martes, 5 de abril de 2011

Theod: Danza Macabra - Acto II: Dueto inevitable

A media noche, Ivaine entró, sola, en su tienda. Los médicos la habían revisado a fondo, su armadura destrozada estaba en el herrero y un batallón armado hasta los dientes había partido a recuperar los cadáveres de los caídos en el Cruce. Había tomado un baño de agua hervida en una tina de madera, dentro del pabellón de la enfermería. Ausente y agotada, vacía por dentro, no le había importado que la vieran desnuda hombres y mujeres. 

Las mantas enredadas ocupaban el centro de la carpa. Se arrodilló sobre ellas, rozando una arruga de lana con los dedos. De su cabello mojado y revuelto se desprendieron algunas gotas. Afuera seguía lloviendo.

Tomó aire y se rodeó el cuerpo con los brazos, balanceándose y manteniendo los ojos cerrados. Aquellas estaban siendo las peores horas de toda su vida. Desde que entraron en el Cruce, se sentía atrapada en una pesadilla de la que no podía escapar, y cada vez que despertaba sólo era para encontrar que el horror no había terminado, que aún faltaban golpes por caer.

Todos sus amigos habían muerto. Rodrith no estaba. Le habían encadenado fuera de los muros de la Capilla, en la parte de atrás del campamento. Mañana tendría que someterse a un juicio en el que sería condenado sin ninguna duda. Le imaginó allí dentro, con ella, tironeándose de los cabellos y vendándose las manos para empuñar mejor las armas, dándole consejos que ella no le pedía, hablando, o callado. Los ojos brillando en la oscuridad.

Una saeta de dolor agudo le atravesó la garganta.

- Lo he intentado - murmuró. De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas - Lo he intentado, pero no me han escuchado. Te lo juro. Lo he intentado.

Se inclinó hacia adelante, respirando profundamente para controlar las oleadas de angustia que iban y venían.

Lo había intentado, era verdad. Cuando se llevaron a Rodrith a rastras, tardó unos minutos en volver en sí. Entonces se había abierto paso a empujones, señalando a Theod con el dedo, gritando acusaciones, intentando poner palabras a la verdad. Eligor Albar la observó con curiosidad, y puede que por unos momentos hubiera considerado creerla, si el maldito perro desgraciado de su hermanastro no hubiera mantenido el tipo y se hubiera girado a explicarle al comandante que Ivaine, como muchos podían constatar, no estaba del todo en sus cabales. Además había sufrido una violenta conmoción y se encontraba todavía en estado de shock. Eligor Albar dio orden de que la llevaran a la enfermería, y cuando las manos de dos centinelas se cerraron en sus brazos, ella perdió toda esperanza y se dejó hacer.

No iba a conseguir probar nada. Su testimonio valía tanto como un montón de barro. Theod se había encargado de hacer correr en el campamento el rumor de que Ivaine estaba un poco loca; y para colmo, había documentos que podían considerarse evidencias acerca de un supuesto motín. Varhys y los demás habían intercambiado correspondencia en los días en los que propusieron a Rodrith que se hiciera con el mando. De alguna manera, Theod había encontrado las cartas y las había aportado, con gran pesar, como pruebas incriminatorias.

No podía salvar el honor de Rodrith Albagrana. No podía sacar de su engaño a la Orden del Alba Argenta. ¿Y qué futuro le esperaba ahora? Sus amigos estaban todos muertos, su amante iba a ser juzgado y condenado, puede que su pena fuera la expulsión; y eso como mínimo. Sólo le quedaba la lucha contra la plaga y Theod Samuelson, ese traidor, ese asqueroso asesino, como una sombra negra acechando constantemente sobre ella.

Y de repente, Ivaine sintió quebrarse algo dentro de sí.

¿Era eso todo cuanto le quedaba, de verdad? No, tenía que haber algo más. Algo más para ella. Algo más que la resignación, la oscuridad, la lucha hasta la muerte y el ansia de venganza no cumplida.  "¿De verdad voy a pasarme el resto de mis días así?", se preguntó, por primera vez. "¿De verdad voy a pasar lo que me queda de vida sólo con la sangre y el acero, solo con el rencor y la ira, siendo únicamente desgraciada?"

