lunes, 19 de octubre de 2009

XIX - La reina en la tormenta

Ella conocía las fuerzas.

Ivaine Harren, nacida en Stromgarde, de padre desconocido y ahora huérfana y sola, no era una joven instruida. No estaba versada en las letras, sus manos de dedos demasiado rudos para una chica nunca pasaron las hojas de vetustas enciclopedias, acaso algún cuento de páginas amarillentas cayó en sus manos de cuando en cuando en el caserón de los Samuelson. Ivaine Harren nada sabía de filosofía o de matemática, la magia arcana no espoleaba su curiosidad y no, en absoluto tenía el menor conocimiento sobre medicina.

Sin embargo, mientras Shelia Nocheclara iba y venía de cuando en cuando, con las vendas empapadas en sangre y los cuencos humeantes de ungüento, permanecía junto a la puerta, buscando en su mente un motivo por el que estar ahí, un motivo por el que marcharse. Sabía que no lo hallaría. Conocía las fuerzas. Y sabía que había heridas más profundas que un zarpazo, enfermedades peores que la fiebre, virus más violentos que la Plaga. Conocía esas fuerzas.

Y aun así, no las evitó.

Cuando, días mas tarde, las actividades volvieron a su cauce y el sin'dorei partió, restablecido de su herida, para incorporarse al puesto de vigilancia, le siguió de lejos entre los árboles nevados, bajo el vuelo de las lechuzas y la caricia helada del viento. Le siguió a través del bosque, hundiendo los pies en el blanco manto, sin pensar en nada, hasta que él se detuvo a esperarla, a unos pasos del viejo refugio. Se giró hacia ella cuando le alcanzó y se quedó observándola, inexpresivo. Aguantó aquella mirada por un momento, y se pasó las manos por el pelo, enredando un mechón entre los dedos. Ivaine no sabía nada de medicina, pero sabía mucho de sufrimiento, y pensaba en ello mientras los ojos relucientes la escrutaban, a la expectativa. Aquel silencio le pareció cargado de significado, hasta que se atrevió a romperlo y dijo lo que siempre había querido decir con palabras.

- Te conozco. Sé como eres.

El soldado, con las armas a la espalda y el cabello enredado por el viento, no se movía, con los ojos abiertos prendidos en ella como cuchillas, insertados en su carne y en su alma. No había curiosidad en su semblante, simplemente, estaba ahí.

- Yo también te conozco - la voz grave, algo ahogada, llegó a ella con un murmullo suave - sé cómo eres.
- ¿Y como soy?

Era consciente de las miradas de los árboles, de la insignificancia del mundo en aquella mañana extraña, que parecía haberse formado de brumas de sueños inconcebibles y retazos de cuentos antiguos. "De esos que nunca acaban bien", pensó con un amargor en el paladar. Se sentía débil y vulnerable, quizá algo acobardada a juzgar por los potentes latidos de su corazón. Le habría incomodado de no ser por que encontró el reflejo de sus propias emociones en los ojos del color del mar que no se apartaban de ella.

- Eres acero y sangre, Ivaine Harren. Te has forjado en tu propio fuego, te templas sola, te endureces en las nieves y estallas en volcanes cuando no puedes soportar más todo lo que llevas dentro. Eres una reina roja, sentada en un trono de piedra bajo la tormenta.

Ivaine parpadeó, tragando saliva, y levantó la mirada.

- No es cierto - replicó con voz suave. Era su voz, aunque nunca se había escuchado de ese modo a sí misma. - No estoy bajo ninguna tormenta.
- ¿Cuántos años tienes?
- Quince
- ¿Por qué querías morir con quince años?

Alzó la barbilla, a la defensiva. Percibía aquel tono de desdén en la voz, y el rostro desafiante del elfo le provocó un hervor en la sangre que le hizo cerrar los puños bajo la capa de piel mullida.

