miércoles, 7 de octubre de 2009

XVII - Noticias


La mañana transcurría monótona en Cuna del Invierno. Los entrenamientos habían finalizado hacía horas y los soldados habían partido hacia las colinas a encargarse de la cacería, que ya se había convertido en algo cotidiano. Era curiosa la manera en la que todos se acostumbraban a las novedades, con una conciencia de grupo extraña y peculiar que se había ido forjando con el paso de las semanas y los meses, introduciendo cada cambio en la rueda de los hábitos con una facilidad casi sorprendente. Ivaine había observado todo esto desde fuera, en una posición un tanto marginal que le permitía percibir con cierta distancia la realidad de la división.

Habría sido sencillo que surgieran choques y rencillas entre un grupo tan heterogéneo. Al fin y al cabo, la División Octava contaba con una variedad de razas y clases de lo más extensa, desde el trol sigiloso capaz de arrojar una daga y dar en el blanco sin que nadie se diera cuenta hasta escuchar el ruido del acero clavándose en la diana, hasta el enano paladín de las más antiguas escuelas, que siempre parecía estar imbuido por una cierta aura de santidad venerable que inspiraba respeto a distancia, pasando por Derlen, el brujo taciturno. "Lo más natural es que estuviéramos matándonos a diario", pensaba Ivaine, mientras les veía partir con las armas prestas entre risas y comentarios familiares, agrupados entre sí, palmeándose las espaldas y observándose con camaradería.

Sin embargo, algo parecía unirles. Había pensado mucho, a lo largo de aquellos días de soledad acompañada, en los motivos de esa unión a la que ella parecía ser inmune de alguna manera. Es cierto que, en el Alba Argenta, la mayor parte de los combatientes profesaban una suerte de fe en la Luz que se manifestaba de tantos modos como diferentes eran las personalidades de cada cual. Sin embargo, había también adeptos a otras religiones y seguidores de otros cultos. Finalmente, había llegado a la conclusión de que la base del vínculo estrecho que se había creado entre sus propios compañeros era algo mucho más sencillo, y tan natural como el caer de las hojas en otoño.

Allí, entre las blancas nieves de Cuna del Invierno, no había familia, esposa ni hijos. Sólo se tenían unos a otros para defenderse en un combate, para entretener las horas muertas, para conversar de cosas banales o profundas. La única realidad a la que sujetarse en aquella situación eran los demás... y la confianza inquebrantable en ellos; en los que te sanarían si resultabas herido, en los que pondrían su escudo por delante, en los que te protegerían y lucharían a tu lado, en las únicas manos que se tenderían hacia ti. En las únicas compañías tangibles de las que podías echar mano para cualquier cosa, fuera importante o frívola.

Ivaine suspiró, ajustándose las prendas de cuero y ciñéndose la capa en torno al cuerpo, apoyada en el dintel de la entrada. Hoy no había caza para ella. Se volvió a medias cuando Theod apareció tras ella, con su brillante armadura y el tabardo del sol plateado en el pecho, el cabello castaño reluciendo en suaves bucles y el rostro agraciado surcado por la sombra de una profunda preocupación.

- Ordenaste que me quedara - dijo ella, mirándole de soslayo. El joven era bastante más alto, pero le parecía pequeño de alguna manera.
- Te pedí que te quedaras, sí. - corrigió el Capitán. - Tenemos que hablar de algo importante.
- Te escucho.

Theod negó con la cabeza y señaló hacia el interior, haciéndole un gesto para que le siguiera. Ivaine se encogió de hombros, caminando detrás de él hacia el fondo de la posada, donde estaba la amplia mesa de madera que tanto él como Gregor Pedragrís, el embajador argenta en Cuna del Invierno, utilizaban para sus asuntos privados, de jefazos y mandatarios. Le hizo una señal para que se sentara en un taburete, ante el improvisado escritorio e hizo otro tanto, moviendo la silla labrada hasta colocarla a su lado.

Luego la miró y suspiró profundamente, observándola con cierta turbación y... ¿Qué era eso? ¿Lástima? Ivaine arqueó la ceja y se inclinó hacia adelante, una mezcla de desafío y exasperación.

- ¿Qué pasa, Samuelson? Suéltalo de una vez.
- No sé como decirte esto...

"Ya está. Me han echado". Frunció levemente el ceño, con un regusto amargo aunque suave en el paladar, y se frotó la nariz, a la expectativa.