Recordó Cuna del Invierno. Volvieron a su mente todos los momentos felices, y fue consciente de que era exactamente eso lo que habían sido: momentos felices. Y recordó unas palabras que ella misma había pronunciado en una airada discusión que terminó de un modo mucho más agradable de lo que empezó.

"¿Quieres tú gobernar un reino desierto?", había exclamado ella entonces. "¿Quieres tú sentarte en un trono de espinas, ceñirte una corona de cenizas y sostener un cetro de sangre en las manos?"

Alzó el rostro, secándose las lágrimas. El fuego volvió a encenderse en su interior y le lamió las venas, prendió el calor en su corazón cuando encontró la respuesta y supo exactamente lo que iba a hacer. "Bajo la tormenta, en un trono de piedra", se dijo, sobrecogida por una súbita emoción. Volvió a sentirse fuerte.

- No - dijo, a la oscuridad, y miró de reojo a su espalda cuando sintió el aire frío del destino, negro, de nuevo silbar en su nuca. Una media sonrisa ácida le cruzó el rostro - Puedes seguir soplando todo lo que quieras. Vete al infierno. Iros todos al infierno.

Se puso en pie, salió de la tienda y se dirigió en silencio hacia la de Albagrana, en el otro extremo del campamento. Tenía que hacerle el equipaje.


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Minutos antes del amanecer, Ivaine Harren se acercó al poste que había detrás de la Capilla, cerca del cementerio. Normalmente se utilizaba para atar caballos o mulos. Aquella noche habían encadenado allí a un elfo. Había sido imposible contenerle de otra manera, y ya que insistía en comportarse como una bestia, los centinelas no habían tenido más remedio que tratarle como tal.

Había dejado de llover. El elfo estaba sentado, con la espalda pegada al poste y las manos encadenadas sobre las rodillas. Tenía la camisa y los pantalones sucios de barro, le habían despojado de la armadura y las insignias. El cabello le cubría el rostro, y no podía decirse si estaba dormido o despierto. Los dos centinelas que le vigilaban parecían cabecear a pocos metros, apoyados en las lanzas. Ivaine comprobó que no llevaban yelmo.

Cogió dos piedras pesadas del suelo, se echó las manos a la espalda y se acercó a los guardias, saludando y sonriendo.

- Vengo a hacer el relevo.

- ¿Qué relevo?

Abrió los brazos y estrelló los adoquines en las sienes de los dos centinelas con tanta fuerza que se desplomaron al momento. Luego las dejó caer. Estaban manchadas de sangre. Se inclinó y rebuscó con rapidez en sus cinturones hasta dar con las llaves de los grilletes. Se acercó al prisionero a la carrera, buscó la cerradura y soltó las cadenas.

- Elfo. Elfo, vamos.

Rodrith alzó el rostro. Los ojos brillantes habían perdido el resplandor, Ivaine se encontró con una mirada azul verdoso, perdida y desconfiada. Impaciente, le sujetó el rostro con las manos, le apartó el cabello con los dedos y le observó con fijeza, obligándole a prestarle atención.

- Rodrith, tienes que escapar - le apremió, en un susurro insistente - ¿Comprendes lo que te digo?

El elfo pareció volver en sí. Asintió y se puso en pie ágilmente, con un movimiento felino. Cuando se irguió, Ivaine se sorprendió de su gran envergadura aún sin los atavíos de combate, como si fuera la primera vez que se fijaba en ello. Quizá en realidad, en ese momento le parecía mas alto por algún motivo que se negaba a analizar. El primer rayo de sol se deslizó a través de las nubes pardas. Le emborronó la visión y creyó percibir un resplandor lejano, un brillo áureo, orlando su figura por un instante. Después, la ilusión se desvaneció.

- Necesito mis cosas - dijo él, echándose el pelo hacia atrás. Un elfo alto, decidido y atractivo, pero sin ninguna luz dorada alrededor ni apariencia de gigante. - Y tú vas a tener dificultades para explicar eso.

Señaló a los guardias inconscientes.

- Me las arreglaré - respondió ella, sacudiendo la mano - Venga, vamos. Tienes un caballo esperando y te he hecho el equipaje.

No se detuvo a esperar un agradecimiento ni a deleitarse en su mirada. Odiaba las despedidas, y aquella iba a odiarla especialmente. Se dirigió hacia el cementerio, seguida por los pasos pesados del sin'dorei. 

