jueves, 21 de octubre de 2010

XXX - El último respiro

El campamento del Orvallo era una pequeña posta al noreste de Alterac. El río tronaba cerca, las montañas aún eran frías y al amanecer, la hierba grisácea crujía bajo las botas, vestida de escarcha y rocío. El día había despertado con una densa neblina, y el grupo de soldados se aprovisionaba para el largo viaje. Habían cruzado el mar desde Kalimdor y habían cabalgado durante semanas hasta el Norte; a pesar de todo aún quedaban leguas por recorrer hasta la base del Alba Argenta en las que ahora llamaban Tierras de la Peste. A pesar de que el día sólo asomaba, ya se escuchaba la bulliciosa charla de la división y, por supuesto, la canción del bardo, que entonaba a su alrededor.

- ¿Por qué debo esperar, triste y sola
apartando las ramas, las hojas, las ramas
por qué debo esperar, triste y sola
en esta ladera?

Ivaine resopló y miró de reojo a Arristan, arrojándole un saco de pertrechos y arrebatándole el arpa que había improvisado con una rama curva y cuerdas de laúd.

- Espabila, anda.

El hombre rió y recogió el saco, arrastrándolo hasta el carro de suministros.

- ¿No te gusta? Es de tu tierra, de Arathi.
- Ya la conozco - replicó Ivaine, ayudándole a levantar la carga y dejarla sobre la carreta. Las mulas resoplaron. Se veían venir lo que les esperaba. - Es una canción un poco tonta. Un hada esperando a su amor en vano.

Arristan rió entre dientes y la acompañó a por la caja de espadas. Resoplaron al levantarla.

- ¿Que... se puede esperar de esas relaciones?

Ella le miró por encima del embalaje, suspicaz. El hombre, sin embargo, no dijo nada más, esbozando una media sonrisa entre la barba cana. La carreta se quejó y las mulas unieron las cabezas, seguramente planeando una manera de escapar, cuando soltaron la carga sobre el carruaje. Ivaine se sacudió el tabardo, apartándose el cabello del rostro.

- Aprecio tu rima, pero vamos a la guerra. ¿No es tiempo de cantar sobre otras cosas?
- ¿Qué propones?
- Batallas épicas. Por ejemplo.

Caminaron juntos hacia el extremo del campamento. Los soldados del Orvallo permanecían alerta, los exploradores hablaban de avistamientos hostiles la noche pasada, al norte. Nadie había dormido demasiado. Berth y el brujo contaban suministros en el rincón, rodeados de cajas apiladas.

- ¿Todavía no han llegado los demás? - preguntó el muchacho.

Ivaine negó con la cabeza. Berth estaba más delgado y parecía más seguro de sí mismo que unos meses atrás. El largo viaje por mar le había obligado a perder peso: se había pasado la mitad del mismo vomitando, la otra mitad, pálido y encogido en un rincón, sintiéndose enfermo. Tocar tierra firme había sido como un renacimiento para el chico.

- No podremos llevar todo esto - comentó Derlen, señalando las cajas con la cabeza. - Además, el paso hasta la Capilla no parece muy seguro.
- No lo es.

Ivaine frunció el ceño, de nuevo. Volvió la vista hacia atrás. En el campamento, el Capitán hablaba con los protectores del Orvallo, con el cabello castaño recogido en la nuca. Las cosas eran serias ahora, muy serias, y se preguntaba si su hermano estaría a la altura de las circunstancias. También él había cambiado. Más sereno, más severo y más frío, quizá era el viaje por mar o la cercanía de la batalla lo que había afectado a su carácter. Theod terminó su conversación y caminó hacia ellos. Su armadura brillaba, lucía el tabardo como pocos, y la espada de su padre colgaba del cinto en una vaina de cuero grabado.

- ¿Estamos listos?

Los soldados se cuadraron y saludaron al capitán.

- El carruaje va hasta arriba, señor.

Arristan dio unos golpecitos con los dedos enguantados sobre la madera de una caja.

- ¿Qué hay ahí? - preguntó Theod.
- Agua y alimentos. - Derlen consultó su pergamino. - Para diez días de viaje en toda la carga.
- La Capilla necesita las armas, así que abrid las cajas y cargad con tantas provisiones como podáis.

