miércoles, 7 de octubre de 2009

XVIII - Desolación - El oso


Cuando la tarde la alcanzó, aún seguía deambulando sin rumbo sobre las colinas nevadas, con la ropa de cuero y las botas que usaba en el interior de la ciudad, envuelta en la capa, tiritando de frío. Las lágrimas se habían negado a acudir a sus ojos para limpiar el dolor extenso que se abría ante ella, pero el mordisco inevitable del aire gélido era, de alguna manera, un consuelo real, un asidero firme, físico.

Trastabilló, caminando errabunda por las suaves laderas, y se colocó de cara al viento, abriendo los párpados todo lo que podía. En aquel instante, uno de los pocos pensamientos que le parecían coherentes latía con fuerza en su cabeza. "Mi madre ha muerto. TENGO que llorar." Sin embargo, aparte de la humedad artificial del aire helado golpeando sus pupilas, no consiguió que el temblor intenso dentro de ella estallase. No había liberación.

"Tengo que ser fuerte. Mi madre siempre me decía que yo sería una mujer fuerte y nadie podría hacerme daño". Una pierna se hundió hasta la ingle en un montón de nieve, y maldijo, escupiendo a un lado. Se arrastró a duras penas y consiguió salir. Al alcanzar la superficie, se quedó tumbada, mirando estúpidamente los árboles que se apretaban mas allá, con los tonos purpúreos del crepúsculo cercano.

Se hundió en los recuerdos de suaves canciones de una voz dulce en la noche, de caricias sobre su cabello áspero, de besos maternales en su rostro. "Tu belleza es dura como la de las montañas, hija mía", le decía, cuando ella se miraba al espejo con absoluto desinterés, preguntándose, sin pena pero con curiosidad, por qué maravilloso azar ningún idiota la había sacado a bailar en el solsticio y se había visto privada del malicioso placer de rechazar a alguien. "En tus ojos hay fortaleza, y la fortaleza asusta".

En aquel momento no sentía la menor fortaleza, y desde luego no encontraba ningún parecido entre ella y una montaña. El lecho gélido de la nieve la abrazaba, punzante y real. Hundió los dedos en el manto invernal, aferrándose al tacto espumoso de los copos, al murmullo insistente de la brisa.

"No soy Ivaine Samuelson. Soy Ivaine Harren. Y no me queda nada."

Su madre había deseado que fuera fuerte, que se alzara inquebrantable, independiente, y pudiera volar libre sobre el mundo. Pero el mundo estaba desierto y ningún vínculo la ataba a nada, a nadie. Ahora que Sarah se había ido, no había a quién complacer ni motivos por los que esforzarse en no decepcionarla. El universo era un erial infinito de invierno eterno y vacío, la suya una existencia sin sentido.

No tenía amigos. Theod Samuelson era algo cercano, pero no le había ofrecido nada a él, y ella había rechazado todo cuanto el muchacho le había dado. Los compañeros de la división eran un mundo aparte al que se prohibió acceder y a quienes había negado el acceso, y los ideales del Alba Argenta no eran más que un espejismo vano, el ansia de batalla, una montaña de cenizas. Todo ardía a su alrededor mientras ella se congelaba, viendo claramente la certeza de una soledad absoluta como única alternativa de una vida a la que ya no le quedaban motivos para ser vivida.

Todo aquel esfuerzo por mantenerse firme, por ser fuerte, por no quebrarse nunca, sólo había servido para esto. Para no poder llorar a su madre muerta. Se vio allí tirada, como un ser patético y prescindible sin capacidad para enriquecer a nadie, ni siquiera a sí misma. Se odió profundamente durante horas, mientras el dolor anestesiado se negaba a manifestarse y la ventisca la cubría de blancos copos. La incapacidad de sentir lo que debía sentir en ese momento le provocaba una frustración devastadora y un rechazo instintivo a lo que ella era.

