martes, 19 de abril de 2011

El lago

Despertó, sobresaltada y bañada en sudor frío. La hoguera seguía ardiendo y se escuchaban, lejanos, los tambores de los trols del bosque. Alzó la vista al cielo y comprobó que las estrellas no se habían movido.

“Malditas pesadillas. Malditos sueños. Ojalá pudiera no soñar”. Exhaló un suspiro cansado y se arrebujó en el manto, incómoda. Tenía la piel húmeda y la sensación de llevar pegado al pecho un sudario helado y asfixiante.

- ¿No puedes dormir?.

Al otro lado del fuego, Rodrith había abierto los ojos al oírla despertar. Con la espada en la mano, permanecía alerta, inamovible, con la mirada penetrante como una lanza escrutando la oscuridad de la arboleda de cuando en cuando.

- Un mal sueño – repuso ella, apartando la mirada.

Rodrith. Su amante, su compañero de viaje. Ivaine solo le había visto dormir unas cuantas veces desde que abandonaron la Capilla, y siempre era un sueño tenso y sin descanso. Él sólo se lo permitía a veces, cuando ella se encargaba de la guardia. En una ocasión, cayó dormido más profundamente de lo habitual e Ivaine se negó a perturbar aquel reposo hasta el amanecer. Cuando salió el sol y le tocó el hombro para despertarle, él se había abalanzado sobre ella en un único movimiento, había desenvainado y le había puesto una daga debajo de la barbilla. A Ivaine el corazón se le disparó. Cuando los ojos del elfo dejaron de brillar con fuego salvaje y apartó el arma, pidiéndole disculpas, ella aún estaba impresionada.

No había tenido ningún miedo. Había sido emocionante, de hecho. Apartó el recuerdo de un empujón, con fastidio, y negó con la cabeza.

- Necesito darme un baño.

- No sé si es muy prudente – repuso él. – Escucha los tambores.

Ivaine elevó la comisura del labio en un gesto desdeñoso, y no hizo el menor caso. Se levantó y rebuscó en su equipaje. Encontró unos lienzos y ropa limpia, y también el jabón envuelto en hojas de haya. Una punzada de dolor le atravesó el pecho. Shalia Nocheclara había hecho aquel jabón, lo había empaquetado con sus manos de dedos largos y finos y se lo había regalado. “Con aroma a acerita, Harren”. Acerita salvaje.

- Volveré enseguida.

Agarró la espada y las ropas y se encaminó hacia el lago.

Habían acampado en las Tierras del Interior, tras varias semanas de viaje a pie hacia el sur. Habían soltado el caballo rumbo a Quel’thalas para despistar a los posibles perseguidores, y decidido viajar hasta Menethil a pie. Una vez allí, tomarían un barco hacia Trinquete. Rodrith conocía muy bien los puertos y tenía experiencia en travesías por mar. Había explicado a Ivaine con todo lujo de detalles cómo iban a ser las cosas, y según su plan, todo iba a salir muy bien. Ella no había criticado su ingenuidad. Muchas veces no entendía cómo podía él estar tan seguro de que las cosas iban a ser exactamente como pretendía, pero en aquellos días, no tenía ánimos ni ganas para oponerse a su determinación.

Tras atravesar una arboleda desierta, llegó al lago. Respiró hondo, paseando la mirada alrededor. El cielo sobre su cabeza era un manto oscuro cuajado de luminosas estrellas, sin una mácula, sin una nube. El lago, como un espejo, reflejaba la exhuberancia del firmamento. Una cascada alta dejaba caer el agua con un murmullo sordo y constante, y sobre la calma superficie se balanceaban los juncos, los lirios de agua y los nenúfares. A Ivaine le recordaba al mágico paraje que había descrito en un libro de caballería que leyó en casa de los Samuelson.

Se desnudó con alivio. Cuando se despojó de la camisa, los pantalones y las prendas íntimas, el frío le besó la piel húmeda de sudor y le erizó los poros. Metió los pies en el agua y se internó en el lago con un trozo de jabón en la mano, estrujándolo para aplastarlo. El agua estaba helada. Hundió la cabeza, se lanzó en picado hacia el fondo y aguantó el aire, dejándose llevar por el gélido abrazo, dejando que la limpiara del sudario pegajoso, de la sensación de irrealidad, del cansancio y de la debilidad. Aguantó hasta que se quedó sin aire, y aún más. Cuando estaba a punto de desvanecerse, emergió, resollando y estrangulando el jabón. Se frotó con vigor, haciendo espuma en los cabellos y sobre su piel, y después se aclaró a conciencia.

