”

- ¿Por qué me miras así? – soltó, sin contenerse.
- No sé cómo te estoy mirando.
- Siempre me miras así. Con… esa expresión.
- Será porque te deseo.

Ivaine frunció el ceño con cierta sorpresa. Bueno, esa claridad no entraba dentro de sus planes, pero ella le había reprochado que siempre se escondía. Ahora que al parecer, había renunciado a ello, tampoco se sentía con derecho a quejarse, y él la observaba tan tranquilo, como si nada pudiera ser de otra manera.

- No digas bobadas. Siempre me has mirado así, desde el día que llegaste.
- Te deseo desde el día que llegué.
- Y yo te aborrezco desde entonces – respondió, sin apartar los ojos. Sabía cuán estúpido había sonado aquello en su voz perezosa y lúbrica. – Esto es un error – dijo, más hacia sí misma que a él. – No volverá a suceder.
- Es cierto. No volverá a pasar – replicó Albagrana, apartando los ojos de ella.

Se quedaron en silencio un instante.

“No volverá a suceder”, se dijo a sí misma, mientras reptaba sobre el cuerpo del sin’dorei, lamiendo su piel. Se ladeó para colocarse sobre su pecho, hundiendo las manos en su pelo, los ojos en sus ojos. “Es cierto. Me mira con deseo. Me desea. Podría perder la cabeza por mí, podría hacerle enloquecer, podría enloquecer yo misma...”

Él la besó de nuevo, intensamente, forcejeando para atraparla entre sus brazos, y las mantas se agitaron con la ondulación de dos cuerpos que buscaban el calor del otro con ansia.

Por supuesto, Ivaine era experta en contradecirse, a sí misma y a los demás. Y a lo largo de aquel día y hasta que no pudo más, construyó una sublime oda a la contradicción.


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