viernes, 22 de octubre de 2010

XXXII - La bienvenida de los héroes

El comandante Kuntz se sentía mayor. Tenía la impresión de que sus gritos ya no resonaban de igual manera, como si estuviera perdiendo su energía. No podía permitirse eso, no en aquel lugar ni mucho menos en aquel momento. En las tierras del Este, apostados en los restos de una vieja capilla que había sobrevivido a lo imposible, algunos mandos del Alba Argenta daban lo mejor de sí mismos para resistir los ataques de las hordas de no muertos y combatirles desde el frente. 

Tras el fallecimiento de Lord Raymond George, Maxwell Tyrosus se había convertido en el pilar de las fuerzas del Alba en la zona. Si Lord Maxwell aportaba el brío de su fe combatiente y la experiencia, no solo militar, de sus años, el Duque Nicholas Zverenhoff mostraba la calma altiva de la nobleza idealista. Kuntz no era un alto cargo como ellos, pero era consciente de que su mejor aporte a las fuerzas del Alba eran sus reproches, sus exclamaciones y su mal carácter. El mal carácter era como el buen humor: si eras capaz de mantenerlo en las situaciones extremas de desaliento, servía para espolear las energías de los demás.

De modo que tomó aire y volvió a "espolear" a los defensores que se preparaban para la ronda cerca del lago.

- ¡¡¡VAMOS, VAMOS, VAMOS!!! ¡Es para hoy, espabilad! ¡He visto más agilidad en la casa de ancianos de Ventormenta! - bramó, tirando de las riendas del corcel y ajustándose los binoculares. - ¡Para cuando hayáis formado, seguro que la Plaga ya ha caído, sí! ¡De ABURRIMIENTO!

Los soldados se ajustaron los yelmos y formaron en el camino en filas de a dos, saludando hacia la puerta de la Capilla. Después, se volvieron hacia el sendero. El primero dio la orden.

- ¡Preparados! ¡Marchad!

La hilera de combatientes se alejó a paso seguro, con las espadas y los escudos prestos, hacia el bosque. Entre los árboles retorcidos e infectos se adivinaban siluetas acechantes, más allá de la neblina amarillenta, insana, que todo lo cubría. Las figuras plateadas desaparecieron en la bruma, y Kuntz se retorció el bigote, preguntándose cuántos de ellos regresarían. "Esta guerra es demencial. Es como si el infierno hubiera abierto sus puertas de par en par y estuviera dejando salir toda su escoria. Bueno, al menos a mi suegra le dará el aire".

- Señor - el defensor se cuadró y saludó, con la voz amortiguada por el casco de acero - están llegando grifos desde el Orvallo. La División Octava.

- ¿La Octava? Bien - farfulló, haciendo caracolear a su corcel y abriendo la cartera de cuero donde tenía las órdenes y las libranzas. - Iré a echar un vistazo. ¿Qué se sabe de los exploradores de Stratholme?
- Sin noticias, comandante.

Se escuchó un grito y un cuerno resonante, que interrumpió la conversación. Kuntz arrugó la nariz y le destellaron los ojos. Un ataque. Hora de gritar.

- ¡¡Defensores!! ¡¡Plaga en la zona Norte!!

Una veintena de hombres armados aparecieron desde el interior de la capilla de piedra, salieron de las tiendas apostadas alrededor y se unieron de entre los vigilantes que hacían ronda a lo largo del campamento. Kuntz metió las espuelas y cruzó delante del establo de grifos, donde un pequeño grupo se reunía. Se detuvo en seco, mirando los tabardos. Debían ser los recién llegados. Bien, tendrían el recibimiento especial de las Tierras de la Peste.

- ¡¡Vosotros!! Por la Luz, pero si sois críos. - resopló, al ver el rostro juvenil del caballero que parecía al mando de aquella peculiar coalición - Coged las armas YA y al combate. ¡¡¡VAMOS, VAMOS!!! ¡¿Es que os pesan los pañales?!

Acto seguido, continuó su camino, espada en ristre. "Estoy mayor, maldita sea. Y estos son demasiado jóvenes. Supongo que no hay edad para esto".

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-¡¡VAMOS, VAMOS!!

Ivaine apretó los dientes. Soltó su petate de cualquier manera, se ajustó la armadura y agarró el escudo de acero y la espada, echando a correr tras otros hombres que corrían. Apenas había puesto el pie en aquella tierra nauseabunda y ya había problemas. Estupendo.

- ¡Abrid paso, joder! - gritó ella, haciéndose un hueco entre los montones de metal y acero, buscando con la mirada los objetivos.

Durante el vuelo en grifo, había contemplado el paisaje que se le ofrecía a la vista preparándose para lo que habría de venir. Desde las alturas, era absolutamente desolador. Ivaine no tenía miedo a la muerte, pero lo que se encontraba ahí abajo era mucho peor que perder la vida. Había pasado sobre Andorhal, que en los mapas parecía ser una ciudad preciosa y animada. Animada estaba, sin duda. Los edificios humeaban, los carros de combate de la Plaga arrojaban piedras y toneles que estallaban en el suelo, creando una nube amarilla y tóxica. Destellaba la Luz aquí y allá, y una masa de cuerpos podridos y esqueletos descarnados se extendía por las calles, como un potaje abyecto que se hubiera derramado o un hongo putrefacto, tomando las ruinas de los edificios, haciendo frente a los que intentaban recuperar la ciudad. En el centro de la plaza, había visto a una criatura flotante y extraña, aterradora, cuya sola visión le había estremecido con una mordedura gélida en la espalda.

