martes, 19 de abril de 2011

I.- La Reina entre las nieves

Cuna del Invierno - Ocho meses más tarde


El venado estaba inmóvil. Había oído algo y permanecía quieto sobre la loma, como una estatua, con el rostro vuelto hacia el lugar donde la muchacha esperaba, escondida. Ivaine tenía la espalda pegada al tronco y el arco en la mano. Colocó la flecha y tensó la cuerda muy lentamente, intentando no hacer el menor ruido. Tenía viento a favor y una posición privilegiada. No podía fallar.

Respiró hondo y aguantó el aire. Se giró para salir del escondite y disparar. El ciervo se dio la vuelta para huir hacia el este. La flecha silbó y atravesó el cuello del animal, que cayó de lado sobre la nieve, emitiendo un gañido desesperado y removiendo las pezuñas frenéticamente. Ivaine sonrió, satisfecha. Comenzó a trepar a la colina a buen paso, arrastrando el trineo tras de sí. La ventisca arreciaba, amenazando con cubrir de blanco los caminos y las veredas. Tenía que darse prisa. Cuando llegó a la loma, comprobó que el venado había muerto antes de atarle las patas y encaramarlo al trineo.

Cuando terminó, estaba acalorada y se había hecho daño en la espalda, había soltado tantas maldiciones que haría enrojecer a un pirata y se encontraba, en resumen, con un ánimo de lo más belicoso. Se golpeó las palmas de las manos enguantadas con los puños. Llevaba ropa de lana y cuero, una capa de piel con una gruesa caperuza peluda y botas forradas con las suelas tachonadas para evitar accidentes en el hielo. Su aliento se condensaba en el aire, pero no tenía frío.

- Bueno. Vas a ser nuestra comida y cena durante unos días. Bendito seas – dijo, atando bien el animal – Haremos ropa con tu piel y tallaremos cuchillos con tus cuernos. Pero no pienso perdonarte si mañana no puedo ponerme derecha.

Se ajustó las correas en la cintura y los hombros y comenzó el trabajoso descenso de vuelta a su casa.

Tres horas más tarde, el sol estaba a punto de ponerse y la nevada ya era intensa. Entró al refugio reformado tirando de las patas del venado, maldiciendo entre dientes y hecha un desastre. El fuego ardía en la chimenea, y Rodrith se cruzó de brazos y se pegó a la pared para hacerle sitio. Ella le dirigió una mirada asesina.

- No digas nada.

Él arqueó las cejas y levantó las palmas de las manos con un gesto pacificador. “Demonios. Es insoportable”, se dijo Ivaine, cerrando tras de sí. El ciervo muerto estaba en el centro del refugio, manchando de sangre la madera del suelo. Bien, Ivaine tenía que admitir que el elfo había hecho un buen trabajo transformando aquella choza polvorienta en un hogar. También tenía que admitir que había tenido razón al decirle que ir sola a cazar un ciervo iba a ser problemático. Seguramente lo hubieran hecho mejor entre los dos, y habrían tardado menos. Pero Ivaine a veces seguía siendo testaruda solo por el placer de serlo. Formaba parte de su terrible carácter, y ella quería conservarlo intacto. Aún no había nacido hombre o elfo que pudiera cambiarla.

Miró el ciervo. Comprendió que destriparlo, desollarlo y limpiarlo allí, sería un desastre para la casa, y además le llevaría toda la noche.

- Demonios.

Rodrith se estaba riendo. Lo sabía. No necesitaba mirarle ni escucharle, sabía que estaba riéndose en silencio mientras la observaba con semblante serio pero ese brillo en los ojos que delataba su hilaridad. Ella apretó los labios y suspiró, quitándose la capa.

- ¡Demonios!

- Mientras invocas al vacío abisal, voy a llevarme tu pieza al almacén – dijo el sin’dorei, echándose el animal sobre los hombros y abriendo la puerta.

Una ráfaga de viento descontrolado hizo bailar las llamas y casi levantó del suelo la pesada alfombra de piel de oso.

- Ten cuidado, idiota.

- Lo tendré, estúpida.

Le siguió con la mirada a través del cristal de la ventana, sucio de escarcha. El almacén era en realidad una pequeña caseta de madera que habían levantado junto a la casa. Allí guardaban los suministros que conseguían en Vista Eterna o en la Aldea Estrella Fugaz a cambio de pieles o de algún trabajo sencillo. Rodrith solía herrar los caballos cuando se lo pedían, pero la mayor parte del tiempo, esa clase de cosas las hacía gratis. A él le gustaba más vivir de lo que mataba que de lo que producía. Era un consumado cazador, y había enseñado a cazar a Ivaine. También era capaz de curtir y coser pieles. Ella, sin embargo, no era muy capaz de hacer nada de provecho que pudiera resultar útil para la subsistencia, de modo que había puesto todo su empeño y el ardor de su mal humor en aprender todas aquellas cosas de él. Se había estado sintiendo exageradamente inútil y humillada hasta que fue capaz de igualar sus habilidades en todos los aspectos. A partir de ahí, las cosas fueron mejor.

Sonrió a medias y abrió la faltriquera, sacando el montón de huevos que había encontrado. Los dispuso sobre la repisa de la chimenea y levantó la tapa de la caldera, olisqueando la sopa con la que su querido compañero pretendía alimentarla. Hizo una mueca de asco: fuera lo que fuese, apestaba.

- Por todos los dioses, ¿qué has echado aquí? ¿Ojos de perro? – exclamó, cuando escuchó abrirse la puerta tras ella.

- No, es algo que había en un saco.