- Pues es sencillo. El proceso de vocalización es algo que se aprende en la infancia, creía que ya lo dominabas.
- Guárdate las ironías, Ivy. - replicó, utilizando el apelativo familiar por el que la llamaba cuando aún vivían en una casa y podían permitirse cosas como esa. - Escucha... rayos, preferiría no tener que hacerlo.
- No es para tanto, Theod. Bueno, si el Alba no me quiere, ya encontraré otro lugar.

El capitán la miró con perplejidad, negando con la cabeza suavemente. Luego deslizó la mano sobre los papeles amontonados en la mesa y arrastró un sobre por encima de la superficie pulida, lentamente.

- No se trata de eso. Será mejor que lo veas por ti misma... yo no sé hacer estas cosas.

Le tendió la carta, que Ivaine recogió con gesto curioso y la volteó para mirar el remite. Era de Lord Samuelson, y estaba dirigida a ella, lo cual le hizo levantar la vista hacia el Capitán, dubitativa.

- ¿Me abres las cartas? - preguntó, intentando controlar la irritación.

Podía ver los filos rasgados del papel, el lacre roto. Cada jirón desgarrado del extremo del sobre era como un diente burlón de una sonrisa mellada, que se carcajeaba de ella y de su insignificancia. Theod carraspeó, tragó saliva y negó con la cabeza.

- Fue un error. Vi que era de mi padre y di por sentado que era para mi... lo siento mucho, Ivaine.

No se le escapó la profunda gravedad de las últimas palabras, que no parecían apropiadas a una disculpa por haber leído el correo ajeno, sino algo distinto. Claro, Theod dio por sentado que la carta era para él. Ivaine nunca recibía cartas de nadie, así que por mucho que la enfureciese tenía que admitir que era lógico llegar a esa conclusión. Se encogió de hombros y sacó la misiva doblada, escrita con la impecable letra del impecable Theod Samuelson Padre, tinta negra sobre pergamino color crema, tacto rugoso, calidad superior.


Muy estimada Ivaine:

En esta hora infeliz, me veo en la obligación de redactar este mensaje, aún sobrecogido por el profundo pesar que embarga mi corazón, para llevar hasta ti las más tristes noticias. La Luz me librase de ser heraldo de infortunio tal, sin embargo, a pesar de la intensa tristeza y conmoción que hacen mella en mi alma, es mi deber hacerte sabedora de que nuestra bienamada Sarah Harren, la Luz la tenga en su gloria, falleció en el día de ayer aquí en Glenridden, en mi compañía y teniendo palabras de sincera devoción hacia su hija antes de exhalar el último aliento.

Marchó en paz, habiendo liberado su cuerpo del dolor que la había aquejado en las últimas semanas, cuando contrajo unas fiebres que la hicieron estar postrada en cama. Hubiera sido mi deseo que el conocimiento de la enfermedad de tu madre te hubiera permitido regresar para verla y cuidar de ella, sin embargo, su voluntad era contraria a ello y me prohibió comunicarte su estado. Espero lo comprendas y perdones a este pobre esposo y amante fiel, que sólo respetó los deseos de su Señora al mantenerte en la ignorancia.

Te doy de este modo mi más sincero pésame, al tiempo que te brindo, como hija mía que te considero, todo el apoyo y afecto que un padre debe a sus vástagos. No temas la soledad ahora que tu señora madre nos ha dejado, pues fue su última voluntad que tú, su heredera, llevaras mi apellido y gozaras de mi protección como tutor de tu persona hasta que cumplas la mayoría de edad.

Que la Luz te guarde en esta hora aciaga, y sabe que, esta casa que es la tuya, siempre estará abierta a tu regreso y estos brazos te acogerán como a una hija....



El resto no le importaba. Era suficiente. Volvió a leer y releer un par de veces, asintiendo con la cabeza, sin saber muy bien cómo debía sentirse. Las palabras sonaban huecas y vacías, los sentimientos parecían haberse escondido en los recovecos del corazón, negándose a dar la cara, y éste permanecía desierto, solitario, con la calma tensa que precede a la tempestad o el temblor de tierra.

- Ivaine... de verdad, no sabes cuánto lo siento.

Theod le quitó la carta de las manos y abrió los brazos, arrodillándose delante de ella y estrechándola, en un gesto que le resultó profundamente absurdo. Parpadeó, inmóvil, antes de apartarle de sí con su habitual carácter.

- La próxima vez, mira el destinatario - dijo sin más, recogiendo su misiva y guardándola en una faltriquera antes de salir, sin mirar atrás, intentando poner orden en sus convulsos pensamientos.

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