Había visto las calderas humeando en las granjas. De vez en cuando, una vaharada fétida golpeaba su olfato incluso allí, en las alturas. El aire parecía espeso y cargado, densificado a causa de los gases dulzones de la putrefacción, que no sólo asolaba los cuerpos, sino la propia tierra, los árboles, todo. Al Este, gigantescas larvas blancas se arrastraban entre los montes resecos. Las gárgolas circundaban las torres que antaño habían protegido aquel lugar. De las criptas salían cadáveres bamboleantes, y en los arbustos marchitos se agazapaban perros de ojos rojos y fauces amarillas. Atravesó los cielos por encima de una ciudad anclada en un cruce de caminos, donde abominaciones y espectros deambulaban, unas arrastrando sus cadenas, otras aullando. Y al norte, una sombra piramidal, lejana, que se recortaba más allá de la densa neblina.

Si, se había preparado para lo que estaba por venir.

Escuchaba el entrechocar de metal mientras intentaba avanzar hacia el combate. Un hombre cayó delante suya, derrumbándose como un muñeco roto. El olor de la sangre se le pegó al paladar, y un gorgoteo enfermizo, antinatural, le dio la bienvenida.

Ojos amarillos, velados por una densa mucosa. Un rostro deformado de dientes como dagas, grisáceos y sucios, costillas al aire y los huesos a través de la carne . Algunos mechones de cabello surgían del cráneo de la criatura. Llevaba pendientes, dos aros de plata reverdecida que pendían de un par de muñones a ambos lados de la cabeza. Los jirones del vestido le colgaban de los miembros, algunos se habían podrido en la carne y se habían pegado a ella. 

"Luz Sagrada"

La criatura lanzó un grito extraño, crujiente y quebrado, y arrojó las zarpas hacia ella. Ivaine interpuso el escudo, resollando dificultosamente, y lanzó la espada hacia adelante con una exclamación brusca.

"Luz Sagrada, no estoy preparada. No lo estoy".

Cortó un brazo, giró sobre sí misma y golpeó al monstruo con el baluarte de acero. El no muerto se agarró a él como si fuera una araña sobre su presa, tratando de alcanzarla con el brazo que le quedaba. Aquel golpe debía haber derribado al enemigo, pero apenas se tambaleó hacia atrás antes de prenderse a su única defensa.

"Luz Sagrada, dioses, quien sea".

- ¡MUERE DE UNA VEZ! 

Atravesó la carne con su acero. Cortó tendones, huesos, músculos secos y contraídos como ciruelas pasas, salpicando a su alrededor sangre negra y coagulada. El brazo cercenado se arrastraba por el suelo, le agarró un tobillo.

- ¡Muere, muere, muere!

La cabeza del no muerto voló por los aires. La mano le soltó el pie, y se quedó golpeando el cadáver una y otra vez con la espada y el escudo, destrozándolo, picándolo, machacándolo. "Que no se levante, que no se levante, que no se levante".

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El último necrófago sucumbió bajo las llamaradas de un hechizo, y Kuntz resopló, limpiándose el sudor y la sangre infecta del rostro.

- ¡¿Hay más?!
- ¡Limpio aquí!
- ¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Recoged a esos dos caídos y haced una pira junto a la cripta!

Miró a su alrededor. Otro día, otro ataque, otra vez repelido. Estaba cansado y se sentía mayor, verdaderamente. Quizá convendría hablar con Lord Maxwell y pedirle que le dejara al cargo de las libranzas y poco más. "No, ni hablar. Ni hablar". 

Vio a los novatos, a su derecha. Las expresiones de sus rostros, sus respiraciones aceleradas, y el miedo. En todas sus formas. El miedo evidente y palpable del soldado más joven, un humano rubio y regordete que mantenía los ojos abiertos como platos y el semblante pálido. El miedo más sosegado y reprimido del capitán, el joven caballero de pelo castaño que fruncía el ceño y reagrupaba a sus hombres. El miedo nostálgico de la elfa nocturna. El miedo supersticioso del trol. El miedo convertido en ira y venganza en el elfo sin'dorei que apretaba los dientes y escupía sobre los restos de una carcasa esquelética.

Kuntz sabía que el miedo es la peor enfermedad en una guerra, y hasta donde sabía, sus técnicas eran bastante efectivas contra eso. Montó de nuevo en el caballo y se puso a gritar, tomando aire profundamente y dando lo mejor de sí mismo para librar de él a los novatos.

- ¡¡Que hacéis ahí parados!! ¡Vamos, vamos, moveos! ¡Id a que os hagan la revisión sanitaria, División del Pañal! ¡Quizá los médicos os den una sorpresa y os digan que ya podéis tomar alimentos sólidos en vez de las papillas que os hacen vuestras mamás! ¡Que me aspen, pero si está aquí el gordo! ¡Maldita sea, me acuerdo de vosotros! ¡Parece que aun siendo patéticos habéis reunido las suficientes agallas como para llegar hasta aquí! ¡Veremos cuanto duráis antes de que llaméis a la nodriza! 

Cuando empezaron a arrojarle orgullosas miradas de desprecio, se despidió con una última puya y volvió a su puesto. Sí, puede que estuviera algo mayor, pero aún podía dar algo al Alba Argenta. El resto de la tarde y la noche transcurrieron sin contratiempos.

Kuntz no vio a su suegra, pero aquel día soñó con ella.

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