Quizá por eso, cuando escuchó llegar al oso, Ivaine no se molestó en moverse. Había oído sus suaves pisadas, el gruñido quedo y las aspiraciones del aire entre las fauces entreabiertas. La tarde había dado paso a la noche cerrada, y cuando levantó la mirada, el pelaje blanco relucía en la oscuridad. Bueno. Al menos le dolería de verdad. Tal vez morir a manos de un oso hambriento sería un modo de despertar por un instante antes del sueño eterno, tal vez incluso llorase un par de lágrimas para luego desaparecer entre sangre y jirones de carne desgarrada.

El oso se detuvo a pocos pasos de ella. Cuando se levantó sobre las patas traseras y rugió, Ivaine se estremeció, y el miedo la hizo contraerse. Clavó los dedos en la nieve, negándose a escapar. "No tengo donde ir." Se cernía sobre ella, con la saliva descolgándose de los enormes colmillos, y cerró los ojos con fuerza, respirando con dificultad a causa del pánico. Estaba temblando.

No gritó cuando las enormes garras se abalanzaron hacia ella, solo exhaló un débil sonido quejumbroso y se preparó para el mortal abrazo y el dolor intenso...

... que no llegaron nunca.

- ¡Tara na! - Una voz poderosa, imperativa. - ¡Nò talion! ¡Nò talion, Carandil!

El rugido de la bestia y un tintineo de metal. Abrió los ojos, sorprendida, y reculó sobre la nieve precipitadamente, intentando ajustar las imágenes a la realidad. Ninguna de ellas parecía tener sentido. La alta figura estaba de pie delante suya. No comprendía de donde había salido, o cómo había llegado hasta allí. Con el inmenso mandoble ante sí, se interponía entre ella y el oso, que gruñía furiosamente, retrocediendo unos pasos sobre las cuatro patas y observando al elfo, con la saliva espumeando entre los dientes.

- ¡Levántante, Carandil! ¡Qué coño estás haciendo!

La mirada clara y tormentosa la atisbó cuando él giró el rostro un instante, casi empujándola con violencia con sus ojos, haciéndola parpadear. El suelo recobró algo de solidez, su cuerpo se sintió menos ingrávido. "Reacciona", se dijo, impelida por una corriente soterrada de energía vivificadora. "Reacciona, Ivaine".

El oso se levantó de nuevo y rugió con intensidad, resonando su eco en las inmensidades del bosque oscuro y purpúreo, donde la noche ya reinaba. El sin'dorei se arrojó sobre él, con la espada firmemente sujeta, gritando algo en su idioma. Ivaine observaba, incapaz de moverse, como si todo aquello estuviera pasando en un lugar muy lejano y ella estuviera sentada muy por encima, sobre un columpio que no dejaba de balancearse. Algo en su interior se removía violentamente, inflamándose, intentando hacerla volver en sí, pero todo era demasiado confuso.

La espada se hundió en la nieve cuando el animal se movió, esquivando el golpe y volviendo a sostenerse en todas sus extremidades, y una zarpa rasgó la carne y la piel, despertando un gruñido sordo. El elfo se tambaleó. La sangre roja salió despedida, gotas brillantes de profundo carmesí que surcaron la oscuridad y cayeron sobre la nieve blanca. Ivaine las siguió con la mirada.

- Cabrón...

Las imágenes se precipitan ante la muchacha inmóvil. De nuevo el arma hiende el aire, la sangre vuelve a salpicar, y en el forcejeo, el oso gruñe y retrocede torpemente, tratando de apoyar la garra en el suelo nevado. Pero no hay garra, sólo un reborde sanguinolento y destrozado que apenas le permite avanzar.

El elfo se lleva la mano al cuello y suena un gemido sordo, un murmullo apagado. La capa verde está teñida de rojo, se escurren las hebras carmesíes fluyendo entre los dedos enguantados, manchando los largos cabellos. Y se desploma sobre las rodillas, sujetándose con la otra mano en la empuñadura de la espada, hundida hasta la mitad de la hoja en el lecho invernal.

El oso le mira un instante. Se acerca y olfatea al elfo antes de marcharse, con los ojos reluciendo y un caminar irregular y dificultoso, entre gruñidos doloridos. Sólo entonces le escucha respirar, cuando los latidos de su propio corazón se calman y dejan de golpear en sus oídos. Una respiración entrecortada, irregular.