Un relincho lejano anunció la llegada de los exploradores. Ivaine volvió la mirada hacia el sendero, conteniendo un mordisco de ansiedad en el estómago. Desde que abandonaron Cuna del Invierno, Theod había mantenido un pequeño grupo siempre en vanguardia, abriendo paso e informando del estado de los caminos y las posibles rutas. Los corceles se aproximaron al galope, junto a la loba de Grossen, un montículo de pelaje negro y ojos rojos que zigzagueaba entre ellos. Contó las figuras, y la punzada se deshizo cuando comprobó que habían regresado los cuatro.

- ¿Nuevas? - espetó el capitán, acercándose a las monturas y sujetando la brida del caballo de Boddli. El animal parecía nervioso.

- No es practicable.

Rodrith bajó de un salto. Traía el ceño fruncido y un brillo de rabia en la mirada, que se suavizó por un momento cuando se encontró con la de Ivaine. "Está entero", pensó la chica, haciéndole un repaso rápido y disimulado. La hoja de la espada limpia, la armadura intacta, ningún rasguño. Contuvo el impulso de ir a su encuentro, preguntarle si estaba bien y peinarle los cabellos con los dedos. Ella no era ninguna damisela, no era el hada esperando a su amor, era un soldado de la Octava y aquella reacción estaba absolutamente fuera de lugar. Por eso la azotó hasta echarla de su mente, levantando la barbilla y agarrándose el cinturón, anclada al suelo.

- ¿Cómo que no es practicable? - inquirió Theod, mirando a su segundo.
- Será mejor volar - apoyó Grossen - Esposa ha encontrado animales enfermos, hemos visto esas carcasas deambulando. Y el aire es irrespirable.
- He detectado muchos grupos de no-muertos cerca de las granjas - apostilló Boddli. El enano paladín mostraba un gesto fúnebre. - Nidadas de treinta o más, agrupadas alrededor del camino.
- Y tienen hambre - terminó Rodrith - Les vimos atacar a un oso. Le arrastraron hacia el bosque. Aún estaba vivo cuando empezaron a devorarlo, debían ser quince o más.

Theod suspiró profundamente y asintió, pasándose la mano por la cara.

- Hay que llevar las armas hasta la Capilla. Las fuerzas esperan nuestra llegada con suministros y más espadas. Preguntaré a los del Orvallo si hay previsto el paso de alguna caravana más numerosa en los próximos diez días, si no, tendremos que arreglarnos para enviar todo esto de alguna manera. - Les miró uno a uno - Descansad hoy. Este será nuestro último respiro. Partiremos mañana al alba. Volaremos en grifos.

El capitán se alejó a grandes zancadas. Ivaine le miró caminar, la manera en la que aplastaba la tierra bajo sus pies, y por un momento añoró la época en la que siempre sonreía y soñaba con ser un caballero. "Mi madre lo decía, cuidado con lo que deseas". Alrededor, los soldados estaban silenciosos. Miraban con preocupación a los tres exploradores y la loba, buscando en sus rostros las señales que aquello que habían visto había dejado en su ánimo. Los tres estaban demasiado serios.

Un rayo de sol se filtró entre las nubes y golpeó directamente en los ojos a Arristan, que esbozó una sonrisa insegura.

- Nada de canciones épicas por hoy. ¿Qué queréis escuchar? - dijo, animadamente, agarrando de nuevo el arpa improvisada y rasgueando las cuerdas.
- Canta la canción de la esposa gorda y el calabacino siniestro - propuso Boddli, dándole una palmada fuerte en el hombro al bardo. - Eso es lo apropiado ahora.
- ¿No removerá tus recuerdos, enano? Dicen que tuviste una profunda historia de amor similar.
- ¿Con una gorda? ¿Yo?
- Con un calabacino, eso comentan.

Berth se rió entre dientes y el soldado de barba blanca comenzó a cantar. Derlen abrió las cajas haciendo palanca con la espada y comenzaron a llenar sus bolsas, mientras la voz profunda de Gunther Arristan desgranaba los versos. La canción se deslizó como un río cristalino, limpiando la incertidumbre y el pesar de sus espíritus. Ivaine, sin embargo, fue incapaz de deshacerse de aquella pesada losa que parecía cargar desde que partieran de las frías nieves.

Con canción o sin ella, iban a la guerra. Y en la guerra, aun sin haberla probado todavía, estaba segura de que encontrarían pocas alegrías y muchas tristezas.

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