Su cuerpo había cambiado. Sus músculos eran ahora más firmes, largos y torneados. Tenía marcas de esa fuerza en los costados del vientre, en la espalda y en las piernas, pero sobre todo en los brazos. Largos y elásticos, ,,si tensaba los músculos éstos sobresalían un poco, como suaves colinas. Algunos consideraban aquello un rasgo de mal gusto en una chica, pero a Ivaine le importaba un carajo, porque a ella le agradaba. Lo único que le resultaba molesto es que, de nuevo, le habían crecido los pechos. No importaba que los llevara vendados, su feminidad se abría camino a pesar de todo.

Suspiró con desazón, y volvió a cruzársele por la mente un pensamiento recurrente que la había acompañado toda su vida. “Ojalá hubiera nacido hombre”.

Entonces escuchó removerse las aguas en la orilla. Se dio la vuelta, sobresaltada y dispuesta a luchar o huir si era necesario. Pero no lo fue. Era el elfo, ese elfo estúpido y engreído que ni siquiera podía dejar que se bañara tranquilamente, que se había metido en el agua en camisa y pantalones y con la condenada espada colgando a la espalda y el semblante impasible.

Ivaine no se molestó en cubrirse. A esas alturas, era ridículo.

- ¿Qué demonios haces? – murmuró.

Los brillantes ojos del elfo estaban fijos en ella. Tuvo la impresión de que se le doblarían las rodillas, y cuando escuchó su voz, el agua, que le llegaba hasta la cintura, pareció devolver el eco, como una bóveda.

- Tienes frío.

Ivaine se le quedó mirando, sin responder. El sin’dorei detuvo sus pasos frente a ella, abrió los brazos y la atrapó contra su pecho, en una presa caliente y posesiva.

Sí, tenía frío. Dioses, él estaba caliente. El fuego en su interior se reanimó instantáneamente, una llama que se eleva de improviso con su calor, con su olor, con su presencia intensa. Sólo había necesitado eso para volver a arder. “Son las fuerzas”, supo Ivaine, apretando los dientes, cerrando los ojos con fuerza y clavándole los dedos en el pecho, sin decidir aún si apartarle o no. “Son las fuerzas que chocan cada vez que nos rozamos. Luz sagrada. Nos destruirán. Nos consumirán, si las dejamos libres.”

- Rodrith… - susurró, con voz áspera. Se le había hecho un nudo en la garganta. Su cuerpo estaba rebelándose contra ella, su corazón también. Ese virus terrible del deseo irracional, instintivo, invadía todo poco a poco como una inundación; incluso estaba contagiando una parte de su razón.

- Qué.

Una respuesta tajante y ruda.

Tenía miedo. Todo aquello siempre le había dado miedo, porque no le parecía normal. Ella no sabía como eran aquellas cosas para los demás. Solo sabía que lo que había entre ella y el sin’dorei era demasiado intenso, tanto que saltaban chispas y perdía por completo el control.

Alzó el rostro, apretando los dientes, buscando algo que decir. Encontró los ojos del elfo, y ahí terminó todo. Las correas con las que se sujetaba saltaron, rompiéndose, con un latigazo que casi pudo escuchar resonando en su alma.

El fuego de Ivaine estalló hasta hacer hervir las aguas del lago. El frío desapareció cuando le agarró de los cabellos y casi trepó sobre su cuerpo, salvaje y necesitada, para devorarle los labios con un beso agónico. Tenía frío, claro que había tenido frío. Había estado congelada desde que El Cruce arrasó toda su vida, las pesadillas consumían sus noches sin dormir. Se enredó en su cuerpo duro y caliente, le arrancó la camisa y le arañó. Él la atrapó entre sus brazos, le mordió la boca hasta hacerle sangrar. Ivaine le tiró del pelo para apartarle cuando le hizo daño, exhaló un jadeo y le devolvió el mordisco. Le escuchó gruñir, con un ronroneo feral e indefinido, quizá irritado, o tal vez complacido. Sus manos la estaban tocando. Le horadaban la espalda, seguían el contorno de su cintura, moldeaban sus caderas, las redondeces de sus nalgas, se cerraron sobre sus pechos, los que había maldecido minutos antes.

