viernes, 22 de octubre de 2010

XXXIII - Muchas formas de morir

La mujer que la había examinado era una enana con rodetes de trenzas rubias en las sienes. Su tienda estaba rodeada de blandones sagrados, en su interior había estanterías atestadas de frascos con líquidos de colores que brillaban a la luz de las velas. Le había hecho abrir la boca, había revisado toda su anatomía para cerciorarse de que no tenía heridas y le había pedido que soplara en un alambique donde algo extraño hervía. Luego sonrió y dijo "estás limpia", y la mandó afuera a esperar.

Cuando terminó con el último, la enana salió al exterior, limpiándose las manos, y les miró. Tenía la nariz colorada y la voz suave. Los soldados hablaban entre sí y guardaron silencio al verla aparecer.

- Mi nombre es Griselda Martillotenaz y soy uno de los médicos del Alba Argenta - dijo, sin preámbulos - cada noche, antes del toque de queda, todos los soldados pasan una revisión rutinaria para confirmar que ninguno ha sido infectado. No importa si habéis combatido o no. Muchas cosas sobre el funcionamiento del añublo de la Plaga aún no están claras, y hay muchas otras pequeñas enfermedades, combatibles, que podéis contraer sólo por estar aquí, respirando este aire.

"Maravilloso", pensó Ivaine, resoplando. Estaba sentada en un taburete, y aún temblaba un poco tras el combate. Por mucho que intentase contenerlo, los estremecimientos nerviosos la asaltaban de cuando en cuando. Rodrith estaba detrás de ella, con el mandoble en el suelo y una mano sobre su hombro. La había puesto ahí cuando ella salió de la revisión, y no la había apartado. Ivaine tampoco se había deshecho del contacto con un manotazo en esta ocasión. Berth, a su lado, estaba pálido, sentado en su petate. No había pronunciado una palabra. Ivaine temía que estuviera en estado de shock.

- Tomad buena nota de las medidas preventivas - prosiguió la tal Griselda - y tenedlas muy en cuenta para cuando estéis en campaña. La Plaga se transmite por el aire, por la sangre y mediante el consumo de agua o alimentos infectados. Una vez infectado, el plazo hasta la muerte es de unos tres días en caso de infecciones directas por sangre o alimentos. Hasta tres semanas si es por las vías respiratorias. Los síntomas iniciales son fiebres altas, malestar general, imposibilidad de ingerir alimentos o bebidas, mareos, agotamiento. Los órganos dejan de funcionar poco a poco. La carne se seca y se pudre. Funciona como una enfermedad que acelera el envejecimiento del cuerpo hasta que éste muere, y entonces se alza de nuevo.

Ivaine apretó los dientes. Aquella enana hablaba con toda naturalidad. Se preguntó qué habría pasado con la mujer de los pendientes, si se infectó por el aire o fue mordida por un necrófago.

- Si recibís una herida por arma de las fuerzas de la Plaga, acudid inmediatamente a los médicos. Si estáis en Campaña, que la revise un paladín, un sacerdote o un druida. Si recibís un arañazo o un mordisco, por pequeño que sea, retiraos del combate y acudid inmediatamente a los médicos o a los sanadores de vuestro grupo. No comáis ni bebáis nada que no proceda de nuestros suministros revisados. Fuera del área de la Capilla, llevad siempre el rostro cubierto y un pañuelo delante de la nariz o la boca. Incluso si vais con yelmo, llevad un embozo debajo. No fuméis hierbas de la zona. No toquéis los hongos ni los bulbos. No respiréis las esporas. Si sois hechizados por un conjurador de la Plaga o sentís alguna clase de malestar por cualquier motivo, acudid a los médicos.

- Dioses... - murmuró Boddli - ¿cuántas formas de morir hay aquí?

Griselda le oyó y se volvió a mirarle, sonriendo.

- Demasiadas, me temo. Pero también tenemos muchas formas de evitar eso. - se volvió a los demás - Como dice vuestro camarada, hay muchas maneras de morir aquí, sin embargo, hay algo fundamental en esta guerra. Cada soldado nuestro que cae a manos de la Plaga, se levanta como uno de ellos. Para evitarlo, los Intendentes del Alba Argenta equipan a sus soldados, a todos ellos, sea cual sea su rango, con el Buena Muerte.

La enana levantó en el aire una bolsa de cuero, una suerte de morral plano y no muy grande con el emblema del sol de ocho puntas grabado en blanco en la tapa. Lo abrió y desplegó algo parecido a un botiquín. En los compartimentos había viales rojos, viales amarillos y unos botes diminutos con un líquido negro de destellos anaranjados.

- El Buena Muerte contiene pociones de sanación, pociones de purificación y aceite de fuego.
- Para incinerar los cadáveres de los caídos - completó Theod. Griselda asintió.
- Cada aliado que caiga, debe ser quemado. Sin excepción. Si un compañero se infecta con la Plaga y no hay manera de salvarle, se le da muerte y se le incinera en menos de media hora. Si se deja transcurrir más de ese tiempo entre la muerte y el fuego, se levantará.
- ¿Cómo debemos atender a nuestros camaradas cuando estemos en campaña, señora?

La fina voz de Shelia Nocheclara se dejó oir con cierta timidez. La enana la buscó con la vista y le dedicó una sonrisa.

- Los sanadores y todos aquellos que puedan hacer uso de facultades de sanación debéis reuniros conmigo mañana, dos horas antes del amanecer. Os explicaré todo lo que necesitáis saber para que podáis hacer vuestro trabajo. ¿Tenéis alguna pregunta, soldados?