- Si tan bien me conoces, dímelo tu, estúpido sin'dorei - escupió.
- No puedo responder a eso, no sé por qué alguien valiente se comporta con cobardía. No sé por qué alguien fuerte se deja llevar por la desesperanza. Y no sé por qué una reina se detiene delante de un oso, abandonándose sin luchar, para dejarse morir.
- ¿Quieres tú gobernar un reino desierto? - exclamó, dando un paso hacia adelante. "Ahora si... ahora si estoy bajo una tormenta", se dijo, notando cómo las emociones se anudaban en su interior. - ¿Quieres tú sentarte en un trono de espinas, ceñirte una corona de ceniza y sostener un cetro de sangre entre las manos?

Había alzado la voz y jadeaba apresuradamente. Y él la miraba con los ojos de mareas desatadas y la mandíbula apretada. El viento se agitó y silbó entre las agujas de los pinos, despeinándola.

- Sé lo que es la soledad. Y ahora, ¿qué coño quieres? - replicó él. - ¿Compasión? No eres capaz de aceptarla. ¿Comprensión? Te la niegas a ti misma.
- ¡Ah, mira quién habla! Me llamas cobarde, y tú también te escapas - gritó, sin saber muy bien lo que estaba diciendo, señalándole con el dedo. - Yo corro por las colinas, sí, grito y estallo con los volcanes, pero tú... huyes hacia adentro, encerrando esa jodida tempestad dentro de una... una... una puta fortaleza donde nadie puede entrar. Pero yo sé como eres. ¡Sé como eres!

Le vio entrecerrar los ojos, apretar la mandíbula y dar un paso atrás. Sí. Se estaba tambaleando. Avanzó un paso más, encarándole sin arredrarse. Irreflexiva. Irracional. Se lo habían dicho muchas veces.

- No puedes esconderte de mí - prosiguió, arrebatada. - no puedes huir de mí, porque yo te he visto, Rodrith, maldito seas por siempre. No puedes esconderte, te he visto, te conozco... y eso te acojona.
- Ya basta - avanzó hacia ella, con los dientes apretados.

Veía en su semblante la tensión contenida, le estaba haciendo flaquear. Y no iba a parar. Escuchaba, lejano, el bramido de las nubes que se enredan y se desatan, los truenos lejanos... se estremeció, y dio otro paso. Conocía las fuerzas.

- Tú me llamas cobarde, pero no eres mucho mejor, elfo - escupió, buscando las grietas. - Tú sabes por qué estaba inmóvil delante del oso, y sabes por qué siento lo que siento cuando todo parece sangrar y el universo no es más que un erial donde nada tiene sentido. Lo sabes, porque somos iguales.
- Cállate.
- Somos iguales. Por eso nos reconocemos.
- No somos iguales... - le vio pasarse los dedos por el pelo, encararla con la violencia en los ojos. - déjame en paz, niña. Lárgate de una vez.
- Cobarde.

Lo gritó. Lo gritó, y el grito quedó ahogado bajo el estallido sonoro cuando le abofeteó sin más, respirando entre dientes con los pulmones anegados, incapaz de contener más aire. Y escuchó el gruñido. El elfo se precipitó hacia ella y la sujetó por las muñecas, llevándole las manos a la espalda.

- ¡Cállate!
- ¡No quiero!

Agitó la cabeza, pateándole con furia. Forcejearon y se golpearon. Una niebla roja le cubría la mirada, escuchaba dentro de sí el estallido de la lava hirviente mientras peleaban, atacándose para romperse, enfrentándose para liberarse, y una llamarada violenta le recorrió la espalda cuando el tirón se hizo de nuevo presente y la cuerda se partió. "Por fin", pensó un instante, cuando cayó sobre la nieve, retorciéndose como un animal entre sus brazos. "Se acabó, por fin".

El espacio entre la violencia y la pasión se deshizo cuando atrapó los labios entre sus dientes. El estallido del sabor intenso en su boca se sobrepuso al dolor del beso imperativo y desesperado, se hundió en la tempestad sin miedo, tirándole de los cabellos, y se arrastraron, como un extraño insecto de ocho extremidades que aprende a caminar, clavando las rodillas en la nieve, bajo la ventisca recién despertada.

Ivaine Harren no era una joven instruida. Sin embargo, sabía invocar a las tormentas.

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