“Las fuerzas… son las fuerzas”, pensaba una Ivaine rendida en el centro del incendio. En el exterior, la Ivaine del fuego asediaba a su amante como una pantera hambrienta y exigente, rozándole con su cuerpo, agarrándole las manos para llevarle a donde ella quería, acariciando los surcos entre los músculos bruñidos, bebiéndose su fuerza. Y él no se quedaba atrás, la asediaba, le exigía y la rociaba con su hambre de la misma manera. Embriagada de hogueras y amapola, se sujetó a sus hombros para buscarle y llenarse de él, se aferró a su cuerpo para cabalgarle con urgencia. Las sensaciones punzantes, dulces y estremecedoras como el terremoto y el huracán, la sacudieron por dentro y comenzaron a empujarse unas a otras, a alimentarse y girar en la vorágine.

- Ni quorya…- murmuró el elfo, con la respiración entrecortada. Los cabellos rubios cayeron sobre ella como una cortina, como un telón hecho con haces de luz estelar cuando se inclinó sobre ella. Se estaba conteniendo, y ella lo sabía. – Ni quorya, Carandil.

- No…no… - ordenó ella, tajante, buscando una bocanada de aliento. – Si te ahogas, respírame.

Le clavó los talones, gimió, desgarrándole la espalda con las uñas. “Yo también me estoy ahogando. Me estoy ahogando. Eres mi hogar”. Los ojos azules, verdes, grises, destellaron con avidez. Podía oler la tormenta. Su voz grave, vibrante y átona era un hechizo arcano. La hipnotizaba. Despertaba todos sus nervios. Y sin embargo, él la miraba como si fuera ella la hechicera.

- Ae anírach…

Los dedos del sin’dorei se hundieron en sus cabellos y apuntaló la otra mano en sus riñones. Luego embistió con una energía renovada, de ritmo e intensidad primitivas, casi animales, en movimientos largos que eran más que una respuesta a los envites de la muchacha. Él se estaba haciendo con el control, y la arrastraba consigo. Ivaine tuvo que morderse los labios para no gritar, sujetándose a su cintura con las piernas y tratando de mantener su paso, pero cada nuevo impulso amenazaba con romperla, le desollaba la cordura, la empujaba más hacia el borde del precipicio. Cuando, en el frenesí de la extraña danza, la vorágine la engulló, Ivaine hundió el rostro y los dientes en su hombro, rindiéndose al éxtasis liberador que se la llevó por delante. Él palpitó en su interior y se desbordó, apretándola contra sí hasta casi asfixiarla, aún invadiéndola con poderosas arremetidas. Le escuchó resollar y gruñir, sintió sus dientes en la carne, la tensión contenida en sus músculos mientras se vaciaba. Cuando el estremecimiento se detuvo, la mantuvo sujeta y le acarició el cabello, buscando la respiración entre sus labios.

Rodrith se arrodilló sobre el lecho del lago. Ivaine, desmadejada y aún temblando, se abrazó a él, negándose a moverse, manteniéndole dentro. Apoyó la mejilla en su hombro. Los dedos del sin’dorei le peinaron los cortos cabellos, y durante minutos enteros compartieron el silencio cargado de vida que sigue a los momentos de pasión.

- La próxima vez, duerme conmigo – murmuró ella, al fin, en un susurro íntimo y apenas audible. – Quizá así puedas dormir también tú. Sé que no lo haces.

- ¿Quieres regresar y dormir? – preguntó el sin’dorei, con la voz suave, vibrante y en un punto desafiante.

Ivaine reprimió una sonrisa contra su piel y arqueó la espalda en respuesta, oscilando lentamente sobre su regazo y contrayendo los músculos del vientre. Le oyó tomar aire y percibió cómo sus brazos se tensaban.

- No me pongas a prueba, elfo engreído – susurró la muchacha.

Era imposible olvidar. Ivaine sabía bien que nunca podría arrancar de su corazón, de su alma, los recuerdos de lo que había vivido y visto en el Cruce de Corin. Pero el fuego y la tormenta demostraron ser una buena manera de exorcizar las pesadillas, de invocar al sueño calmo. Aquella noche, bajo la luz de las estrellas, ante la atenta mirada de los búhos y con los tambores de los trol y el arrullo del agua al fondo, Ivaine y Rodrith consiguieron evadir sus preocupaciones durante algunas horas.

Las fuerzas eran más poderosas que cualquier otra cosa; incluso más que el miedo y el dolor.

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