- Que coño estabas haciendo, Ivaine... que...
- Dioses...

La muchacha se levantó precipitadamente, recobrado el control de sí misma, y corrió junto al soldado arrodillado en la nieve. Le apartó la mano de la herida, y un borboteo de sangre caliente, casi abrasadora, se derramó en el suelo con un sonido húmedo.

- Estás... ¡Joder, usa la luz y cúrate! - gritó desesperada, poniendo los dedos sobre la carne viva.

El zarpazo se había llevado por delante la piel, había desgarrado el músculo y abierto las venas. Se estaba desangrando. Rodrith Albagrana emitió un sonido ahogado, intentando alzar un brazo, que cayó inerte por su propio peso mientras los dedos se escurrían de la empuñadura de la espada. Ivaine le sostuvo. Sin preguntarse lo que hacía, le sostuvo, mientras apretaba con fuerza el profundo corte y le hablaba casi a gritos para que no cerrase los párpados, que aleteaban como si luchasen contra el sueño.

- No te duermas, no, no, no. Levanta la mano e invoca la Luz. - ordenó, agitadamente. - Vamos, elfo estúpido y engreído. ¡Hazlo!

Al tiempo que lo decía, intentó hacerle levantar el brazo otra vez, escurriendo el suyo tras su espalda, sin soltarle ni un instante. El cuerpo duro y pesado desprendía calor, en ocasiones los músculos se tensaban, mientras luchaba por no desvanecerse.

- Aina... - murmuró el soldado, haciendo un vago movimiento con los dedos.
- Eso es... - la energía sagrada destelló, y llovieron luciérnagas doradas sobre ambos. - Otra vez, un poco más... vamos, puedes hacerlo.
- Ain... dioses...

La Luz tintineó una y otra vez, entre los murmullos del elfo y las peticiones desesperadas de Ivaine, hasta que ella notó que la humedad dejaba de fluir y la piel se cauterizaba bajo su mano. Apartó los dedos para rebuscar desesperadamente en las bolsas del guerrero hasta encontrar algo parecido a una venda sucia, con la que cubrió el zarpazo sanguinolento lo mejor que supo, mareada y trémula.

- Has perdido mucha sangre... te pondrás bien... no te duermas - acertó a decir.

Tenía los dedos crispados en la capa verde y aún le mantenía apoyado sobre su hombro. Él había dejado caer la cabeza hacia adelante y los largos cabellos rozaban la nariz de la muchacha, sentía su aliento cercano. Cuando volvió a mirarla de soslayo no supo si estaba enfadado o preocupado.

- ¿Qué estabas haciendo? Has estado a punto de morir, estúpida.

No era convincente así, con la voz entrecortada y el susurro ahogado, grave, aún jadeando para recuperar el aliento. Ivaine se sintió, a pesar de todo, muy culpable.

- Lo siento.
- Vale... joder... todo irá bien. - replicó Rodrith Albagrana, con gran esfuerzo. - Pero no llores.

Ivaine parpadeó y sintió la humedad en sus mejillas, sorprendida. Las tocó, manchándose la cara de sangre, mientras el elfo se arrastraba para intentar ponerse en pie con ayuda de su arma. Al verse los dedos húmedos, tragó saliva.

- Vas a tener que ayudarme a llegar a Vista Eterna.
- ¿Eh? - levantó la mirada, confusa. - Ah... si. Sí claro. Perdona.

Se levantó de un salto y recogió la garra cercenada, colándola en su faltriquera antes de acercarse al sin'dorei herido, que se sostenía a duras penas en la guarda del mandoble. Le pasó el brazo por la cintura y se echó el suyo sobre los hombros con decisión, mirándole de soslayo. Tenía la sensación de que la amargura y el pesimismo pasados hacía unos minutos sólo habían sido un mal sueño. Las lágrimas le empapaban las mejillas, cubriéndola con una sensación de absoluto alivio, y la vida volvía a prender en su interior con renovada intensidad.

- Apóyate en mi. - le dijo, cuando los ojos del color del mar se encontraron con los suyos - Soy fuerte, yo te sostendré. Y no te caerás.

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