jueves, 7 de enero de 2010

XXVI - Theod: Danza Macabra - Introito

Cuando Theod Samuelson, capitán de la División Octava del Alba Argenta, miraba hacia las estrellas siendo un crío, solía pedir tres deseos: Ser un gran guerrero, tener un bonito caballo y una mujer maravillosa como una princesa. Los deseos inocentes y espontáneos que albergan las mentes infantiles, los sueños de los niños, tienen siempre ese tinte fantástico y maravilloso que sólo puede dar la tierna edad, pues todo es posible cuando se tiene una vida entera por delante.


Contando con diecinueve años, Theod Samuelson ya no solía mirar a menudo las estrellas. Sus pies estaban firmemente anclados en la tierra, sus ojos, pocas veces podían mirar más allá de las ordenanzas, el tedioso papeleo, las armas de sus hombres y la vasta extensión boscosa y blanquecina de Cuna del Invierno. En las escasas ocasiones en que las preocupaciones de su cargo le permitían hacer balance, con el peso constante de una responsabilidad que se le hacía demasiado grande y la sensación de la mirada severa de su padre en la espalda, al menos podía confirmar que había obtenido lo segundo.


Se encontraba en aquel momento cepillando el pelaje de Albor, su corcel blanco. Había despedido al escudero para empuñar él mismo el cepillo de cerdas, y deslizaba la mano sobre el lomo del destrero, que relinchaba con suavidad y cabeceaba en las frías cuadras de Vista Eterna. Nadie sabía cuán pesada era su carga, no podía compartirla con nadie. Las órdenes selladas, las noticias de las tierras del Este, la situación de la orden, las exigencias en las cartas de Lord Samuelson, todo eso sólo para él quedaba. Para él y para Albor.


- Nos llamarán pronto al combate contra la Plaga - dijo suavemente al corcel, tragando saliva con una sensación amarga en la garganta. Albor asintió y resopló, como si lo comprendiera. - Nunca me he enfrentado a los muertos vivientes, pero ya nos han enviado los protocolos. Dicen que hay que quemar los cadáveres para evitar que vuelvan a alzarse. También dicen que si alguien resulta infectado, debe ser puesto en cuarentena de inmediato, y darle Paz en la Luz una vez se pierda toda esperanza. Espero ser capaz. Tengo que serlo.


El pelaje áspero de su montura resultaba un tacto reconfortante. Albor escuchaba sin responder, y eso era lo que Theod quería. Cuando había intentado hacer partícipe de sus tribulaciones a Ivaine, su hermanastra, la persona más cercana que tenía allí, ella sólo le zahería con su continuo malhumor y sus reproches. Como si no tuviera derecho a quejarse. Como si no tuviera derecho a estar nervioso o preocupado, sólo por que en su insignia había una marca que le identificaba como líder del grupo.


- Ella no quiere entenderme - dijo al corcel, entrecerrando los ojos y frunciendo levemente el ceño. En sus ojos castaños se dibujó una sombra de rencor, el resquicio de una herida. - Solo quiero acercarme, y cuanto más me acerco, más se aleja. Me confunde tanto...


Albor asintió de nuevo con un suave relincho, y frotó la testa contra su hombro. Theod sonrió levemente.


- Si, las mujeres son extrañas, ¿no es verdad? - suspiró el Capitán, palmeándole el lomo. - A veces parece venir a mi con sonrisas y amabilidad, y entonces creo que soy correspondido. Otras, de repente, me da la impresión de que me desprecia. Me siento utilizado, pero con ella... no puedo ni siquiera enfadarme. Creo que me tiene en sus manos. ¿A que es patético?


Apoyó la frente sobre el brazo un instante y tomó aire con profusión. "Ser un gran guerrero, tener un caballo bonito, casarme con una dama hermosa como una princesa". Bien... era un guerrero aceptable, tenía un caballo bonito y estaba enamorado de una muchacha dura como una fortaleza desde que solo era un niño. Ah, Ivaine... maldita fuera. Bendita fuera, que había irrumpido en su vida como un huracán y no le dejaba espacio para pensar en nadie más. Ni siquiera olvidarla le resultaba posible. De alguna manera, en aquel sentimiento casi obsesivo hacia su hermanastra, encontraba refugio de la tensión que le producía su responsabilidad.


La suave ventisca se intensificó, azotando la techambre de piel de los establos, y los murmullos en el exterior se acrecentaron a medida que los soldados regresaban de sus patrullas. Pronto tendría que hacer frente de nuevo a los informes de campo, encerrarse otra vez en el pequeño habitáculo frente al escritorio donde se amontonaban los pergaminos... ¿Era esto lo que había soñado? Supuso que, cuando uno tiene diez años no es consciente de lo que significa realmente el combate, de todo lo que hay detrás de un ejército armado: suministros, logística, salarios, estado de los útiles de combate, armas, armaduras, envíos, comunicación y coordinación de las actividades de una orden. La parte fea del combate no es la muerte, es la burocracia. Eso pensaba entonces.


Acarició el morro del animal y se apartó para dejar el cepillo, volviéndose a medias al escuchar las profundas zancadas que se acercaban a él, apartando el pellejo curado que hacía las veces de puerta de los establos. Su lugarteniente apareció, ocupando el espacio con su presencia. Le dio la sensación de que el aire se volvía más chispeante, la cuadra entera se revitalizaba y todo se volvía más veraz sólo porque el soldado Albagrana ponía los pies en el interior, rompiendo su melancolía e irrumpiendo sin concesiones en la intimidad de sus pensamientos al mirarle, con ojos claros y vibrantes que parecían arrastrarle de golpe a la realidad, sin concesiones. 