Tras los restos de la valla, el corcel esperaba. El elfo se adelantó en unas zancadas y abrió el petate que Ivaine le había preparado. Echó un vistazo rápido, luego cogió el jubón de cuero tachonado y la capa que ella había preparado para él sobre la silla de montar y los vistió. Se colgó la espada a la espalda y se recogió el cabello con un trozo de cuerda dispuesto a tal efecto junto a los arneses.

- Veo que no has olvidado nada - Luego la miró, con un brillo intenso en los ojos, e inclinó la cabeza en un gesto de severa gratitud - Estoy en deuda contigo. 

- No lo estás - dijo ella, haciéndole un gesto con la mano de nuevo - Lárgate, antes de que se despierten. 

Rodrith miró el caballo, miró el equipaje en el suelo y luego la miró a ella. Sus ojos se quedaron ahí, escrutándola. Parecía que estuviera esperando algo. ¿Qué quería, una maldita despedida romántica? Ivaine se obligó a no tragar saliva, le apremió de nuevo con el mismo ademán, endureciéndose por dentro y por fuera.

- Vete de una vez.

Rodrith arqueó la ceja con extrañeza.

- No voy a ir a ninguna parte sin tí.

Pronunció aquellas palabras como si fueran una obviedad, algo evidente como el amanecer. Y sin embargo, su efecto fue devastador. La sangre de Ivaine se convirtió en un torbellino desquiciado, empezaron a zumbarle los oídos y el corazón se le hinchó en el pecho hasta cortarle la respiración. Todos aquellos estúpidos síntomas le hacían odiarse a sí misma, al menos un poco. Pero cada vez menos. Buscó una excusa.

- No puedo - dijo ella, tragando saliva. - Quiero decir, sí que tenía pensado irme. Pero aún no, y no contigo.

Rodrith arqueó la ceja. Luego meneó la cabeza, se rió entre dientes y ajustó el petate sobre la grupa del corcel. Apoyó el pie en los estribos, se impulsó y montó. Acto seguido, le tendió la mano y la miró con aquellos ojos que no daban tregua.

- No quiero perderte. Y no lo voy a hacer. - La voz del elfo caía sobre ella a mazazos. Cada palabra era un golpe seco, pronunciada con la seguridad que dan las certezas. Las mismas certezas de las que Ivaine trataba de esconderse, él las empuñaba para acorralarla contra una realidad ineludible - Sube conmigo o tendremos una escena. Discutiremos, acabaremos peleando y esto se resolverá con un secuestro o con una ruptura. Y yo no voy a romper contigo ni a dejar que lo hagas tú, ni ahora ni nunca. Así que, por lo que más quieras, Harren: sube al jodido caballo y quédate conmigo.

Ivaine resolló, con los ojos abiertos como platos.

Era una humana y tenía dieciséis años. Todos sus amigos estaban muertos. Reinar bajo la tormenta, en un trono de piedra. "Qué demonios. Al infierno con todo". Resopló, miró alrededor, sacó las espadas de los cintos de los centinelas inconscientes y se las enganchó a su cinturón. También les robó una capa. Se acercó al corcel en dos zancadas y golpeó con desdén la mano tendida del sin'dorei.

- Ahórrate caballerosidades conmigo, elfo engreído - dijo, impulsándose en el estribo y montando delante suya, arrebatándole las riendas de las manos - Yo nací en Stromgarde. Voy a enseñarte cómo cabalgamos los señores de Arathor.

Rodrith se rió entre dientes. Ivaine espoleó al corcel y atravesó los campos muertos al galope, en dirección al noreste. Dejó atrás un pasado calcinado y su mirada se fijó en el horizonte de un futuro incierto, con el soplo oscuro de la fatalidad acariciándole los oídos y el aire fresco y límpido de la esperanza sobre el rostro. Ivaine siempre había vivido fluctuando entre ambas. Pero estaba dispuesta a esquivar la fatalidad y eludir el destino tanto tiempo como le fuera posible. Aún merecía la pena. Aún había cosas que merecían la pena.

Y si después de lo que había visto y vivido en los últimos días podía pensar así, es que la vida no era tan mala.

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