Ivaine volvió la mirada. Sí, tenía, tenía muchas. Le gustaría saber cómo demonios podía hablar de esas cosas con tanta calma, qué maldito virus era aquel que hacía a los vivos acostumbrarse a cosas como esta, como esto, y cuánto tiempo tardaría ella en hacerlo o en caer.

- Bien, gracias por vuestro tiempo. Estoy a vuestra disposición para lo que queráis.

Griselda desapareció dentro de la tienda y los soldados de la Octava se miraron. Theod fue el primero en hablar.

- Vamos a montar el campamento. Y todo el mundo a dormir. Mañana será un día largo.

Ivaine suspiró y se puso en pie. La mano del sin'dorei desapareció de su hombro y caminaron juntos a través de las carpas de lona blanca y las hogueras, los taburetes y los cajones de piedras de afilar. Rodrith parecía extrañamente tranquilo con todo aquello, apenas fruncía levemente el ceño. "No se ha despeinado", comprobó aterrada. Maldito fuera.

- Tu ya habías visto esto - afirmó Ivaine, hablando en thalassiano. Últimamente, lo hacía a menudo.

El sin'dorei negó con la cabeza y respondió en su idioma natal. Su voz era incluso más melódica cuando lo utilizaba, vibrante y profunda.

- No así, la verdad... pero no es mi primer contacto con el Azote.
- Arrasó Quel'thalas, ya lo sé - dijo con sequedad - ¿Has luchado con ellos antes?
- He huído de ellos.

Ivaine se rió con un deje amargo, mirándole de reojo. El sin'dorei no reaccionó, parecía hundido en alguno de sus recuerdos.

- Es la primera vez que admites tu cobardía.

Siguieron andando y él no respondió. No la insultó ni le devolvió la puya, ni siquiera lo negó. Tampoco le explicó lo que había vivido en Quel'thalas. Serio, masticaba algo que Ivaine no podía adivinar ni definir. Suspiró con frustración. A veces le resultaba terriblemente difícil llegar hasta él, y eso la hacía sentirse rechazada, como si se cerrara a ella sin explicaciones.

- No me digas nada, vale - escupió, apretando el paso y poniendo distancia entre los dos. - Ya me enteraré de a qué me enfrento cuando esté en combate, muchas gracias.

"Que te den por culo, gilipollas". Sí, estaba asustada. Sí, necesitaba apoyo, y admitirlo no era fácil. Intentaba encontrarlo en él, en su experiencia, y el muy élfico cerraba la boca y se dejaba llamar cobarde antes que soltar prenda. Escuchó las zancadas rotundas a su espalda y la mano se cerró en su brazo, arrancándole un suspiro de resignación. 

Habían llegado al extremo del campamento, la zona que les habían asignado. Los compañeros ya estaban montando sus tiendas, golpeando las estacas y tirando de los vientos para anclarlos al suelo a la luz de las antorchas. Rodrith la volteó contra el muro de la capilla, en un recoveco, y fijó los ojos vidriosos en los suyos.

- ¿Qué coño quieres que te diga? - le espetó en thalassiano, en un susurro tenso - No es momento para esto.
- ¿Y cual es, cuando esté apartando garras afiladas de mí? ¿Cuando tenga que escurrirme de sus dientes? ¡Tú has sobrevivido a eso, háblame, dime algo, dame algo a lo que aferrarme, maldita sea! - las palabras salieron como un torrente de lava entre sus labios, ardientes, quemándola - Soy el escudo de este grupo, ¿lo has olvidado? Soy el maldito muro. Necesito apuntalarme, si fallo estamos muertos.
- Hay muchas maneras de sobrevivir, Ivaine, y ya te lo he dicho. Yo no he combatido antes al Azote. Sólo he huído.
- No te creo - confesó ella. Era cierto. No se lo creía.

Rodrith frunció el ceño y apartó la mano del muro. Siempre hacía eso cuando le sacaba de sus casillas, acorralarla contra alguna parte y cernirse sobre ella, como si pretendiera intimidarla. Y nunca le salía bien. Ivaine no le tenía ningún miedo, y simplemente, no podía aceptar que él lo tuviera.

- Pues créeme. Sobreviví al Azote de Quel'thalas porque no estaba en Quel'thalas. - dijo en voz baja y rasposa, apretando los dientes. - Cuando volví a casa, me recibieron los nerubian. Arañas enormes. Y escapé, sobreviví porque un elfo a caballo me tendió la mano y me sacó de allí. No he combatido a la plaga porque llegué tarde.

La chica frunció el ceño y asintió. Él había apartado la mirada y cerraba el puño. Finalmente lo descargó contra la pared de piedra de la capilla y vocalizó una maldición de marinero en voz muy baja.

- Hay muchas formas de morir. - añadió él, en el mismo tono - Y de sobrevivir. La peor, en ambos casos, es no haciendo nada.

El sin'dorei se apartó y se fue a montar su tienda, sin volver a mirarla. Ivaine se pasó la mano por la cara, chasqueando la lengua.

- Pues bastaba con decirlo - dijo para sí, dirigiéndose hacia el otro extremo y colocando la suya bien lejos de la de Rodrith.

En las noches siguientes, ambos tendrían que andar un buen trecho a través del campamento para ir a buscar la mutua compañía y el refugio y la seguridad que sólo hallaban en el otro. Pero era uno de los precios a pagar por la tozudez.

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