- Me han dicho que estabas aquí. - dijo el elfo, con voz clara. - Decidí arriesgarme a sorprenderte con una moza entre los montones de heno.


Theod sonrió a medias, irguiéndose.


- Pues ya ves, me sorprendes con un buen amigo - replicó, haciendo un gesto hacia el garañón.
- Bonito ejemplar.


El sin'dorei avanzó hacia ambos y pasó la mano enguantada sobre el cuello de Albor, que respondió con un resoplido y un gesto airado, apartando la cabeza del desconocido. 


- Es muy desconfiado. Ea, muchacho - Theod le dio un par de palmadas a la criatura. - A descansar, los soldados tenemos que trabajar. ¿Cómo han ido las patrullas?
- Sin novedad.


Rodrith seguía mirando al caballo, sacudiéndose los copos de nieve de la lustrosa armadura. Tenía el pelo sucio y olía a sudor y sangre. El capitán asintió con la cabeza y se limpió las manos en la capa.


- Bueno, tendrás que contarme ese "sin novedad" con algo más de exhaustividad para que lo recoja en el informe de hoy. ¿No ha habido novedades matando alimañas, o se trata de algo peor?


La risa franca del sin'dorei resonó en el habitáculo, y los ojos relucientes le observaron con una mirada burlona.


- Los úrsidos del paso hacia Frondavil tenían problemas con sus primos. Estaban dándose de hostias en el camino, así que me apresté a la colaboración con los Fauces de Madera. Ha sido sólo una reyerta sin importancia. Grossen y Esposa se lo han pasado bien.
- Aun así, habrá que dar parte de...
- Relájate, hermano - replicó el elfo. La pesada mano cayó sobre su hombro y lo palmeó con suavidad - Es tarde. Mañana te daré todos los detalles y haremos ese informe de los cojones, ¿de acuerdo? Solo son papeles, no se van a marchar, y por mucho que adelantemos siempre habrá mas.
- En eso tienes razón - dijo Theod, suspirando con hastío que no fue capaz de disimular.
- Te echaré una mano en ese infierno.


Negó con la cabeza mientras salían al exterior, arrebujándose en las capas.


- Preferiría que estuvieras con los soldados.
- Arristan es un tipo serio y concienzudo, y la división funciona muy bien. Para las patrullas cotidianas, creo que puedes confiar en él.
- Hum... - Theod se rascó la barbilla, pensativo. - ¿Tu crees?


Arristan era el mayor. Un guerrero con barba, que solía cantar a menudo, le había escuchado desde el improvisado despacho en mas de una ocasión, mientras los soldados bebían y descansaban y él trabajaba a destajo. En los entrenamientos, había demostrado su valía, pero Theod no estaba en posición de distinguir si era un tipo serio y concienzudo, como decía Albagrana. No les conocía tan bien como debería, y eso le pesaba.


El elfo asintió de nuevo.


- Las cosas están tranquilas de nuevo - le dijo, suavizando el tono de voz, volviendo la mirada chispeante hacia él. - Todo va bien, creo que pueden hacerlo. Pero si ordenas que vaya con ellos, lo haré. Aunque creo que te haces un flaco favor condenándote a la incomunicación entre esa montaña de libranzas. Al menos deja que te eche una mano por un día.


Theod sonrió a medias, mirando de reojo a Albagrana mientras caminaban, hundiendo los pies en la nieve. El sol empezaba a ponerse ya, el día tocaba a su fin. En las últimas semanas, Theod había comprendido bien por qué su antiguo rival, al que había llegado a despreciar con toda su alma, despertaba la simpatía de sus camaradas y soldados. No se sentía capaz de despreciarle ahora, después de aquella conversación en la que intentó desesperadamente apartarle de su camino, alejar esa sombra densa de su espalda, su imagen, que le recordaba constantemente que no estaba a la altura al hacerle contrastar con su propio brillo. Con una mezcla de alegría y desazón, había caído también bajo su influjo, y comprendía que no era tan malo, pues ese brillo que temía que le hiciera palidecer, se contagiaba en sí mismo, como en aquel momento, cuando las preocupaciones y la tristeza empezaron a parecerle exageraciones y dilemas absurdos. Cuando la inseguridad se esfumaba como un fantasma, exorcizada por su presencia.


- Bien, probaremos. ¿Tienes armas apropiadas para enfrentarte a la burocracia, Albagrana?
- Tengo un trozo de carboncillo en alguna parte.
- Te prestaré una pluma.
- Será mejor, sí. Nunca he hecho un informe, tendré que copiarme del pupitre de al lado, como en los viejos tiempos, en el templo...
- ¿Eras de los que copiaban?
- Por supuesto. ¿No se me nota?
- Si, lo cierto es que tienes pinta. ¿A donde me llevas? Te estoy siguiendo pero no sé donde vamos.
- A la taberna, a beber.
- Ah. Bien. Estoy de acuerdo.
- Cojonudo.


La noche se cuajó de estrellas, el firmamento se pintó de añil y la luz de la noche inquieta se reflejó en la nieve. Theod Samuelson ya no miraba los astros a menudo, pues los tiempos de la infancia habían quedado muy atrás y, abrumado por su posición, no se permitía soñar demasiado. Siempre había deseado  ser un gran guerrero, tener un bonito caballo y una mujer hermosa como una princesa, porque cuando era un niño, todo parecía posible. Ahora, con diecinueve años, él sabía que las estrellas no conceden deseos, así que había dejado de mirarlas. Porque para todos, o para casi todos, llega el tiempo y la edad en que apartamos los ojos del cielo, y dejamos de desear y de soñar para ceñirnos a lo que podemos pisar con los pies, en vez de seguir aspirando a lo imposible.

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