jueves, 7 de enero de 2010

XXVIII - Theod: Danza Macabra - Acto I: Trío dramático



El tiempo, dicen, es buen consejero. Los consejos del tiempo, que va dejando sus huellas entre las personas que cruzan sus caminos, habían llevado a la División Octava a una estabilidad armónica como la del oleaje del mar tras las glaciaciones, cuando ha encontrado su forma y su natural fluir, la precisa intensidad y el ritmo esencial de sus mareas. Lo que antaño fuera un grupo de hombres y mujeres de razas diversas, peculiaridades propias y virtudes y defectos que pudieran ser insalvables para otros en otras circunstancias, ahora era un batallón. Poco numeroso, pero coordinado. Dispar pero unido por lazos que se habían estrechado desde el contacto y la familiaridad, hasta la camaradería, que se había anudado firmemente en amistades sólidas forjadas a golpe de espada y combate, de apoyo y confianza cuando en poco más se puede confiar que en el brazo que sabes estará a tu lado. El sabor de la lealtad es suave y dulce al tiempo, aporta una seguridad bajo los pies de los vivos que hace que los miedos sean simples fantasmas cuando sabes, como ellos sabían, que siempre tendrás alguien cubriendo tu espalda. Que siempre se volverán los rostros hacia ti si te quedas atrás, que siempre habrá manos tendidas para impulsarte hacia adelante. Que nunca volverás a estar solo. Esa es la seguridad. Y a eso, ellos lo llamaban Luz.


Theod se apartó el cabello castaño del rostro, nervioso. Revisó el equipaje, los baúles con las armas y armaduras, una última vez. Al día siguiente, debían abandonar las tierras blancas de Cuna del Invierno y embarcarse en el viaje cuyo destino les llevaría a unirse a las fuerzas del Alba Argenta en la Capilla de la Esperanza de la Luz. En el centro de las tierras asoladas por la Plaga, cara a cara, al fin, enfrentándose a aquello para lo que habían sido entrenados. Jurarían lealtad definitiva a la Orden, vestirían las armaduras uniformadas de los Argentas, empuñarían sus armas consagradas y se entregarían a la lucha contra el Azote, prioridad actual de los hombres del sol de plata. La hora de la verdad estaba cerca, y le temblaba el alma dentro al sentirse parte de algo importante y decisivo, al sentir, como no podía ser de otra manera, el peso de esa responsabilidad, más densa con la mirada perpetua de su padre.


No necesitaba tenerle cerca para notar sus ojos serios en la nuca, atentos a todo cuanto hacía, juzgándole severamente y sin concesiones, acicateándole para hacerlo mejor, para ser mejor, para dar más, para conseguir más, para ser perfecto, intachable, perfecto. Perfecto. Ni un error. No fallarle jamás.


- Queda un día - se dijo, suspirando con la presión en el pecho. Le faltaba el aire.


Tragó saliva y cerró el último baúl, dándose cuenta de que no había prestado atención en este último recuento. Los nervios y la dispersión de su mente no se lo habían permitido. Castañeteó los dientes, frunciendo el ceño, y se ajustó la capa antes de salir al exterior del barracón, bajo el azote de la ventisca. Shalia estaba cerca, a la intemperie, recogiendo algunos copos de nieve en un cuenco, con sus ojos plateados teñidos de la calma que siempre la acompañaba, con el cabello verdoso adornado con hojas de hiedra que nunca se marchitaban ondeando libremente.


- Saludos, capitán - dijo con voz dulce, sonriéndole. Theod respondió con cierta tensión.
- Saludos Shalia. ¿El soldado Albagrana?
- Hum... - la elfa se tocó la barbilla con un dedo y señaló el exterior con la cabeza - Salió hace un rato.
- ¿Sabes dónde ha ido?
- No lo sé. Se marcharon discutiendo - sonrió a medias. - Estarán peleándose, o peleando con algo.


Theod arqueó la ceja. No necesitaba preguntar por la persona que le habría acompañado, sabía que se trataba de Ivaine. A pesar de la extraña compenetración en el combate y la estabilidad indudable del ejército, aquellos dos no dejaban de discutir, en público o en privado.


- Gracias, amiga. No te quedes mucho tiempo sin resguardo, la noche será gélida, según Astafirme.
- Eso dice - rió ella. - Yo preveo temperaturas suaves, pero veremos quien acierta esta vez.


Caminó con una suave sonrisa hacia el exterior, mirando alrededor. Si, todo iba bien. Ahora, todo iba mejor que nunca. Estaba tenso y nervioso, pero sabía que ya no tenía por qué engullir todas esas espinas a solas, o compartirlas con Albor. Podía hacerlo con Harren y Albagrana, con su hermanastra y, sobre todo, con su amigo, como llevaba haciendo durante los últimos días. Distinguió las huellas sobre la nieve a pocos pasos y las siguió, animado y emocionado ante la perspectiva.