Ivaine suspiró.

- ¿Qué saco?

- Uno pequeño que había en el rincón del almacén.

- Rodrith, palurdo, eso es abono.

La muchacha apartó la cazuela del fuego, asqueada.

- ¿Y como querías que lo supiera yo? – replicó él, indignado - No soy agricultor. Y lo has dejado junto a las cosas de comer.

- ¿Pero es que no has notado el olor?

- A veces cocinas cosas que huelen peor. No me pareció tan raro.

- No seas cabrón – replicó ella, fulminándole con la mirada. Él sonrió con aire malévolo. “Imbécil”. Ivaine apretó los dientes, ignorando el calor agradable que le subía por las piernas hasta el estómago. – Por la Luz, saca esto fuera y tíralo en alguna parte. Me muero de asco.

Él suspiró con resignación, cogió el recipiente arqueando la ceja con aire altivo y volvió a abrir la puerta, a luchar contra la ventisca y a desaparecer en la oscuridad.

Una hora más tarde, Ivaine estaba sentada frente al fuego, en mangas de camisa, con la espalda apoyada en el costado del elfo y su brazo sobre los hombros, apurando una escudilla de huevos revueltos. La alfombra de piel de oso era mullida y agradable, y Rodrith no se había quitado la capa: les cubría a ambos con ella, mientras conversaban a media voz y el fuego cantaba y chisporroteaba.

- Los bosques tienen árboles de hojas doradas y corteza blanca como la luna. Y los dracohalcones vuelan entre las ramas, rojos, plateados. A veces gritan y arrojan fuego a través de los picos.

- ¿Arrojan fuego? – preguntó, mirando al sin’dorei de reojo.

Él asintió. Extendió la mano y le apartó un resto de comida de la comisura de los labios, luego se lo llevó a la boca.

- También tenemos linces. Son parecidos a los pumas de Tuercespina pero más estilizados y con las orejas puntiagudas, como nosotros.

- Me gustaría mucho ir a Quel’thalas alguna vez – dijo Ivaine, apartando el plato y acomodándose en el abrazo de su amante. El fuego le arrancaba destellos cálidos, dorados y cobrizos al cabello de ambos – La madre de la madre de mi madre era una elfa de Quel’thalas. Pero ella parecía más una elfa que yo.

- ¿Ah sí?

Ivaine asintió con la cabeza. Sarah siempre había sido bella. Tragó saliva, frunciendo un poco el ceño. Una amargura antigua, casi olvidada, se le enredó en la garganta. Le hizo sentirse repentinamente incómoda, allí, recostada en el cuerpo de aquel elfo alto y bendecido con la hermosura de una estatua antigua, de ojos brillantes y cabello como el oro y la plata hilados.

- Ella era muy guapa – admitió, bajando un poco el tono – Tenía los ojos azules, la piel cremosa, las manos finas, la expresión dulce y el cabello suave. Supongo que me parezco a mi padre, quien quiera que fuese.

Hubo un instante de silencio. Después, sintió los dedos de Rodrith en su nuca, y se encogió con una súbita emoción y un escalofrío. No importaba el tiempo que pasara. Aquella magia nunca parecía extinguirse. Su corazón, su alma y su cuerpo seguían reaccionando a su presencia como lo hace la tierra al sol.

La caricia se extendió sobre sus cabellos, lenta y devota. Ivaine entrecerró los ojos y su voz, grave y suave como el pelaje de un león, le llegó en un susurro arrebatado.

- Tú no necesitas nada de eso para ser hermosa, reina. Eres como las orquídeas. Tienes la misma belleza profunda y primigenia. La belleza de la vida explosiva y salvaje, la de las flores únicas y libres, capaces de llevar a la obsesión a quien las admira.

Ivaine tomó aire abruptamente. Cuando Rodrith hacía eso, los sentimientos la bloqueaban. Aquella magia nunca se terminaba.

- No tienes por qué decirme esas cosas – respondió, con sequedad, mientras por dentro se derretía – Ya no tienes que seducirme. Estoy aquí y aquí estaré hasta que me canse.

- No te estoy seduciendo – replicó él, en el mismo tono, sus dedos aún viajando por los cabellos ásperos y rojos de Ivaine. – De hecho, ahora que lo dices, tengo que informarte de que no lo hice en ningún momento.

Ella no pudo evitar reírse entre dientes y darle un codazo, aún con la emoción vibrando en su interior. "Elfo estúpido..."

- Pero qué mentira. La luz te va a castigar.

- Lo digo en serio. Yo nunca te he seducido.

- ¿Ah no? – Ivaine se removió y se dio la vuelta para mirarle con desdén infinito - ¿Y entonces como hemos llegado hasta aquí?

Él se encogió de hombros y la miró de soslayo.

- Me limité a tomar lo que era mío.

Ivaine se echó a reír y se enzarzó en una acalorada discusión acerca del tema con Rodrith, que terminaría en nada, porque ninguno de los dos daría el brazo a torcer hasta que el debate pasara de ser una broma a amenazar con herir el orgullo de ambos. Después, harían el amor sobre la alfombra hasta quedarse dormidos, y el amanecer les despertaría con el calor de las brasas ahogadas y escarcha en la ventana.

Ivaine Harren cumpliría diecisiete años al día siguiente. Llevaba tres meses viviendo en Cuna del Invierno con su amante, Rodrith Albagrana, sin'dorei de Quel'thalas. Ambos estaban en busca y captura. Eran proscritos. Ivaine Harren, sin embargo, era feliz por primera vez. Completamente feliz.

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