- Deberías abrirte un poco más, Theod - le había dicho Rodrith una tarde, mientras practicaban con las monturas - Eres un buen hombre, tienes muchas virtudes. Pero te sientes apocado con demasiada facilidad.
- No me des sermones, Oso - había replicado él, mostrándole la manera correcta de hacer virar al corcel sin tirar demasiado de las riendas. - No me gusta no poder contar con nadie. Pero a veces, no queda mas remedio, en el fondo, todos estamos solos.
- Bueno, tú cuenta conmigo - dijo el elfo, con una media sonrisa brillante. - No te daré sermones, pero verás que no es tan malo no ser siempre perfecto. No se acaba el mundo.


No ser siempre perfecto. Si, bueno, Rodrith podía decir eso, tenía el ego lo suficiente sano y en forma como para mostrar indiferencia hacia las cosas que a Theod le abrumaban. Puede que él aún no pudiera hacer eso, pero se sentía crecer al lado de sus camaradas, últimamente más que nunca. Estaba descubriendo cosas, descubriéndoles, descubriéndose, y no le disgustaba el resultado. Ahora sabía que podía contar con ellos, y sabía que su espíritu se vería calmado tras una conversación con Rodrith. Siempre parecía saber qué decir y cómo hacerlo cuando Theod se encontraba en ese estado de confusión e inseguridad, y de alguna manera, bastaba empezar a hablar para ir dándose cuenta de que, como él hacía notar, nada era para tanto. Por eso caminaba con esperanza renovada y cierta ansiedad, siguiendo las huellas sobre la nieve, hasta que empezó a escuchar las voces, desde detrás de un trío de abetos que se agitaban bajo el viento. El tintineo de armaduras y un sonido metálico acompañaba sus palabras, que aún no podía distinguir, y el joven capitán meneó la cabeza, dispuesto a acercarse e interrumpir su discusión, que sospechaba, sería absurda.


Lo hacía, mientras el viento bramaba. Y apenas le quedaban unos pasos por recorrer, cuando el viento se detuvo. De repente, la naturaleza guardó silencio, y se paró en seco, instintivamente, al escuchar el sonido quejumbroso y confuso que pudo identificar claramente como un gemido femenino, áspero y abandonado. Después un gruñido varonil, rasposo y profundo. Vio caer al suelo, al alcance de su visión, una capa de piel y un brazal de acero. Y se quedó quieto, de pie sobre la nieve, tratando de buscar una explicación a esos sonidos en las voces que reconocía, a pocos pasos delante de él, detrás de tres árboles que volvían a abanicar sus copas cuando la ventisca sopló de nuevo, arremolinando los copos de nieve a su alrededor.


"No puede ser. Debe ser otra cosa, no es posible", se dijo, confiado. Retrocedió en silencio para rodear la loma y se deslizó, caminando lentamente, detrás de una roca viva. Asomó el rostro desde allí, ladeado, atisbando lo que tenía lugar entre los tres abetos.


- Oh - dijo simplemente.


Ni siquiera sintió dolor. Solo frío. Un frío que se derramaba en su interior, como si alguien hubiera extirpado sus entrañas anestesiándole con hielo y ahora estuviera rellenándole de nieve. 


Les veía a través de los copos furiosos con la suficiente claridad. Los cabellos dorados ondeando, salvajes, enredados por el viento, y el torso desnudo del elfo. El cabello rojo, la llamarada encendida, brillando incandescente. Su hermanastra parpadeaba, con los labios entreabiertos, y se aferraba a los hombros de su amigo y lugarteniente, con las piernas enredadas en su cintura, desnudas y blancas, flexibles y musculosas. Y él la abrazaba como si fuera suya, hundiendo la lengua en sus labios con avidez mientras ambos se movían, la empujaba contra el tronco nudoso, se enredaban, bailando o combatiendo. "No, no bailan ni combaten", se obligó a decirse. Y la voz de ella volvió a dejarse oír, en un tono que Theod nunca había escuchado y sabía que nunca escucharía, cuando jadeó y echó la cabeza hacia atrás, entre los brazos de aquel elfo que tenía todo lo que él quería tener, que era todo lo que él quería ser.


- Ah... dioses... Rodrith... - La voz de Ivaine gimiendo, entregándose, reclamando a alguien.


Cerró los ojos, tragando saliva, cuando la anestesia helada del primer impacto desapareció y dio paso al dolor lacerante de los celos y la envidia. Dándose la vuelta, Theod Samuelson caminó de regreso hacia Vista Eterna, ausente y tambaleándose como un animal herido, mientras le parecía escuchar la risa socarrona de Lord Samuelson, repitiéndole una y otra vez lo inútil que era.

1 comentario:

  1. Compadezco a Theod, pero me aterra su reacción más probable. Temo que su ira los engulla a todos. Y en un momento en que las circunstancias exigen unidad. Ay, las pasiones desbocadas, ¡con qué facilidad nos arrastran hacia el fondo del precipicio!

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